Por: Alfonso Hamburger.
El primer trago- de esos que dicen lavagallos- nos lo empujamos en Sincelejo, el segundo en Sampues y el tercero en la Ceja del Mango. Si seguíamos así, llegaríamos al Roble ajumados y hablando más de la cuenta. El más preocupado por la rapidez de las servidas, de puro wiski Buchanan, que Pedro Pérez Flores repartiría con rigor de relojero, era Don Alfonso Romero, hombre de palabra sabia, quien se había abstenido de tomarse el suyo, aduciendo de que era muy temprano. Apenas el reloj marcaba las 11 de la mañana de un domingo radiante de septiembre moribundo, con un sol ambiguo, cuando entrabamos en Sampues, pueblo artesanal con calles reventadas que nos llevaron a un callejón sin salida en la búsqueda de la carretera. Pedro Pérez, que llevaba la misión de servir el trago, me había pedido en Sincelejo, que me ubicara mejor, porque le falta el ojo derecho y para mirar hacia ese lado, tiene que girar la cabeza casi 180 grados. Además, hay gente que le gusta ver y escuchar y que lo escuchen con los ojos. Íbamos parejos, adelante un conductor adusto y adulto, de manejo preventivo y suave y a su derecha, el jefe de la misión: Don Oswaldo Vergara Vergara, el hijo más destacado de El Roble, uno de los municipios más nuevos de Sucre y al que algunos hachazos políticos tuvieron a punto de echar al traste. Detrás del chofer, en la segunda fila, iba Pérez sin soltar la botella, yo al centro estrenando radio, y a mi derecha, Gabriel Rosales Fernández, de 85 años bien conservados, hombre de abolengos finos y lleno de historias rancias. Y atrás, en los dos puestos emergentes, al que dicen de los músicos, Alfonso Romero y otro adulto mayor que iba callado y engafado. Aun desconozco su nombre, porque apenas e reía.
La carretera a San Luis, para empalmar con la manga que nos llevaría al pueblo del Roble, es el reflejo de un Sucre incansablemente expoliado y explotado por una clase política inepta y corrupta. Los lodazales y los trechos malos, no se compadecen con los avisos políticos de los mismos de siempre, que sin vergüenza, aparecen riéndose de sus maldades en los afiches bajo sol y sereno. Hasta Sampues nos habíamos tomado un lavagallos y contado varios chistes. Los favoritos, hasta la Ceja del Mango, fueron los que tienen que ver con afeminados y maricas. Cada quien lanzó el suyo y yo no me podía quedar por detrás. Oswaldo refirió el del padre que quiso convencerse de que su hijo no era marica como le habían insinuado y una noche en una parranda se dedicó a observarlo a ver cómo caminaba, cómo se empinaba el trago y cómo se expresaba. No le había notado nada raro, hasta que lo siguió en puntillas hasta el baño.
- ¡Ajá papá y tú para qué me sigues al baño? Preguntó el aturdido muchacho.
- ¡Nada, hijo, estoy viendo a ver si vas a orinar agachado, porque esta noche te levanto a planazos!
Pedro Pérez, que narra con una grafía exquisita, refirió el del padre que le pidió a su hijo adolescente que le dijera el número 33. El joven, no dijo 33, sino que empezó a contar desde el número uno, pero con una cadencia de cacorro, que no le dejó duda.
Yo, les narré, antes de embocar hacia El Roble, cuando transitábamos a través de un paisaje avasallante, uno de la propia cosecha. Real. Les conté que en alguna ocasión acompañé a un candidato a una corporación pública en un proyecto periodístico, donde me sentía como mosca en lácteo, porque mis notas eran muy culturales y no creía en esa candidatura. Cierta tarde, el candidato, que ya sobrepasaba los 35 años y no se le conocía mujer, me invitó a que lo acompañara en su camioneta climatizada a hacer unas tomas para un comercial de televisión, en la Avenida Las Peñitas. El camarógrafo se bajó a hacer la respectiva toma en el lugar bajo una temperatura de 40 grados, y mientras trabajaba, el candidato y yo quedamos disfrutando el aire acondicionado en el interior de la camioneta. Me sentía extraño, como si estuviera en el lugar equivocado. En realidad el tipo no me generaba confianza. Hubo un silencio largo, al final del cual le pregunté, como para romper el hielo.
- Aja, candidato, y si usted gana la posición quien va a ser la primera dama?
El candidato bajó el volumen del radio y visiblemente contrariado, respondió con una pregunta y una acusación:
- ¿Y quién va a ser? ¡Tú no andas diciendo que yo soy marica!
Entonces el sorprendido fui yo. No esperaba esa reacción. Me puse colorado de la pena, pero como soy sincero y en realidad yo había dicho eso a alguien que era muy allegado suyo para que se lo afrentara, le respondí:
- ¡Yo no digo, doctor, dicen!
Después de esa confesión, volvió el silencio, el camarógrafo regresó al rato, se montó y seguimos sin hablar, hasta la oficina del noticiero. Era viernes, de modo que el lunes, cuando llegué a mis tareas de reportero, la secretaria me informó que el gerente y candidato, quería que fuera a su oficina. Estaba a todas sus anchas, en un inmenso escritorio, con aire acondicionado, en una oficina amoblada al buen gusto y con cortinajes finos. Al fin y al cabo, un jefe oscuro le había dado buena plata y en vez de invertir en elementos para los periodistas, se había mandado a construir una oficina como para gerenciar a RCN y no a un noticiero de provincia.
- Diga, patrón, le saludé con amabilidad fingida, una vez entré a aquella oficina ostentosa e ineficaz.
El candidato se acomodó en su silla reclinable, hizo una pausa, mientras escribía dibujos en un papel. Hubo un silencio tan largo como el del viernes, antes de mi ingenua pregunta. Entonces habló, muy diplomático:
-Mira, Alfonso, he venido observando que tus notas son muy culturales y este es un noticiero de choque, queremos que las noticias emanen sangre y así no nos sirves. Nosotros vamos a abrir un magazín cultural y queremos que tú lo dirijas, entonces te estaremos llamando.
El tipo alargó su mano ancha- ni señas de las manos de un cacorro- que se desprendía de un brazo acorde a su estatura. Media casi dos metros!
Yo le dije, con mucha firmeza, “gracias, patrón, estaré esperando”.
Di media vuelta y me fui por la calle, sintiendo una fregantina en mi corazón. El tipo me había despedido de la manera más diplomática, porque el tan anunciado magazín jamás se hizo. Fue la única vez que me despidieron de un trabajo y lo hizo un marica atrevido, que después hasta alcanzó a casarse.
En esas llegamos a la Ceja del Mango, donde se detuvo el campero, para empujarnos el tercero y a serenar las carcajadas. Fue allí donde Alfonso Romero no aguantó la sequía y se empujó el primero.
II
Los chistes, muchos de la vida real, no cesaron a través de un camino destapado, de barro colorado, de puentes inconclusos y sin barandas, sobre una manga que tenía ganado de lado y lado. Los parranderos recordaron un paraje a la izquierda, donde habían estado un mes antes.
- Allí nos comimos un carnero para doce personas. Eso sí fue achicharse de comida y ron- dijo Pedro, festejando aquella hartura, mientras empezaba una nueva tanda.
El Roble se abre en el camino poco después de la anécdota de los carneros. Lo primero es la corraleja redonda y pequeña, en medio de la abigarrada publicidad proselitista. Con los avisos que pululan por doquier nos señalan que aquí todos son Vergara. Los Vergara se han turnado el poder desde que a Eudaldo Tito Díaz (QEPD), se le dio por elevar el otrora corregimiento a la categoría del Municipio Numero 25 de Sucre. No fue fácil, porque la Ley tenia vacíos y fue necesario una pugna ardiente del proponente. Después su primer alcalde, fue asesinado.
III
De primera vista observé que la colorida hamaca que enlazaba el kiosco de esquina a esquina no era original, pero me coqueteaba en medio del sueño, de modo que me le lancé de una en medio de los chistes, que esta vez eran anécdotas de la guerra. Pérez narró el caso de su hermano Marcos, que hizo un préstamo para maquinaria agrícola llevando una desgranadora a la región de La Almagra, zona caliente de Ovejas. La máquina realizaba el trabajo de diez hombres sin necesidad de pagarles seguro ni riesgos profesionales y era más alentadas que las habituales. Una mañana se le presentó una cuadrilla de la guerrilla para extorsionarlo, porque estaba quitándole el trabajo a la gente. A duras penas alcanzó a sacar la desgranadora. En un bajo quedaron los dientes del rastrillo y el arado encajaos en la tierra, que ferozmente los fue llenando de maleza cubierto de óxido. Un día de estos iremos a comprobar el lugar donde está clavado, si es que aun existe.
El café que nos trajo la diligente mujer del servicio no me reveló la suerte. Ni un solo número, de modo que me atrapó el sueño y me dejé mecer en la hamaca de fábrica, mientras mis compañeros de aventura seguían festejando.
Por motivo del verano, que se anuncia bravo y extendido, los toros de Sincé se fundieron. Varios murieron bajo las ardientes temperaturas que superaban los cuarenta grados, de modo que las corralejas debían comenzar a las cuatro de la tarde para coger la frescura del declinante sol. Nos levantamos, nos echamos la manta al hombro y caminamos a la plaza. A esas horas la casa ya estaba vacía. Solo quedábamos los visitantes, porque las hermosas mujeres que nos miraban desde el ajetreo cotidiano, que pasaban de aquí para allá y de allá para acá con sus ojos expectantes- las mujeres de estos pueblos se interesan en los forasteros para variar sus gustos- ya no estaban. Todos en el pueblo, a esa hora, caminaban al entablado. La mayoría iban a pie, vestidos como vaqueros, con sombrero, jean, botas o abarcas, ponchos y mucho entusiasmo. Iban en motos, en carro, a caballo. La plaza estaba llena en sus alrededores de llaneras, restaurantes recién parapetados y una abigarrada artesanía popular. Sombreros, ponchos, mochilas y mucho calor. La mujer poblana es bella, son blancas, caderonas y miran de frente. No son orilleras. Caminan con garbo por el centro de la calle. Los blancos parecen castigados por el trópico y se pertrechan en las empalizadas que hacen de cantina, con una cerveza en la mano. El redondel de la corraleja, construido en vieja madera y techado por un zinc antiguo súper perforado por el uso y el abuso, no parece alcanzar para el chorro de gente que ha dejado sus casas solas atraídas por estos parapetos. Se va conformando un cuello de botella que nos lleva hasta dos hombres bruscos que ejercen el control en forma altanera:
- ¡Boleta en mano culo en tierra!
El tumulto empuja. No hay filas de hombres y mujeres, todos trepamos por una rampa de madera que cruje con el sol. La gente se va acomodando según el nivel de los rayos. De este lado pega de frente y hay claros. Al frente, poniente del astro rey, ya los tendidos están completos. Aún quedan claros al lado de la banda de Rabolargo, donde nos sentamos, al sur-este botella en mano para seguir la jarana. El profesor Oswaldo se siente extraño. Sabe que algo le falta a la banda. El nombre no parece cuadrar con el sonido del primer porro. Llama a uno de los músicos, el hombre magro y alto, que tiene una trompeta en la mano- funge de director- y le pide algunos clásicos. El hombre accede. Y es allí donde el profesor entra en cólera. La banda no es la original, aunque todos son de Rabolargo, los auténticos se quedaron en casa. Simplemente usan la franquicia para rebuscarse, cobran más barato y causan gran daño al mercado bandistico. Mientras el conjunto vallenato que amenizará la caseta de la noche se llevará 40 millones de pesos, estas bandas, solo cobran tres millones. El profesor Vergara se ha puesto más colorado de lo que es y a esa hora sale, abriéndose paso entre las gradas, cuando ya no cabe una razón de boca, para indagar si la banda que está al frente, la que tiene uniforme rojo, es original.
Ya estamos súper acomodados en los 40 grados del palco. El último claro de las bancas más bajas, lo completa una sola familia. La pareja joven que se acomoda, llega acompañada de varios adultos, dos bellas adolescentes blancas y una indígena bella con un niño de brazos. El menor hermoso, sano, tenía un sombrero zenù, jean, camisa de cuadros, abarcas tres puntadas y bailaba el fandango. Mientras salía el primer disfraz- una motocicleta con una carabela de vaca embistiendo a los espontáneos- se durmió.
El profesor iría por la mitad de su camino, cuando salió el primero de la tarde. Hubo revuelo en los palcos y movimiento en la corraleja, abajo del redondel. Se trataba de un berrendo altanero. Los porros rastrillaron ya en la tarde alta. El animal partió la plaza en mil pedazos y los espontáneos buscaron afanosamente las varetas. El muñeco estalló en sus cuernos. El bravío siguió limpiando la corraleja en su veloz embestida sobre el costado izquierdo desde nuestra perspectiva, pero eso no impidió que “El mudo” un elegante banderillero de a pie pusiera dos clavos en su morrillo. Pronto, aparecieron los amaradores de a pie, lazo en mano, para quitarle velocidad y protegerlo. Estos astados rejugados, son una mina para los comercializadores de la fiesta brava, quienes los cuidan y los llevan de plaza en plaza como trofeos de muerte. El toro amarrado es mucho más peligroso, en el que no se puede confiar, porque es como una culebra herida. Pensaba en ello, cuando un joven le hizo una maroma, pero sus pies no fueron tan veloces como el ímpetu del toro, que alcanzó a engancharlo por la verija. El joven de suéter verde dio varias volteretas y el toro no lo remató porque el canto alcanzó su máximo estiramiento y las manos de los vaqueros le impidieron mayor holgura. El joven tocó con la yema de sus dedos sus partes nobles. Hubo sangre en la arena y en la punta de sus dedos. Por sus propios pies logró alcanzar la valla y salir, mientras tras él una turba morbosa trataba de esculcar en su herida. Mi posición en el último peldaño del palco, me permite mirar las pajas aledañas, una nueva construcción oficial y la calle de tierra, por donde cuatro voluntarios llevan al herido, para ser atendido en uno de los puestos de la Defensa Civil.
Las muchachas bellas se relajan un poco y hacen caricias al niño que duerme. Su madre le acomoda el sombrero a punto de caerse.
El segundo de la tarde, negro con manchas blancas, barreteado, es inmenso y feroz. Cuando se abren las compuertas del toril, sale con el rabo erguido, limpiando el redondel de patos. Es un toro demasiado grande para su rapidez y sus cuernos de orqueta abierta, lo elevan a la altura de quienes tratan de refugiarse en los alares de los palcos. El animal se ha acomodado en una esquina, donde resopla y escarba en desafío temerario. De allí mira a todos lados y como si tuviera ojos en el morrillo, alza la cabeza, rebuscando con sus cuernos a los racimos de muchachos que resisten enganchados en las varetas. Le tiran un trapo para distraerlo de su intensión, primero lo pisa y después lo huele como si fuera gente. El toro parece saber cómo gente, es un perro de presa. ¡No come e engaño! Ya se sabe las maromas de tantas plazas!
- Es un gran barraquete, dice Rosales, quien insiste en narrarme lo que estoy viendo.
Yo solo no alcanzo a grabar en mi mente tantas emociones. La corraleja es un acto veloz, endiablado, maravillosamente feroz. Una sola persona no puede mirar la corraleja, se necesita que alguien le ayude a mirarla. Es muy rápida y fugaz. No llevo libreta de apuntes ni lápiz para dibujarla y mi mente apenas simula un editor que trata de ahogarse en medio de los porros y la bulla de la gente. Ahora un grupo de elegantes garrocheros le meten velocidad a la escena cayéndole en chagua al tercero de la tarde, que ya causó el segundo herido, es una suerte arriesgada que implica mucha destreza, en el manejo del caballo y en mantenerse equilibrado entre el astado y las varetas, porque el negro bragado va pegado a la estrechez de la corraleja pequeña. Ya van tres días de fiesta buena y cuatro caballos muertos. Y yo trato de rescatar en el naufragio de mi mente volátil, de hacer un registro que no alcanzo. Me alejo de Rosales para concentrarme en ese aluvión de emosiones y emociones y poder narrar después, en caliente. Y como Leandro el ciego, he tenido que pensar y volver a recrear escena por escena, porque soy un cronista que escribe solo si logra pensar.
En el barullo de los tendidos, que en se convierte la corraleja llena, aparece el profesor Oswaldo. Ya van cuatro toros jugados, rejugados, parejos, preparados para matar, tres heridos, varios aporreados, otro inédito al que nadie manteó, el bello niño abrió los ojos y bailó su porro. De seguro será un gran parrandero, porque lleva la banda en su sangre y en su sueño.
El profesor se quita la cachucha, se abanica y habla.
- Aquella banda si es la original, está completa, dice, satisfecho.
Se dio el trabajo, el profesor, en Rehender gente para atravesar los palcos y escudriñar en los músicos vestidos de rojo, uniformes, que le complacieron con sus mejores porros. Vergara tiene 23 años de estar trabajando en el rescate del folclor y su programa radial de Unisucre es la trinchera donde se defiende la música de banda.
El niño ahora es la atracción de las miradas, la corraleja sigue su veloz y él ha despertado totalmente. Sus ojos oceánicos miran con inteligencia y me miran como viejo zorro. Su madre vuelve a acariciarlo.
El toro abajo, en el ruedo, sigue causando estragos. Esta vez es un negro bragado, casi azul, que embistió al cuarto muchacho, que lleva las tripas en sus manos. A diferencia del caballo el muchacho tiene manos y se protege. Piensa y habla. El caballo simplemente pisa sus vísceras una vez herido y camina sobre su propio despojo. Al ver la barbarie, el poeta Pedro Pérez deja de servir el trago y amenaza con abandonar la corraleja. La detesta. Está que se va en vómitos. A duras penas lo aguantan, porque ya ha caído la noche, prenden las luces amarillas, precarias, parapetadas en las esquinas, el color del circo cambia, el toro sigue barriendo la plaza como una sombra veloz. He perdido la cuenta de los toros, de los heridos, de las maromas y casi de todo, entonces empezamos a abandonar los palcos. Se repite el mismo cuello de botella. Al bajar nos contamos y hace falta Rosales, perdido en el tumulto. Al fin aparece, entonces me pierdo yo. He seguido la cadera de una bella mujer y me le pego como garrochero, hasta que me veo solo. Mis compañeros han desaparecido en la sombrea de la noche, en medio de la confusión de la música de las cantinas.
Por dármelas de conquistador me gané tremendo susto y retrasé la delegación en más de media hora. Traté de llegar al punto donde esperábamos a Rosales y todo era confusión. No hallaba el callejón de tierra tejido de árboles, donde abrimos un cupo a los transeúntes corronchos que avanzan sin percatarse del automóvil, solo buscaban la bulla de la corraleja. Ahora solo veía cantinas repletas de bebedores amorfos que disfrutaban la jarana, cantinas tiradas al ojo, improvisadas como las mismas entabladas, que ponen y levantan cual la carpa de un circo. No encontraba un solo conocido. Compré unas galletas para orientarme y mientras compraba le pregunté al vendedor qué debía hacer para desvararme. Tenía que recorrer un tramo y llegar a otra esquina amorfa, donde podía salir algún vehículo. Nada. Paré una moto taxista que me pidió quince mil pesos para llevarme entre tremenda oscurana hasta Sampues. Serian 45 minutos de peligros, de incomodidad. Estaba buscándole defecto al viaje, cuando alguien me tocó el hombro. Ere el conductor de Oswaldo Vergara. El grupo había montado un bloque de búsqueda para no dejarme abandonado. En el vehículo seguía la tanda de cuentos y anécdotas.
Regresamos a Sincelejo con el sabor del Caribe Sabanero, en medio de la magia, atrás quedaba El Roble en corralejas. Mañana era el último día.
(Próxima entrega. Presidente Uribe, a mí me van a matar!)