Más allá de frío de perros

Los rastros de la memoria (VIII).

Los falsos positivos en las barbas de Arroz con Gallo.

Por: Alfonso Hamburger y Claudia Castellanos

Los disparos se escucharon nítidos, como torpedos festivos, sin despertar la malicia de esos montes historiales. Estaba cajoneando al ganado que bajaba muerto de sed desde el ensille y se pegaba en el recipiente de madera a beber agua fresca, cuando los escuché. El caballo careto llegaba por su ración de cinco latas cada semana y se pegaba en el cajón, hasta quedar exhausto, casi a punto de reventarse. Llevaba precisamente el balde desde el fondo del arroyo para saciar las ansias del caballo cuando oí los tiros entretejiendo los montes y bejucales que se descolgaban por la falda de Vara de León, la finca que de mi abuelo era, en los lados de Frío de Perros, más arriba de la Prusia, a veintisiete kilómetros de San Jacinto. La vida era tan sana entonces que no se nos pasó por la mente que podrían ser los primeros disparos de la guerra. Mis primeros cuatro hermanos estudiaban en distintas partes del país y los cuatro últimos estábamos amaestrados y predispuestos para los deberes del campo. Mi padre decía que con lo que sabíamos bastaba.

Nos distraíamos detrás de los animales, cortando tabaco, sacando leña, ordeñando vacas y berrochando en las calles la chimarra, zambulléndonos en cuanto ojo de agua se nos atravesaba en el camino, de modo que la vida era feliz, pero incierta a la vez. Éramos como unos animalitos más que iríamos consumiendo la vida tal como iban pasando los días, en el día a día, a contramano, hasta que llegaron los hombres malos y nos sacaron del paraíso, nos hicieron ver un mundo distinto, rompiendo nuestras fantasías naturales. Nos dimos de cara entones con la dura realidad, esa que siempre nos estuvo expiando. Recuerdo, ahora que hablo de esa dura realidad que nos amenazaba, acechante, que un día mi padre no estaba- seguramente andaba de viaje o de parranda- y llegó a la tienda un viejo que se las daba de brujo y hasta altas horas de la noche estuvo acosando a mi mamá.

A ella, que atendía la clientela desde las cinco de la mañana, todos la respetaban y también le temían a la puntería certera de mi padre, que tenía una carabina de fama, cargada con balas rasas para matar tigres y cazar conejos en el brinco. Me daba la impresión de que el viejo Félix, como le llamaban aquel hombre parlanchín, quien había curado enfermedades imposibles y se las daba de brujo, la enamoraba, pero en una forma ambigua, como si no se atreviera a decirle lo que quería decirle. Se lamentaba de ser un hombre “más maluco que un remiendo atravesado”, pero que sabía de lo bueno y de lo malo. Y mi madre se lo tuvo que soportar, tratándolo como a un caballero, con su porte de dama dulce y severa a la vez. Al día siguiente apareció en su burro con un guayabo pecaminoso argumentando que se había pasado de tragos.

Mi padre, mozo altanero y severo con el plomo, quien fungía de inspector eterno del corregimiento, era un tipo informado. Cuando retornamos por la tarde de la finca donde escuchamos los primeros disparos de la guerra durante el cajoneo, tenía el radio en el pie de la oreja. Acababan de darle golpe de Estado a Salvador Allende, en Chile. Esa es la fecha que me aclara los datos. Tengo entendido de que fue en septiembre de 1973. Por la tarde se confirmó que el agente Carrasquilla, un carabinero temible y traicionero, había disparado su arma contra cuatro muchachos a los que previamente había convidado a pelar una vaca. Fue la debacle. Se rompían cien años de paz en nuestro caserío de noventa y dos viviendas dispuestas como en asuntos de indios en cuatro callejuelas, abrazadas por una iglesia de piedra y barro; y conectadas por caminos tramposos a las tres aguadas y a todos los vericuetos del mundo próximo.
El caso de Allende y la irrupción del general Augusto Pinochet pasaron a un segundo plano para nosotros que seguíamos embelesados en nuestro mundo. No había otro, el mundo comenzaba y terminaba en Bajo Grande. La tragedia Chilena al menos me serviría como referente para narrar la historia que me venía dando vueltas desde el día que en Cartagena conocí a un testigo de la historia, en 1991. “Me tropecé con mi tío Jorge Torres en el sector del Mamón, en pleno centro del Carmen de Bolívar y me pidió que me fuera a casa y me encerrara porque iba a matar al agente Calle”, me dijo. Calle era de la misma línea de Carrasquilla, a quien habían matado mientras se bajaba de un caballo a abrir un portillo. Lo bajaron con una escopeta de cartuchos cargados con grapas, en un acto de cacería.

Entre los disparos que escuché en Frío de Perros, la finca de mis abuelos paternos, en el sector de la Prusia, y la advertencia de Jorge Mendez, no pudo haber pasado mucho tiempo, pero se convirtió ese lapso en el más marcado en mi memoria, en la búsqueda exacta de los hechos que mancharon de sangre nuestro territorio. Después no hubo familia, persona, calle, plaza, rincón, bolsillo, pretil, o camino real, que no fuera tocado por la muerte.

Joche el de Eva con Remigio Medina, quienes le competían con su tienda y su picó a nuestros padres, en el barrio Arriba de Bajo Grande, fue uno de los muchachos abatidos por el agente Calle mientras pelaba la vaca que todos previamente habían convenido robar. Los otros eran su primos cercanos, todos familias entre sí, hombres de por allí mismo, mamadores de gallo, mamadores de ron, fumadores de tabaco, parranderos y cazadores de burras, quienes tomaban las cosas con tropicalismo inocente, sin pensar que descuartizar una res robada era delito.

Antonio José Medina Maestre, ahora residente en Maicao ( 56 años), donde fue a parar con el desplazamiento, lo conocen como Toño Medina y alguna vez quiso ser cantante de vallenatos. Tenía catorce años aquella mañana cuando vio que por el camino real venían los dos carabineros a caballo. Estaban haciendo el tinto en el rancho, pero los dos policías no llegaron como de costumbre, sino que pasaron de largo, rumbo a la ensenada, un kilómetro más abajo. Oswaldo, el hermano mayor, lo acompañaba. Veinte minutos más tarde, escucharon el tiroteo, metálico, el mismo que escuchè cuando cajoneaba al ganado, pero no le prestaron atención.
Rufino Castellar, muerto en el exilio ya viejo, iba para Jesús del Monte con su yerno Lascario Gallo, quien era corredor de tabaco. Al escuchar la refriega de guerra, se regresaron, presagiando que algo malo había pasado.
Los dos carabineros llegaron al punto acordado, donde pelaban una vaca robada Sixto NoVoa Medina, José Antonio Medina Maestre y Gregorio Medina Novoa y los acribillaron. Carrasquilla, que era el líder de la matanza, disparó su fusil y obligó a su compañero que lo secundara, bajo amenaza. José, el más joven, de 22 años, quien acababa de llegar de La Guajira, alcanzó a correr, herido en un brazo, pero se detuvo más adelante en la orilla de un jagüey , donde fue rematado.

Cumplida la matanza, los dos carabineros volvieron a pasar por el rancho de los Medina, como si nada hubiese pasado. Los muertos estuvieron sobre la vaca pelada bajo el sol hasta tarde en la noche, cuando llegó el Alcalde de San Jacinto a hacer la inspección, con ocho carabineros más. El campero que los llevó solo penetró hasta “Lo verán” y tuvieron que caminar por lo menos seis kilómetros hasta donde estaba la escena del crimen. Una vez levantados los cadáveres, estos fueron amarrados como leños en los lomos de unos caballos y llevados hasta el auto, que los transportó a San Jacinto, donde fueron sepultados. El cuero de la vaca sobre los cadáveres, era el mayor indicio de que eran cuatreros. Estigmatizados como delincuentes, fueron sepultados sin mayor gloria.

Toño Medina, dice que Carrasquilla no los remató a todos esa misma tarde porque la autoridad civil que los acompañó se lo impidió. Habían llegado con la espectacularidad de quien va a capturar a mafiosos del narcotráfico. Fueron los primeros falsos positivos de la región. Esta es parte de mi historia de reportero….dura en el propio patio. Con ella me enfrenté, años después en Sincelejo, a los falsos positivos del Gobierno a través de la Fuerza d Tarea Conjunta, que estremecieron el país, los que aún se siguen dando o se han transformados en otros hechos.

¿DE CÓMO AJUSTICIARON AL AGANTE CALLE?

Muchos años después del día que escuché los primeros disparos de la guerra en Frio de Perros- en 1973- conocí en Cartagena, a un sobrino de Jorge Méndez, quien se encargó de vengar las muertes atribuidas vox populi a la famosa dupla de agentes carabineros: Calle y Carrasquilla. Uno era cachaco y el otro de Turbaco, Bolívar.
El sobrino tenía doce años cuando se encontró con su tío, mientras caminaba por el centro del Carmen de Bolívar. A esa hora, el agente se dedicaba a beber cerveza y jugar billar en el sector del Mamón, en plena zona comercial, a dos cuadras de la iglesia.

– Vete para tu casa, que voy a matar al agente Calle, le ordenó.

El sobrino salió corriendo para su casa y apenas había puesto sus pies en el sardinel, cuando oyó los disparos.
Méndez llegó al billar en menos de tres minutos. El agente Calle jugaba con un amigo, bajo los aires de un disco de Enrique Díaz, y tenía su carabina recostada a la pared, revuelta con los tacos del billar.
Apenas asomó en la puerta, Méndez habló. Fue directo:

– ¡Calle, defiéndete, que vine a matarte!, gritó Jorge, con disposición a lo que fuera. Con sangre fría.

El agente Calle tiró el taco al que le untaba tiza azul para agarrar su carabina, pero estaba tan nervioso con la presencia de su verdugo, que no alcanzó a tomarla, porque se le cayó. Méndez sustrajo su revólver y con fría puntería le propinó los disparos suficientes para eliminarlo. Los sesos de Calle alcanzaron a salpicar los afiches sobre la pared.

La disputa familiar en el Carmen de Bolívar, que degeneró en guerras campales, había comenzado en una corraleja, en medio de las fiestas patronales, cuando un garrochero a caballo clavó su lanza a un amarrador de a pie. Esa misma tarde, los ofendidos esperaron al agresor a la salida de la corraleja, con la caída del sol. Dicen que la persecución se hizo en un jeep y que una vez lo alcanzaron le dieron muerte. Después de asesinarlo salvajemente, lo orinaron y le pusieron el freno del caballo en el que iba en la boca.
Allí se incrementó la violencia, pues la zona había sido víctima de la guerra de Los Mil Días, al comienzo del siglo veinte, cuando se dieron los primeros éxodos y se levantaron nuevos pueblos, como El Difícil, en el valle de Ariguani, Magdalena, poblado por San Jacinteros que huían de la violencia. Después fueron las revueltas por la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, que con excepción de Sincelejo, en cada puedo dejaron hechos de sangre.

Posteriormente, hacia 1970 empezaron las revueltas estudiantiles y nace una guerrilla precaria, con escopetas, que operaba por las noches y se mimetizaba con el campesinado en el día.

El Salado, corregimiento de El Carmen de Bolívar, epicentro de una masacre en el 2002, considerado el año del pico más alto de la guerra, había sido el punto de reunión para el surgimiento del movimiento Patria Libre. No se sabe si una cosa originó la otra, pero lo cierto es que las AUC, consideraron que al cometer la masacre, estaban “matando guerrilleros”, porque era usual que el Ejército pocas veces se encontrara con los guerrilleros, por lo que presumieron que estaban camuflados en la comunidad. Les venían mamando gallo, porque en la noche eran guerrilleros y en el día campesinos.

Allí empezó la guerra sucia, que dejó tanto muerte y dolor.
(Continuará)

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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