Viaje al corazón de un soldado.
Alfonso Hamburger
Hoy es viernes y debo estar en San Jacinto para el cumpleaños de mi papá. Yo le digo, todos le dicen El Viejo. Mi viejo. Cumple 76 años y está que rebuzna. Dice Julio Fontalvo que las muchachas le hacen cola solicitando sus servicios. A las cuatro de la tarde no hay un solo bus de Torcoroma estacionado en la acera de la vía y las ofertas de otras empresas son pocas. Se reducen a dos o tres carros piratas que tratan de pescar en el río revuelto. Más bien ya manso y quieto. O más bien en la apacibilidad de su lecho. Los Torcoroma son una buena solución en estos casos, pese a que recogen hasta razones de boca, puercos, gallinas, bultos, olores agrios y la bullaranga de los pueblos que penetra por sus ventanillas abiertas, mientras el ayudante regatea el pago con los pasajeros.
– Ey, monito, Carmen de Bolívar. Vamos, que ya a esta hora no pasa bus: 15 mil por cabeza.
El hombre de la oferta muestra con la mirada un automóvil usado en demasía, de cuatro puestos, un poco destartalado. Son 60 mil pesos el cupo completo. Diez mil para la planilla, porque el vehículo es amarillo. Los blancos sólo pagan dos mil pesos, porque son los autorizados para viajes intermunicipales. Los amarillos son urbanos. Piratas para estos casos. Le recuerdo al ofertante que si tuviera como el viejo Pedro el secreto del perro La Policía vería un carro blanco y no amarillo, por arte de magia. Se ríe. Se ve que no sabe ni pio de esos viejos secretos que yo vi con mis propios ojos cuando niño. La morena de caderas anchas, pelo aindiado y cejas encontradas- como las de Sierva María la de Alejo Durán- saca cálculos. Con 15 mil pesos llega a Cartagena. Solo tiene cinco mil, que es lo que usualmente se paga a El Carmen de Bolívar. El chofer, de aspecto Zenu, sigue sacando sus cuentas a vox populi: 15 mil de gasolina y 15 mil de peaje, más la planilla, son 40 mil en gastos, sin meter el desgaste de las llantas y los riesgos del viaje. Sólo le quedarán 20 mil, pienso, porque también hago cuentas al vuelo. El bolsillo lo pone a pensar a uno. Si fuera para quedarse en el pueblo servirían, pero debe regresarse a Sincelejo por la noche, en que mengua el flujo de pasajeros y los retenes de la guerrilla son un riesgo. Dan las cinco y la dama San Jacinera no se decide. Los pasajeros que han llegado le sacan el culo a la oferta. Yo, en cambio, estoy dispuesto a dar veinte mil pesos hasta San Jacinto. Son las cinco para la seis y las ofertas languidecen. En la medida en que descuelgue el sol detrás de los edificios más altos, será más difícil y los choferes se volverán más exigentes. Es la hora en que los fantasmas atraviesan los caminos reales y las serpientes salen en los caminos a armar sus lazos aprovechando la oscurana, en ese aparecer y desaparecer de aparatos y espantos. Es la hora en que las luces languidecen y las sombras se agigantan en la medida que la tierra avanza.
Llegué en moto taxi a las cuatro y pico, sin más equipaje que mi alma anhelante de estar en mi pueblo, libre y feliz. El tumulto de pasajeros sobre las pocas ofertas me llamó la atención. Esa es la ventaja de tener carro propio. Se sale directo y listo. Y preguntarme mi hermano José que si era conveniente sacar un auto nuevo de la concesionaria. Que sacara las cuentas a ver si de pasajero era más barato. No le respondí una grosería por no dejar. Es como el hombre que vive sus mejores años detrás de una recua de vacas. El típico rico Cují del famoso Enrique Díaz. El ganado sabroso pastando, engorando, y él comiendo fideo cocido. Los costos beneficios para estos casos no se miden. Comodidad es comodidad. El carro parqueado en la puerta le permite a un ejecutivo salir cuando le provoque. Figúrense, que no me había bajado de la moto cuando me encuentro la paisana de cara conocida, quizás de la infancia, que resultó ser pariente de mi abuela Tera. Lo supo cuando en el viaje, apretujados entre los rancios y variados olores revueltos en la vieja, calurienta e incómoda camioneta Ford, me vio las pecas de las manos. Son igualitas a las de Tía Tera Vásquez, me dijo. Y yo que creía que eran por los lados de mi papá, que no sòlo tiene pecas en las manos, sino en la cara y hasta en el culo ( creo) me revisé las manos en secreto. Ella había regateado con el de la moto que la trajo al terminal para pagarle. El tipo ya tenía montada una inmensa mona de parrillera, que llevaba afán. A lo mejor la mujer iba a verse con un amante secreto, pensé en mi morbo elocuente. Mi paisana, que resultó ser mi prima, le intentaba pagar con un billete de diez mil pesos y el tipo no tenía cambio. Tuve que regarle el pasaje y le agradó tanto mi gesto que me tragaba con sus ojos de complacencia.
– ¿Y tú fuiste el que estudió para cura?, me preguntó, sin dejar de mirar las pecas de mis manos.
– No. Soy el periodista y vivo aquí en Sincelejo.
Tratando de esconder mis pecas tapando una mano con la otra, agregué:
– El curita se retiró, se casó y se divorció – le dije – para que no entrara en nuevas preguntas.
La gritería siguió mientras moría la tarde. Llegó un hombre con la nariz tasajeada por algo extraño. Se trataba de otro chofer que llegaba a indagar sobre la oferta. Yo los llevo a San Jacinto por los 15 mil pesos con que él pide a El Carmen, propone, de frente. La dama no tiene sino diez mil pesos. Y todos los que han llegado se han ido de la misma manera, como perros falderos y rejugados. El tipo se conoce con el otro chofer , se tutean, se maman gallo hasta el filo de darse trompadas amistosas, ganchos y jabs , lanzándose puyas.
– Tú no puedes ir al Carmen con esas llantas lisas. Vas a dejar botados los pasajeros en el camino, dijo el que recién llegaba.
… Y en verdad, las llantas estaban lisas. Se les veía hasta la respiración del aire.
– Y tú no puedes viajar, porque ese carro tuyo es muy viejo, respondió el otro. Se maman gallo muy fuerte. Y entre chanza y chanza se van diciendo verdades que en serio sería todo un complot afirmarlo.
– Yo tengo plata para comprar llantas nuevas- decía el de aspecto Zenu- mientras sacaba una cartera vieja y dejaba ver los sellos de un mazo de billetes de 50 mil pesos, nuevecitos.
– Claro, tú comiendo pollo y el dueño del carro puro fideo cocido…
Observaba, en medio de las burlas, el arañazo que el tipo tenía en la nariz. Lo que haya sido, por poco lo deja tuerto. El zarpazo le bajaba por el parpado derecho y le dibujaba un paréntesis en la nariz. Era una cicatriz horrible, que botaba una materia seca y abultada. Y el tipo no hacía nada por ocultarla. Supuse que había reñido con su mujer y ésta le pegó un zarpazo fiero. Los choferes, los cantantes y el policía consiguen todos los días. Son hombres perros en el amor.
-¿Eso fue que te rasguñó una mujer?, le dije, de frente.
… Y el tipo, que había entrado a la oferta sin ser invitado, con toda la serenidad del caso, asumió la defensa de su posición: yo alcanzaba un mango, respondió – y yo le creí – porque esta es época de mangos. Hay cosecha en la Mojana. Están achichados. Se caen solos con la brisa y golpean en el techo de las casas de zinc con estruendo de guerra. Se revientan con el pavimento. Es 16 de mayo de 2008. Plena cosecha en los Montes de María. Entonces- prosiguió- la vara se partió y se vino derecho. No alcancé ni a despabilar, porque me golpeó en la pepa del ojo. Claro, el ojo es más rápido que el rayo y eso me salvó. Los cerré a tiempo.
Comprendí que el tipo no mentía. A mí me pega la mujer ese arañazo y dejo de salir a la calle por más de un mes. Más bien mostraba su rasguño con una normalidad pasmosa, como un trofeo o tal vez como si hubiese nacido con un lunar. Se sentía orgulloso de su tragedia.
El chofer de aspecto Zenu empezaba a lamentarse. Llevaba hora y media de estar anclado allí, en la pesca de unos pasajeros inciertos. Es lo que en Barranquilla llaman hacer torito. Si se hubiese puesto a hacer carreras en Sincelejo ya habría recolectado para pagar la cuota al dueño del carro. La situación es muy mala. Quince mil moto taxistas informales, que lo llevan a uno por mil pesos a cualquier parte, les quita la comida. Al fin decide, en forma abrupta, que no irá a ninguna parte y deja al rasguñado solo en la oferta, como dueño de la plaza.
Las personas que con migo esperamos transporte somos en la mayoría pobres, que tenemos que mendigar una oferta popular y barata, de pronto insegura, para llegar a nuestros destinos. Es el momento preciso en que llega un tipo que me la tiene velada. Nunca tiene plata. Su táctica es pedir para los pasajes a Corozal, porque tiene una hija enferma que nunca se cura. Me saludó con cortesía y cuando me vine a dar cuenta ya no podía zafarlo. Era mi vecino de infancia, recuerda. Mentira, pienso, yo no nací en Sincelejo. Soy de San Jacinto, a mucho honor, pienso.
– Tírame para el pasaje, me pidió con ojos ambiciosos.
– No tengo menudo- le dije- acabo de pagarle el pasaje a esta paisana y cargo solo es un billete de 50 mil pesos.
Pensé en un momento que iba a pedírmelo para cambiar en algún lugar ¡Sería el colmo! Me comentó que se había mudado para Sincé. ¿Qué hace este vago? Me pregunté. A lo mejor será un ladrón de patio, ladrón de gallinas, que siempre me pide plata donde me encuentra. En un momento se fue y quedé aliviado, en medio de la difusa oferta de transporte en la tarde moribunda. Los buses de Brasilia no toman pasajeros en la carretera. Y en el afán de viajar rápido allí estábamos, en el tumulto popular, esperando una caridad. Y los que venían de Torcoroma, doblaban hacia Sincelejo, antes de llegar donde estábamos esperando, frente a Brasilia. Otros pasaban vacíos, quizás a descansar.
El tipo pedigüeño regresó. La táctica de ahora fue mostrarme su cédula de ciudadanía. No compro voto. No soy el gordo García, le dije. No, es que es nueva, tiéntala, está recién sacada de la Registradurìa, vine a buscarla y no tengo para el pasaje, me rogó. Confieso que estuve a punto de comprar algo para cambiar el billete, pero desistí, cuando el montón de gente corrió a un lado, como cuando se desgaja un aguacero repentino y todos salen a protegerse en los aleros.
-¡Llegó la camioneta del Carmen!, dijo alguien.
En ese momento no hay un líder. Es la muchedumbre que corre a un solo lado. Dos muchachas se avisparon y tomaron los puestos delanteros, al lado del chofer, un gordo inmenso, chino cabeza de cerdo. Ya había decido no viajar, pero intenté ganar un cupo en la camioneta y lo logré. Las mujeres más viejas lucharon por un cupo a la par de todos. Mi paisana fue ágil, porque mientras yo le daba la mano a la más anciana del grupo ya ella estaba en el primer rincón, en el lado del chofer. Me acomodaba en medio de los miles de olores acumulados del día, cuando el mismo tipo pedigüeño me dice que se va con nosotros hasta Corozal y que le pague el pasaje. Son solo mil quinientos pesos, me ruega. Bueno, le digo. La camioneta pronto estuvo llena y con sobrecupo en menos de dos minutos. El pasaje normalmente cuesta 5 mil pesos, pero, dadas las circunstancias, el ayudante lo gritó a siete mil. Nadie reviró. El viejo alto, de sombrero vueltiao y de una altura que por poco no cabe en la camioneta casi se me encaraba encima, doblándose como un pandero. Olía a bostezos de mulo revuelto con otros aires. El ayudante del chofer regateaba con los pasajeros, enganchado en la chaza de atrás.
– Vale, yo hablé con el chofer, solo voy a pagar 5 mil, dijo un pobre hombre, cuando yo pensé que nadie iba a protestar por el incremento del 40 por ciento en el pasaje.
– Bueno, bájate y habla con el él, le ordenó.
El pobre hombre se bajó y dialogó con el chofer. Este tipo de pasajeros pobres luchan por el centavo a toda hora. Hacía calor en el interior de la camioneta Ford 67, azul tirando a gris, de un modelo antiquísimo. Los pasajeros íbamos apretujados, viéndonos las caras unos a los otros, bajo una carpa calurienta, sin derecho a ver hacia delante, so pena de sufrir tortícolis. El ayudante peleaba con los pasajeros en forma natural.
– Sólo llevo pasajeros para el Carmen, dijo.
– Por favor, vale, llévame a Corozal, dijo el de la cédula nueva.
La camioneta arrancó en el preciso instante en que subía un cachaco, como casi siempre suele ser todo cachaco, parlanchín y entrón.
-¿Ya nos vamos? Bueno dele, ordenó con su acento sinuoso. Y se fue acomodando como pudo. Se metió como un gato- con sus ojos gatunos- en el interior y se añingotó encima del cilindro de gas. Todo un riesgo. Pensé en que si explotaba el cilindro nos iban a recoger por pedacitos. ¡Dios nos libre! El tipo de entrada me cayó mal, como una patada de mula. Los olores agrios, de sobacos que anduvieron todo el día desde la madrugada quizás bajo una temperatura feroz, a esa hora expiraban rancios y confusos colores que se entretejían con la gritería de dale, para, aguanta, llévame a Corozal.
-Creo en Dios y en las tres Divinas personas que llegaré a un feliz viaje- recé en silencio. Se trata de una oración que siempre que viajo repito. Me la regaló mi madre y es efectiva.
– Lo que hace un padre por sus hijos, dijo el cachaco, como si me hubiese adivinado el pasamiento.
La camioneta arrancó con fuerza y el ambiente cambió. Los olores agrios que se confundían con la tarde moribunda languidecieron, saliéndose por las ventanas, y una brisa suave empezó a acariciarnos los rostros. En el camino se emparejarían las cargas. Marqué mi teléfono para preguntar si habían llevado el carro nuevo a mi casa. No tuve respuesta. La joven que iba al frente con su madre, me tragaba con la mirada, salvajemente, sin disimulo. Al ver mi turbación, optó por preguntarme la hora. Hace tiempo que no uso reloj. Y el celular marca una hora equivocada. Son las 12 y 15 minutos, le dije. La dama San Jacintera, que empezaba a comparar las pecas de mis manos con las de la vieja Tera, me rescató del aturdimiento de aquellas miradas, quizás como las de Magaly, que mataban a Andrés Landero.
– Son las cinco y quince minutos, dijo, tras mirar su pequeño reloj de pulsera.
– Si Dios quiere, estaremos en hora y media en El Carmen, dijo otro.
El hediondo cobrador empezaba a forcejar el cobro con los pasajeros. Le pagué siete mil pesos sin chistar. Después pagué dos mil más por el muchacho pedigüeño, que iba parado en la chaza de atrás, el de la cedula nueva. Me había librado seis mil del monto que pedía el chofer del taxi amarillo de llantas lisas, pero había perdido tiempo valioso en la espera. Pensé en la parranda que me esperaba, que ya debía ir pareja y larga. O al menos ya estaba comenzando. Pensé en papá.
– Métanse todos, mientras pasamos el retén, aconsejó el ayudante. Los pasajeros metieron sus cabezas como pudieron en el revoltijo de olores rancios ya un poco mermados por la brisa.
En el interior de cocuyos el cachaco me miraba el celular en la mano, hasta que no aguantó su deseo. En mi mente quedaba el eco de su última expresión: “Lo que uno hace por los hijos”.
– ¿Me vende dos minutitos de su celular?
El tipo venció mi inicial predisposición de rechazo. Le alargué el celular y lo miré bien. Tenía un suéter viejo a rayas , un jean y unos zapatos sucios. Su barba era de dos o tres días y sus ojos verdes marcaban una ilusión. Su cara redonda estaba ajada por el sufrimiento. Tendría unos 55 años.
No se gastó el minuto. Todos escuchamos en silencio su súplica. Lo había dejado el bus que tenía previsto. Iba para Cúcuta, a 16 horas largas de Sincelejo. Un amigo camionero lo recogería en El Carmen de Bolívar. Tenía que estar allí en una hora para tomar el chance de regreso a su hogar. Estaba desesperado y hambriento.
-Me devolvió el celular y cuando trataba de meterse la mano en el bolsillo, supuestamente para pagarme el minuto, le hice señas de que aguantara el viaje.
– Gracias, me dijo.
Me sentó muy bien poder ayudarlo. Estaba estrenando el plan del mes y era como quitarle un pelo a un gato. Al principio despilfarro minutos y ya para cumplirse el mes, empiezo a apretar el gasto.
…Y el viejo empezó a simpatizarme. Su lisura inicial no era como me había parecido. Gran parte de los pasajeros de esa tarde se conocían. Muchos venían de Coveñas, donde mil jóvenes habían jurado bandera a la patria como nuevos soldados.
El y la paisana, la vecina del frente- la joven mirona- venían de la ceremonia de graduación.
– Antes de venirme lo abracé y lloré, confesó el tipo, acrecentando el brillo de sus ojos verdes.
Iba triste y feliz. Su hijo se quedaba con el Ejército Colombiano como dragoneante.
– De mil escogieron 30 y entre ellos está mi hijo, dijo, con orgullo.
– Lo felicito, amigo, dijo el campesino que iba en el último puesto.
Había salido de Cúcuta hacia dos días, sin maleta y sin más nada que su corazón, de chance en chance, para estar en Coveñas a las 11 de la mañana del viernes 16 de mayo. Su hijo no lo había defraudado. Ahora se lo llevaban para Bogotá como dragoneante del Ejército, donde haría carrera.
Llegamos a El Carmen de Bolívar ya de noche, en medio del revoltijo de voces que languidecen en el sector de Gambotico. Todos nos fuimos tirando de la vieja camioneta y estirando los huesos para buscar los destinos. El viaje de todos continuaba. El cachaco se perdió en las sombras, detrás del cementerio, para la vía de Zambrano y el resto fuimos buscando nuestros caminos.
En San Jacinto, a menos de medio tabaco, mi padre y la parranda me esperaban.
Nota: Esta crónica la escribí hace doce años, en el cumpleaños 76 de mi viejo.
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