El coronel que confesó 57 falsos positivos

Los rastros de la memoria (IX).

Los soldados que participaban en la empresa criminal tenían libertad de horario y movilización, iban de civiles, armados y en motos.

El coronel Luis Fernando Borja, quien paga 200 años de condena, relata la operación macabra de las ejecuciones extrajudiciales por parte de algunos miembros del Ejército Colombiano, en la FTC.

Por: Alfonso Hamburger y Claudia Castellanos

En abril de 2007, cuando comenzaba el segundo período presidencial de Álvaro Uribe, el departamento de Sucre sufrió un remezón alarmante en la política de Seguridad Democrática impulsada por el Gobierno. Los ganaderos de amplias zonas de las sabanas venían denunciando la presencia de personas extrañas que merodeaban sus fincas. Las extorsiones se volvieron tema de cada día. El desempleo había pasado de 9.1 a 12.6 por ciento, lo que representaba más de 44 mil desocupados. Las bandas criminales y la delincuencia común volvían a ser una amenaza para la recién controlada seguridad de la zona, que había vivido momentos de oscuridad en años anteriores.

Las calles rápidas de Sincelejo, atosigadas por un flujo avasallante de motos ( unas 40 mil), como si las corralejas de enero se hubiesen salido de madre, pronto se vieron invadidas por jergas extrañas y sonoros apodos, como ‘el Gringo’, ‘el Chino’, ‘Joselito Carnaval’, ‘el Pichón’, ‘el Mello’ o ‘el Dientón’. Gente de cruces, bacas etílicas y vueltas extrañas invadieron los espacios. El afán de matar se volvió tan común como bailar un porro. Este era el ambiente de desorden y confusión que se sentía previo a la proliferación de “falsos positivos”, como empezaron a llamarse las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por agentes del Estado ( en Colombia no existe legalmente la pena de muerte) , especie de fantasmas que actuaban sigilosos y que en un año y tres meses cobraron la vida de centenares de jóvenes anónimos, a quienes cazaban como a animales, y que los uniformados involucrados negociaban a cambio de ascensos en el escalafón militar, descansos remunerados y pequeños o grandes privilegios para mejorar las condiciones de vida en los cuarteles.

El asunto estaba lejos de alcanzar los titulares de la prensa nacional o de la apertura de “exhaustivas” investigaciones judiciales, hasta que la realidad de los asesinatos en cadena, que operaban como un clúster empresarial, fue inocultable. La presión de los resultados, entendidos en el argot militar como bajas en combate, mandaba la parada. O mostrabas resultados o te ibas. En el Ministerio de Educacion, esta modalidad se le denomina necesidad de la demamda. A mas estudiantes matriculados, mayor presupuesto. Acà era parecido, pero para justificar la inversion en la guerra. Entre mas bajas ( o sea , muertos, mas presupuesto).

El entonces ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, hoy presidente dos veces, visitó Corozal en abril de ese año para reunirse con las autoridades civiles y los altos mandos militares en un Consejo de Seguridad Extraordinario. El Coronel, Luis Fernando Borja Aristizábal, comandante de las Fuerzas de Tarea Conjunta, estaba entre ellos. Santos, que se pavoneaba entre los asistentes, se dirigió a él en tono severo, advirtiéndole que debía conseguir resultados cuantitativos y medibles. El tono en el que lo dijo, con mano fuerte en el hombro, no admitia ambiguedades. No le dijo perro, pero le mostrò el tramojo.

Borja, nacido el 3 de febrero de 1965 en Cartago, Valle, divorciado y padre de dos niños, de 1.67 centímetros de estatura, escaso pelo lacio, cejas oblicuas, ojos negros, orejas grandes y mentón redondo, confesó en su ampliación de indagatoria ante la Fiscalía- antes de asumir los cargos- que sintió tanto miedo al recibir la advertencia ministerial, que ante el riesgo de perder su cargo, prefirió callar lo que ya sabía que estaba ocurriendo: los asesinatos “extrajudiciales”, conocidos luego como “falsos positivos”, ya eran una realidad. El silencio lo matò.

–Me sentí amenazado –dijo en el expediente.

Se había encargado de la Fuerza de Tarea Conjunta establecida en Sucre, días antes, el 30 de marzo. Llegó en remplazo del coronel Macías, quien entregaba la unidad con los peores indicadores de operatividad. La Fuerza de Tarea Conjunta se había creado como una unidad estratégica para combatir la guerrilla, las bandas criminales y la delincuencia común en quince municipios de Sucre y el Sur de Bolívar, dentro de las políticas de la Seguridad Democrática del gobierno Uribe. Por tratarse de una fuerza temporal no contaba con presupuesto propio, hecho que los obligó a utilizar los rubros destinados a las recompensas que se les ofrecían a los delatores para financiar las actividades ordinarias. Estaba conformada por mil doscientos hombres combinados de la Armada y el Ejército Nacional.

Operaban por escuadras de diez soldados y un comandante. Para movilizarse contaban con un automóvil Toyota plateado y uno rojo, dos camionetas LUV, un vehículo NPR y cuatro motocicletas, hoy piezas claves en los expedientes del Juzgado Único Especializado de Sincelejo, donde un voluminoso mamotreto de papeles patentiza 57 operaciones extrajudiciales realizadas entre febrero 2007 y junio de 2008, al mando del coronel Borja.

La cadena criminal que en un año y tres meses operó como un reloj suizo impuso sobre el papel una jerga criminal nunca antes vista ni escuchada en Sucre, con alias y frases tan contundentes como “Vámonos de aquí, que el parche se está calentando” o “písate que viene el vejete”. Quienes mataban o contrataban para matar, sabían que la suerte se les podía devolver en cualquier momento como un bumerang. Que el balón les rebotaría. El ambiente era veloz, irascible, de cantinas, de cruces y de afanes. Operaba como una magia embrujada, donde la vida se tazaba hasta en 60 mil pesos. Los soldados que participaban en la empresa criminal tenían libertad de horario y movilización, iban de civiles, armados y en motos. El mundo era de ellos, con todos sus arrestos. Igual andaban los reclutadores, civiles eléctricos como moscas que vendían a las víctimas como pan caliente y escuchaban llamadas de auxilios desesperadas como:

–¡Pilas, que necesito un muchacho urgentemente!

Borja Aristizabal, con orejas extrañas de astronauta, quien hacia las exigencias cual vampiro que necesita sangre, sólo cursó hasta sexto semestre de administración de empresas. Durante su carrera militar, iniciada en el Batallón Rafael Reyes en 1986, había recorrido todo el país, antes de arribar a Montería en diciembre de 2005, donde empezó a cambiar su vida. Como si la tierra briosa del Sinú lo hubiera apretado por dentro. Córdoba, al igual que Sucre, rebullía entre la alegría del porro y las hostilidades por la disputa de una tierra arisca y bella, llena de riquezas, disputada a sangre y fuego, donde la muerte rondaba, y los paramilitares, confundidos con buena parte de la política local, mandaban sin pudor, ni limitaciones sociales y sin obstáculos de autoridad alguna. Ellos eran la autoridad. Además, no hallaban a los guerrilleros, a quienes los ganaderos les habían declarado la guerra, por ningún lado, lo que los tenía locos. Ello los llevó a pensar que de noche eran guerrilleros y de día campesinos. Fue allí donde se les dio por emprender una guerra sucia. Empezaron las masacres.

El Coronel apenas llevaba unos días en la comandancia de la Brigada XI de Montería cuando fue enviado al mando del Batallón Rifles, en Caucasia, Antioquia, en los límites con Córdoba, en febrero del 2006. Fue en esos días, donde empezó todo. En Puerto Libertador las tropas reportaron lo que pudiesen ser los primeros “falsos positivos”. Los soldados habían disparado con armas cortas contra dos personas, lo que según Borja era un acto ilegal que reconoció en su declaración judicial como acciones criminales extrajudiciales. No eran muertos en combate, sino en masacres, con tiros de gracia y con arma no convencional de guerra.

De manera repentina, fue trasladado el primero de marzo a Sucre, que encontró en los jolgorios de su cumpleaños 39, en tiempos en que se pasaba con demasiada frecuencia del fandango al velorio. Un mes después de su llegada se enfrentó a un nombre sonoro y emparentado con el folclor vallenato, Escalona. Por ese apellido tan distinguido en la música y por otras cosas, Escalona, no el compositor, quedaría siempre impregnado en su mente.

Aquel apellido tan musical iba de primero, aun siendo segundo en el nombre del coronel Javier Céspedes Escalona, quien comandaba un grupo del Ejército, en la Fuerza de Tarea Conjunta de Sucre. Sus resultados eran excelentes. Borja llevaba sólo dos días allí cuando quedó impresionado al ver a las tropas al mando de Céspedes Escalona, enaltecidas por el reporte de la prensa local , la recompensa de descansos remunerados y otros incentivos. Advirtió entonces, que con las muertes de inocentes ganaban aplausos, ascensos, reconocimientos y estabilidad laboral. Honores con camándulas ajenas, con muertos inocentes que ponían madres desvalidas y pobres. Ellas parían para la guerra, presas de la violencia, que había iniciado su periplo por estas tierras desde la guerra de Los Mil Días.

En la medida que avanzaban los resultados, se descubrió que la empresa criminal operaba como un sedante, y a veces como un juego. Era una verdadera locura de sevicia y folclor.

Borja Aristizábal, casualmente reemplazó a Javier Céspedes Escalona cuando éste tomó vacaciones, y luego de manera permanente. Pudo así percatarse de cómo funcionaba la empresa criminal que producía los supuestos éxitos militares. En vez de denunciar decidió callar y se fue hundiendo en ese espiral de sangre caliente. La cadena de la muerte era casi perfecta.

Julio Chávez, un civil que en Sincelejo llamaban ‘la Mosca’ cazaba sus víctimas, el soldado Iván Darío Contreras las transportaba y entregaba al cabo Gamboa, quien las daba de baja. Operaban como un clúster empresarial de alianzas estratégicas, solo antes visto en las empresas modernas. Las víctimas, la mayoría reinsertados, jóvenes desempleados o delincuentes de poca monta, siempre viajaban conscientes de que iban a delinquir y que algo les podía pasar. A veces viajaban tres en una moto a través de caminos escabrosos. Si la escena variaba en algo, no importaba, el coronel Borja era capaz de inventarse un libreto de cine.

Decidía quién había disparado primero, cuántos tiros se habían escuchado, la posición de los cadáveres, la hora, el clima y la distancia del objetivo. Lo del Juez de turno era lo de menos, por lo regular las declaraciones se hacían en las instalaciones de la Fuerza de Tarea Conjunta. Todo lo manejaban en familia. Todo quedaba en casa. Quien recibía las declaraciones no sospechaba que el libreto era planeado, con diálogos, puestas en escena, colores y olores preparados, como un mote de queso en la Cuaresma. También se creaba la atmósfera del relato. Lo único que no podían cambiar era la lluvia, la noche o el sol. Lo demás era predecible en sus mentes exactas para el crimen. Se mataba a sangre fría, como en la obra Truman Capote.

Las escenas son patéticas. Los nombres no importan. A cualquier muchacho pobre podía pasarle. Por lo regular la cita se daba en una tienda popular de la esquina o en una cantina de pobres, en medio de una canción de moda a todo timbal y con varias cervezas heladas servidas sobre la mesa. Previamente, lo real, que los ganaderos habían informado de la presencia de personas extrañas en cercanías de sus fincas. Podía ser en Baraya, tierra transitada por los comentarios radiales de Juan Severiche Vergara, el hombre del ‘Troyano de la Sabana’ y ‘Sorayita Villamil’, o en las tierras de los algodonales de San Pedro. Con la información del ganadero se montaba el libreto y con urgencia se contrataban uno o dos muchachos para brindarle protección a éste, acosado por las bandas emergentes (hoy Bacrim) y la delincuencia común.

Era una oferta laboral tentadora para cualquiera de los cinco mil desmovilizados de las AUC inconformes que estaban que volvían al monte y a muchos de las cuales los dedos le rascaban por apretar un gatillo. Era lo único que habían hecho en sus vidas y de repente los habían dejado como una pluma en el aire, al vaivén e las brisas caperas de agosto.

Entonces entraban en escena Juan Carlos Santos Vergara o Fabio Alberto Sandoval Feria, dos de las víctimas reales. Uno de ellos se había despedido para siempre de su madre a las dos de la tarde a inicios de noviembre de 2007, en un barrio pobre de Sincelejo. Su madre desconfió cuando el muchacho tomó la cédula de ciudadanía de ella y salió sin mayores explicaciones. La señora se lamentó, pues pensó que su hijo iba a empeñar el documento. Acá los políticos las usan como prenda de empeño para el trasteo electoral. Cuando salió a reclamarle, sólo vio el visaje del humo de la moto en que iba. Se lo tragó la esquina para siempre. Fue la última vez que lo viò.

A las cinco de la tarde una motocicleta irrumpe en un paraje agreste de Galeras, donde la tierra parece vomitar sangre y aún se escuchan los acordes de la gaita de Nacho Luna atravesando el Pelinkú, un inmenso árbol convertido en notas musicales. El cuadro vivo es inigualable. El arte efímero de Ciro Iriarte le queda pequeño a la macabra escena que va a suceder. El soldado Iván Contreras maneja la moto, la victima va en el centro, y atrás, casi encaramado en la parrilla, aprieta el cabo Gamboa. El nombre del muchacho, Juan Carlos Santos, no les importa a sus verdugos. Sólo saben que va rumbo al cadalso.

En las declaraciones su nombre les dice poco. Pudo ser cualquiera. Se cuenta en el expediente que va en abarcas y mal trajeado. Lleva un arma que le acaban de entregar. Se pone nervioso en el momento en que la moto irrumpe en un camino menos ancho y se enrumba a la finca señalada en el informe oficial, la del ganadero que pide ayuda. La moto se pega en el barro colorado, se atolla. Allí se pone más nervioso. En la entrada de la finca hay tres soldados imberbes que ya saben lo que pasará. El muchacho no sabe si correr o disparar. Ve escenas de película. El mundo se le viene encima. Avivado por sus compinches, dispara al aire. Los soldados se tiran al piso y lanzan ráfagas que hieren la tarde. El cabo Gamboa desenfunda su arma y le da dos tiros al muchacho. La escena ha salido perfecta.

Después empiezan acotejar las versiones. Algunas no cuadran. El joven aparece dos meses después en una fosa común con botas pantaneras y vestido de camuflado. No se han puesto de acuerdo. Es lo único discordante en el libreto. Es un paramilitar emergente que intentó atacar la tropa, precisamente en inmediaciones de la finca que habían reportado diez días antes como amenazada por “extraños”.

Es la noche ya, en un hogar del barrio Bolívar de Sincelejo, meses después. Mientras María atraviesa el patio para recoger ropa lavada, le llega la noticia que ya andaba rondando en los billares de la esquina. Su hijo acaba de ser reportado en televisión entre los paramilitares dados de baja por las tropas regulares cuando trataba de asaltar una finca en Galeras. El barrio se tiño de barro colorado caliente, más vivo que nunca.

Hoy, en el Juzgado Especializado de Sincelejo, en el sexto piso del Palacio de Justicia, el mamotreto de hojas que registra las declaraciones del coronel Borja es una película llena de alias, de jergas y de escenas macabras. Las sentencias se van juntando en un documento público desgarrador. A sabiendas de que el coronel Borja se acogió a la medida de sentencia anticipaba, el periodista tiene la sensación de que algunas declaraciones parecen mecánicas y les faltan más datos. Parecen calcadas unas de las otras, con datos que no le cuadran.

El expediente reza:
“Luis Fernando Borja Aristizábal, condenado por concierto para delinquir agravado, desaparición forzada agravada y homicidio en persona protegida, hechos ocurridos el primero de noviembre de 2007, 11:30 PM, dehesa El Pantano, Galeras.

Víctimas, Fabio Alberto Sandoval Feria y Eleonis Manuel González Correa.
Accionantes y cómplices del crimen, Julio Chaves Corrales y José Dionisio Ramos Castillo.
Condena de Borja, 21 años y tres meses”.

Este es apenas uno de los 57 casos en los que el coronel Borja asegura haber participado, preso del miedo por la urgencia de producir resultados que incitaron a cientos de asesinatos extrajudiciales: los denominados “falsos positivos”, la cadena macabra de la muerte que el país aún está lejos de conocer en detalle.
Nota: No hay muertes extrajudiciales en Colombia, porque legalmente no existe la pena de muerte.

El Coronel Borja fue condenado a más de 200 años de prisión al sumarse los variados procesos en los que se declaró culpable. Solo fue sumar copias, porque la historia de un solo hombre, puede ser la historia de todos los hombres.

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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