Nelson Hamburger Herrera, camina a sus 89 años, al frente de su casa en Bajo Grande.
Un muerto en el corredor de la mata de Parra.
Por Alfonso Hamburger
La noticia la llevó José David al mediodía, cuando regresaba del colegio. Eran las doce y media de aquella tarde trágica.
– Abuelo, el señor que viene a visitarlo acaba de morir, le dijo a mi papá.
El abuelo se asomó en la puerta e hiló su mirada a través de la calle de Las Flores y vio efectivamente como la gente corría y se aglomeraba en la esquina de los Viana Narváez, tres cuadras más arriba. Su amigo Joaquín Guette, el de la cabecita blanca y zapatos relumbrantes, vivía en ese callejoncito, una casa después de la esquina, a la izquierda. Un imprevisto ataque al corazón se lo llevó de plano, cuando aún estaba duro y parlanchín. Parlanchín por decir, porque hablaba bajito, quizás en susurros, como economizando las palabras. No parecía un Caribe como tal, vestía de blanco, quizás haciendo alusión a su cabecita de intelectual reservado.
Fue inevitable recordar a Carlos Guette, su pariente más famoso, quien también había muerto muchos años antes, cuando empujaba un carro varado en la puerta de su casa, recién almorzado. Las muertes casi coincidían, en el mismo sector, a sòlo una cuadra una de la otra, pero con muchos años de distancia. Carlos había dejado una gigante herencia en hectáreas de tierra y ganado, para los lados del Siete, después de Bajo Grande.
Joaquín, su sobrino, era jubilado del Gobierno y llevaba una vida digna, paseando aquel apellido de prestigio y consciente de haberle dado el mejor uso a su parte de aquella gigante herencia. Cuando parrandeaba con Andrés Landero, se daba el lujo de meterle- mientras el juglar exprimía su acordeón en el pecho- billetes de a quinientos pesos en el bolsillo de la camisa, que eran los de más alta denominación.
Al muerto reciente, se acordó mi padre, mientras veía la gente correr al lugar del acontecimiento, que lo había conocido en circunstancias nada agradables. Joaquín era mujeriego y parrandero distinguido, vestía completamente de blanco, lo que le hacía gala a un pelo blanco brillante de nacimiento, como sus ojos relucientes y vivos. Y sus zapatos siembre brillaban como un espejo. Un pañuelo y perfume, acompañaban a aquel personaje, que al principio le había hecho costado trabajo y ahora no sabía cómo se había convertido en su mejor amigo, aquel con el que tertuliaba diariamente, en horarios de oficina no pactados, pero respetados y marcados por la llegada del almuerzo, porque cuando Joaquín olía o sentía el espumarajo del caldo en la cocina, se levantaba y se iba. Sentía el olor a comida y escuchaba el canto de la candela, que eran un reflejo condicionado. No le prestó mucha atención a su herencia, porque pronto gran parte de las siete mil hectáreas que había dejado su pariente en el Siete se enmontaron y el ganado se volvió cimarrón. Vendía las novillas al ojo, sin necesidad de ir a verlas. Un día le prometió dos de ellas a mi padre, quien ni corto ni perezoso le pagó por adelantado. El día que mi padre fue a buscar las novillas solo rescató una, porque la misma oferta la había hecho a un hombre del Carmen. Cada uno de los compradores rescató una. Las vendió dos veces, pero después arreglaron el asunto, que se había pactado de palabra y en medios de algunos rones, como era antes.
La gente seguía pasando para el velorio y mi padre aún no recordaba si le había devuelto la plata o no. Lo cierto era que Joaquín era buen hablador y con él se entretenía, en tertulias que se iniciaban poco después del desayuno y se acababan cuando el olor del sancocho se convertía en una campanada que nadie escuchaba, pero que pegaba con la brisa y que Joaquín acataba con prudencia. Aquel día trágico no asistió a la cita, muriendo sin probar el almuerzo, que ya estaba para servir, ante la presencia de su esposa.
Joaquín fue al único hombre al que papá le cogió miedo después de muerto. Y no fue por cualquier cosa. Una noche, unos nueve días después de su sepelio, mi padre se levantó para orinar en el patio, pero al abrir la puerta y enfrentar su mirada con el corredor de la mata de parra, vio a su amigo sentado en la mecedora, como si estuviera a punto de iniciar su habitual tertulia. Estaba vestido de blanco de pies a cabeza, sin zapatos, pero dormía una juma extraña. Pese a aquel frio de perros que le recorrió por todo el cuerpo, mi padre empezó a esculcarlo en la penumbra del corredor, mientras sus ojos expectantes se acomodaban a la oscuridad y se acordó que su amigo jamás se quitaba los zapatos. Además, la figura era mucho más larga, entonces descubrió que era mi hermano Wilson, quien había llegado de la calle, borracho, y se había sentado a reposar una juma.
– ¡Mira, hijueputa, que haces ahí, me has podido matar!
Dio un portazo en la puerta de su cuarto, se acostó y se tapó de pies a cabeza.
Joaquín Guette, su amigo del alma, había empezado a hacer aparatos en todos los vericuetos de la casa y en el de los recuerdos.