Un banco de leche materna al natural

Del conflicto al posconflicto:

– Una lección de nutrición y comportamiento, para formar hombres éticos y comprometidos con una mejor sociedad.

Por: Alfonso Hamburger

Esta es una crónica poco ética, pero es verdad. Me la contó mi hermano Nelson, hoy pastor cristiano, arrepentido y ceremonioso, después de haber sido un terrible mujeriego y un consumado parrandero, cuya alma festiva se le salía por todos los poros, hasta que conoció la palabra sagrada. Aun es alegre, pero de otra manera.

Su cambio fue vertiginoso cuando supo su verdad, entonces no quiso que otra familia repitiera sus malos ejemplos, por esparpajo de algunos antepasados que le legaron costumbres machistas. Después de vencer el hechizo de una mojana que lo deslumbró, buscó el camino espiritual y ahora es consejero de familia.

A él lo salvó la leche que le suministraban las vecinas cuando mamá nos dejaba para irse al trabajo ( cuando no se hablaba de bancos de leche), la formación católica y la fe en un ser superior, ya cuando lo material deja de ser el eje de la existencia. Mi madre era una abnegada líder social, entregada a la comunidad y maestra suprema, que dejaba sus hijos en mano de sus vecinas, para atender a los hijos que le había regalado la sociedad, como maestra de la Escuela Rural de Bajo Grande, en el Municipio de San Jacinto, vereda que fue borrada del mapa por la guerrilla y los paramilitares, poco después que salimos. Y también por el Gobierno. En esa zona de cascajos estuvo el único pueblo que después de quemado fue cepillado por buldóceres y sus cercas amontonadas para la hoguera.

(Escuchar entrevista relacionada del mismo autor, LA INOCENCIA EN MEDIO DE LA GUERRA: https://soundcloud.com/alfonso-ramon-hamburger-fernandez

Mi padre es un hombre guapo, pero montuno, que nos terminó de criar con un prostíbulo y una tienda, donde se chanceaba con las mujeres que iban a comprar café y panela (las pellizcaba y ellas se dejaban) y negociaba las hembras del prostíbulo en presencia de sus hijos menores. Nelson, el pastor, cree que salió mujeriego y parrandero su padre, porque lo vio como un modelo de macho y quiso ser su par, una vez que lo vio como regateaba el precio de Rebeca, la más atractiva de sus prostitutas. De modo, que una vez se inició en el amor, se fue por el mundo violando flagrantemente el sexto mandamiento. Y el padre, criado en un ambiente rural, machista, donde el abuelo también era una especie de padrote, no tenía la culpa, pues no había visto otra cosa. De modo que Virginia, nuestra madre, que había estudiado hasta quinto de primaria, pero que se formaba con el bachillerato por radio y hacía cursos de Incadelma, tenía otra visión y nos fue salvando. Aunque crecimos sanos, jamás se midió el grado de nutrición o desnutrición de aquel pueblo fantasma que un día volvió a ser forrado por el sucio y en el que el bisabuelo había hachado árboles centenarios para parar las primeras casas. Hasta las propias estadísticas de víctimas, quedaron al antojo de las entidades, que casi nunca se pusieron de acuerdo sobre el número de desplazados. Lo único exacto siempre fue el número de casas, 92, y una iglesia de piedra y barro, construida por un cura español que se emborrachaba con la comunidad y montaba una yegua tordilla en pelo.

(ARTICULO RELACIONADO http://www.eluniversal.com.co/opinion/columna/tierra-de-placeres-y-sugestiones-7201)

Y Nelson cree, que también se volvió mujeriego, porque amamantó de la leche de por lo menos cinco vecinas, que habían estado en competencia con mi madre a ver cuál de ellas paría el niño más hermoso. Y de primero.

– Mi madre ganó aquella competencia, porque yo nací el 11, Pochilo Maestre el 12, Silfredo Moish el 13 y Lucila la de Korina el 14, dice mi hermano, recordando aquella feria de leche materna.
Ahora en que no dicen desplazados sino personas en situación de desplazamientos y a los ciegos limitados visuales, a aquella feria la llaman banco de leche.

Y como mamá se iba a dictar sus clases, Nelson quedaba en manos de aquellas vecinas prodigiosas, que se peleaban la posibilidad de dar sus senos al bebé, de modo que creció robusto, paseado de brazo en brazo, no en la guerra de los Mil Días (donde había peleado el bisabuelo), sino en la abundancia de esos años, que lo dejaron preparado para lo que viniera. Estoy casi seguro de que no existía aun el refinado lenguaje de Cero a Siempre o de los mil días de lactancia infantil, pero las madres tenían su instinto y creían en la Cuarentena. Se cuidaban. En esos primeros días no movían una paja ni eran capaces de abrir la nevera de gas, so pena de quedar paralíticas. Así pasó con el resto- éramos ocho- todos paridos en una hamaca, porque mamá hacia mala barriga y tenían que sacarla de urgencia en la ambulancia de tela en aquellas épocas en que la vaca había derramado el tinajón del agua. No había caminos de penetración, luz eléctrica ni agua potable, pero la leche de las vecinas y de mamá nos protegió. Todos estábamos preparados para la guerra que nos sacó de Bajo Grande en 1974.

La leche de vaca, que tomábamos directamente del balde, aun tibia y espumosa, se sumaba a la alimentación sin contaminación, porque no se usaban agroquímicos. Apenas entraban las matamalezas, que mi padre aplicaba a las zarzas patas de grillo, poniéndose botas de caucho y guantes, con bombas de espalda.

Nelson se arriesgó a contar la historia porque está casi seguro de que esta puede ser la crónica de todas las familias del Caribe, donde los hombres se iban para la guerra o para la parranda, conscientes de que las mujeres paren todos los días. Los controles para el sobrepeso lo ejercían las propias carencias, porque tomarse una gaseosa era un lujo, especialmente las naranjadas. Cierto día, como mi madre era la que recetaba amparada en un vademécum, se presentó la hija de Luis Reales, un vecino cercano y le hizo la siguiente consulta:

– Seño Viña, Luisa tiene fiebre, ya se tragó un Mejoral y mi papá le manda a preguntar que si se puede tomar una gaseosa.

Y la seño Viña, que tenía sentido del humor, se movió teatralmente para advertirle:

– ¡Cuidado, porque se pasma!

Los cuidados eran extremos. Había una sola nevera de gas en el pueblo y nadie podía abrirla si llegaba sofocado. Tampoco se recomendaba leer mientras se comía, porque podía producírsele una congestión. El supremo y delicado acto de leer, era un esfuerzo considerado, que no era para todo el mundo, en un pueblo analfabeta, por ello cuando Nelson leyó a los siete años, ganó fama regional. ¡Era un niño genio!

Por el acto de aprender a leer tan pronto, fue premiado con media naranjada, la gaseosa preferida. Y como quedó picado, lanzó una expresión que se le convirtió en un reto.

– ¡Cuando sea grande voy a trabajar bastante para comprarme una gaseosa para mi solito!

Pero más que una alimentación que nadie medía, y no se sabía si había desnutrición crónica o no, en un pueblo que duró cien años sin una sola muerte violenta, donde la muerte de un niño era todo un acontecimiento y se le hacía una sola noche de velorio, los enemigos y las batallas eran más que todo espirituales. ¡Eran felices porque ignoraban casi todo!

Sufrían de ataques espirituales, y le temían mas a una escasez de yuca, por que si los niños se torcían de las lombrices o sufrían de mal de ojos, tenían sus propias contras de siete yerbas fermentadas en ron ñeque y sus rezos efectivos. El abuelo rezaba contra el gusano cachón que asolaba los tabacales, ponía una oración en todas las esquinas, menos en una, por donde se iban las serpientes. Las que no lograban salir, quedaban bobas y sin capacidad de ataque.

Había llegado a la familia, proveniente de Bogotá, una contaminación que hoy invade la juventud, el juego del lápiz y la tabla ouija, para invocar los espíritus y eso nos pudo haber contaminado, abriendo un boquete a otros demonios. En un pueblo sin luz y sin centros de diversión, el juego con la tabla ouija era como una Tablet de hoy, que nos ayudaba a encontrar objetos perdidos, como el trompo o la bola de uña, refiere el pastor.

La situación afectaba a cada uno de los hijos de maneras distintas. Nelson era asquiento. Le había tomado fobia a Ana Lucia, la anciana contratada para atender la cocina de la familia y a una cuadrilla de jornaleros que nunca faltaba, porque al prostíbulo, la tienda, la ganadería a pequeña escala, el transporte y la compra y venta de tabaco en rama, el jefe del hogar le había entronizado una variedad de negocios. La cocinera no tenía dientes. Le quedaban apenas unos troncos podridos y el hedor a mascada de tabaco, cuando abría la boca, quizás adrede, al momento de servir la comida, le quitaban el hambre.

-Santo remedio, yo no comía, dice Nelson.

No comía, pero se quedaba callado, lo que lo fue transformando en un niño de mal pelaje, delgado y huesudo. De modo, que en 1974, cuando debieron salir de la vereda rumbo a San Jacinto, a lomo de burro, vio sus bracitos delgados, como vástagos de yuca nueva y le dieron ganas de llorar.

Ana Lucia le había hecho la guerra, porque sabía que el niño no la quería. Sus vestidos andrajosos y sus dientes podridos, lo hacían vomitar. No se hablaba de leyes que protegieran a la niñez, pero aun así, todos lograban levantarse, siendo la guerra que estaba por llegar, la más grande amenaza.

Nelson se comparaba, a los quince años, con el novio de su hermana menor y le daba vergüenza, porque éste ya era, a su misma edad, un hombre robusto que manejaba una camioneta Ford, mientras él era un bebé. ¿Estaba desnutrido crónicamente? Más tarde comprobaría que no, porque en los estudios fue sobresaliente. Y en la altanería de conquistar a cuanta mujer se le atravesara, aunque fuese un palo de escoba con faldas, le seguía los pasos al padre.

Hoy está consciente de haberse salvado y de haber superado sus problemas de nutrición, porque la leche materna de sus vecinas amorosas y de su madre (El banco de leche), lo habían resguardado hacia el futuro, pero que a la vez había abierto una puerta a la malignidad del Diablo y ese espíritu mujeriego que se le impregnó una vez se hizo un hombre. Quería crecer rápido para poner en práctica la escena de su padre negociando la mejor mujer del prostíbulo.

Y después, aquella mente, era motivada por los vallenatos que empezaron a inundar sus mentes: “Bonita es la vida cuando uno está muchacho y cuando uno está muchacho quiere crecer ligero”. Había un vallenato machista para cada parranda y para cada mujer. La mujer mejor, era la mujer conforme.

Conformada su familia, una de sus hijas, aunque parezca mentira, atravesaba las paredes y su hogar se desintegraba, antes de aceptar a Jesucristo en su vida, como única verdad. Hoy es un hombre salvado, cuya experiencia, es una pócima de sabiduría, digna de conocer. Puede ser la historia de todos.

Cree que no solo es importante suministrar leche materna a los hijos y buena nutrición en general, sino comportarse ante ellos con elementos éticos, porque los niños son como una esponja, que toman ejemplos y adoptan comportamientos, que como la misma guerra, llegan a parecer naturales. Su vida es una novela y cree que gran parte de ella, se cimentó desde su infancia.

II

– ¡Niños, coman para morir hartos!

Fue el abuelo Albertico, quien lanzó la expresión, antes de montarse en el burro y viajar para San Jacinto. Prefería irse por la tarde, porque así llegaba primero que aquel que incluso madrugara al siguiente día. Siempre regaban que se iba a acabar el mundo, conscientes de que se acababa para el que se moría. Siendo analfabeta, como Andrés Landero, siempre sacaba a relucir frases sabias, como aquello de que Roma era la ciudad Luz y “comed y bebed, que mañana moriréis”. Aunque analfabetas, ponían atención para repetir cosas del mundo moderno y con ella hacer sus versos en las parrandas.

Por estas comunidades agrarias, se vivía para comer. Estar gordos no era señal de estar enfermos, sino sanos. Y ser flaco, era sinónimo de mala situación.

– ¡Coman, niños, que parecen unos carraos!

Gritaba el viejo, celoso de que los niños no anduvieran pies descalzos bajo el sol, que afuera tostaba las piedras.

No había en la comunidad de Los Montes de María niños obesos, tampoco niñas como las del Carmen de Bolívar, que se desmayan en los colegios, después de años de violencia, lo que generó grandes debates. Llegaron a tejer argumentos diversos, como la autosugestión, el teatro o la psicosis del posconflicto.

Algunos psicólogos consideran que la obesidad en ciertos niños obedece a una desatención de los padres. Al sentirse solos, incomprendidos, ansiosos, se aferran a la comida.

Muy cerca del Carmen de Bolívar y San Jacinto, iba a surgir un gordo famoso, maquiavélico, que terminaría en la cárcel: Álvaro García Romero. Había nacido en la riqueza, descendiente de una familia interiorana con ancestros españoles. Su padre era el dueño de Tabacos Bolívar, una compañía que compraba casi todo el tabaco negro de la región, que era procesado y exportado.

Precoz para casi todas las cosas, el niño solía aliarse con las desvaritadoras y alisadoras del tabaco o con los peones de su padre. Las travesuras del niño terminaban con encerramientos en la segunda planta de la casa, que tenía un corredor colonial volado a la calle. Era entonces cuando el niño aprovechaba para hacer sus maldades. Tomaba una olla, le amarraba una pita, la hilaba, y en ella los vendedores que tejían las calles le enviaban el pastel, el bollo limpio, el queso, la panelita de coco y todos los manjares del pueblo. No solo engordó, sino que se fue adiestrando en las maneras para ya, siendo adulto, armar y desarmar el ajedrez político de Sucre. Se convirtió un malabarista político, que aun en la cárcel, siguió manejando la política regional.

Más que la adecuada alimentación, tanto a mi hermano Nelson, como a García Romero, fue la actitud de los padres, lo que los pudo haber afectado en sus vidas adultas. Son hipótesis que estarían por comprobarse, en medio de un Estado que firma todos los protocolos para atender a la niñez pro que es paquidermo en actualizar la información de su propio futuro: los niños. La misma situación de las niñas del Carmen de Bolívar, es especulativa.

Por eso, ante la crisis que han vivido más de 700 niñas de esta zona, con edades entre 9 y 16 años, inyectadas con las vacunas contra el Papiloma Humano, la situación es mucho más compleja, donde la desnutrición infantil propiciada por un conflicto prolongado que produjo miseria y que en la región fue primero que en otras partes por las guerras familiares, más otras situaciones propias del posconflicto, ameritan un trato más profesional, que no soluciona una sola crónica. Sin embargo, una sola historia, como la de Nelson, puede ser la historia de todos.

Ahora Nelson recuerda a su padre como un hombre amoroso, que se desvivía por sus hijos. Se levantaba de noche, foco de baterías en mano e iba a revisarlos uno por uno para resguardarlos del frío o de los mosquitos, los cuidaba del sol y de las espinas, pero que en otras actitudes pudo haberse descuidado.

El pastor cree, finalmente, que en el Caribe pueda que se descuide la alimentación por la fiesta, máxime cuando en el pasado premio a la mejor crónica del carnaval de Barranquilla, el trabajo ganador es una abierta apología a la alimentación basura, cuando el periodista plantea que el niño barranquillero baila súper bien porque se toma toda la Coca cola.

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