UNO-
El hombre que tiene el acordeón en el pecho, que toca una cumbia con una sobriedad absoluta, sin desafinar tonada y sin adelantarse ni retardarse, no tenía escapatoria de ser quién es. Luce un peinado africano de la que fue en su juventud una luenga cabellera de pelos casi duros. Sus ademanes son serios y las punzadas en el teclado parecen buscar notas casi perdidas en los tiempos. Su cara gruesa, con unos cachetes grandes pero simétricos a su figura ; y su voz pausada, un poco grave, acorde con lo que hace, como si su palabra, su canto, sus dedos y su alma, fuesen un piñón, denotan a alguien que ha convertido lo que hace en la prolongación de su sangre. Es la cimentación de un estilo: la impronta de una escuela. Su estilo es impecablemente sabanero, sin sobradas maneras y sin dar saltos, sin salirse de su ropa. El tipo es un caballero a carta cabal.
Allí, donde uno lo ve, con esa humildad y esa sencillez citadina, Rodrigo Rafael Rodríguez Lora, un nombre que también parece hecho para lo que hace, es dueño de un palmarés envidiable para cualquier músico que se precie de ser grande. Y además tiene una virtud, que no representa los años que tiene. Aunque por allí peine una que otra cana y a veces la cintura le falle. Y es por eso quizás, que quienes vamos un poco más atrás, aún no nos atrevíamos a calificarlo como juglar, como si la vejez tuviera algo que ver con la calidad. Quizás porque nos acostumbramos al sombrero, a las abarcas y a la vejez para lograr la cumbre. Nuestros gaiteros lograron la fama cuando ya eran de la tercera edad. Rodrigo, desde que tomó la decisión de este arte nos mostró otros detalles de su compostura, más moderno, más internacional, hasta en la forma de vestir. Pero, claro, sin renunciar de sus ancestros, que lleva en los repliegues del alma. Tiene, además, lo pies bien puestos sobre Los Montes de María.
Yo, que siempre he andado detrás de los juglares, lo percibí desde niño, a través de las astillas que recortaban la brisa, entre los patios de la casa de la vieja Narciza Fernández – mi bisabuela- y los confines de los pationes largos y herrumbrosos de la calle Yucasá, que se encontraban en la mitad y se prestaban la candela a través de las cercas y nacederos, donde había mamones, mangos, ciruelas y muchos animales. Nos unía también los olores fermentados de las aguas del Cañito, que bajaban desde las lomas de Santander serpenteando el pueblo, que pasaban por la casa de Migue el de Eloy Brieva- en Paraco- y venían atravesando calles y puentes en forma de serpiente y que pegaban – colindaban- con nuestros patios comunes, hasta derramarse en el arroyo de San Jacinto, antes del Siete, ese que baja del Rastro y los cerros de Pacho Jovo. Alguna vez desviaron el arroyo, pero nuestros destinos ya estaban escritos. La memoria siempre nos lleva al mismo lugar. Y aunque cieguen La Bajera, sus aguas siempre nos estarán bañando, como en los aguaceros de Mayo, llenos de esperanzas y de verdes tabacales. Aquel arroyo culebreante, es atravesado por varios puentes, pero el que más se recuerda, es el 20 de Julio, construido en tablas y techado en zinc, donde los estudiantes de las mojas se daban los primeros besos. Allí Rodrigo también afinó su puntería.
No sé, pero siempre que pienso en Roy Rodríguez- como se hizo llamar al principio- no sólo pienso en mi hermano mayor, sino en el patio. Por allí correteó, en la calle más feliz de San Jacinto, sin poder escaparse de la herencia que andaba por los aires, que se respiraba a diario, que se paseaba como una cosa común, como si fuese el oxígeno que nos daba vida. Si llegaba a la cantina de Jacinto Llerena, lo levantaban a rancheras. Si se paraba en la esquina de Los Pegaditos, Clemente Pereira le cosquilleaba el alma con una guacharaca bien tocada. Si pasaba por donde Betilbia Díaz de Caro, la vendedora del mercado, no podía esquivar entrar a la casa de Ramón Vargas, quien descendía de un acordeonista veterano. Y si se iba para el campo de La Gloria a jugarse sus mochitos de fútbol, no dejaba de encontrarse con Miguel Manrique, Cable de Buque, Cristóbal Fernández o Landero. No tenía escapatoria, porque en los carnavales se revivía la danza de los goleros en la calle de ahogasapos . Cuando tuvo el primer acordeón en sus manos – una herencia de los Papalos-no sólo sabía para dónde iba, sino que San Jacinto atravesaba su mejor momento musical. Cuando su madre le compró el primer acordeón, ya era mucha la nota que había explorado con violinas, tambores y guacharacas. Inventaba sus propios instrumentos. El nuevo juglar había cumplido todo el proceso para llegar a la cima, porque fue fabricante de sus propios juguetes. Aquella fábrica musical hervía en toda su efervescencia. La primera gira de los gaiteros por el mundo coincidía con el albor de su nacimiento, comenzando la década de los cincuenta. Y aquellos hombres trotamundos iban y venían, mientras el muchacho de cuerpo macizo, que gustaba de la locución y del fútbol, seguía la pista a los músicos más emblemáticos de la Tierra de la Hamaca. En la década de los setenta se gestaría casi todo. El joven de veinte años se daba de frente con las coloridas y abigarradas ferias de artesanías que San Jacinto a Colombia vino a dar, que atraían a los mejores juglares del Caribe. Y allí se fue fomentando el emergente juglar, su carácter, su ego, que no dejaba de tragarse con su inquietud aquellas parrandas interminables en casa de Ramón, donde llegaban quienes lideraban el proceso, porque Vargas era un punto infranqueable para quienes no se querían quedar detrás en el proceso de afilar su machete. No sólo los atraía el mejor alumno de Calixto Ochoa por sus ricos arreglos melódicos, sino porque le ponía las correas al acordeón y le arreglaba los tonos. Ponía en su puesto pitos y notas afectadas por el trajín y el polvo de aquellos andurriales. En aquel ambiente de fiesta, Rodrigo hallaba los aliños necesarios para su proyecto musical. Esa era su vida, su proyecto. Su escuela.
DOS
La primera razón de que existía Rodrigo Rodríguez nos las trajo Wilson Alberto, mi hermano mayor. Nos dijo que había un joven de su edad muy disciplinado y con los pies bien puestos sobre la tierra. Tan serio que parecía engreído. Se lo habían dicho en la Escuela General Santander, donde los profesores lo estaban promocionando como una figura emergente, cuando la última generación, que encarnaba Andrés Landero, ya necesitaba un relevo. Todo parecía calculado y así fue. Landero, físicamente nos alcanzó hasta culminar el siglo pasado, pero ya atrás venían quienes no querían que esto se muriera en medio de la avalancha vallenata, que venía apretando los caminos, enrareciendo el ambiente, porque detrás de ellos se insinuaba una mafia.
Rodrigo Rodríguez había iniciado tarde en comparación con los niños de hoy, cuyo bautizo es tocar un acordeón que les tapa en estatura. Al año de estar con aquella fregantina, ya estaba grabando. Y no lo hizo con cualquiera. En abril de 1975, dos canciones suyas grabadas en el sello Tropical de Barranquilla, recomendado por su maestro, abrieron Rapsodia Vallenata. No sólo iba a grabar con Adolfo Pacheco, sino que también componía y componía tan bien, que algunos creían que era Pacheco. Fueron tiempos en que Adolfo estaba soltero, años de bohemia que aprovechó para cimentar su obra. Adolfo estaba enamorado de Ladis Anillo, su futura esposa. Había un árbol de Laurel en la puerta de la tienda de Rubén Anillo, donde la muchacha mataba el tedio, cuyas ramas impedían al poeta ver a su amada con unos binoculares que había comprado exclusivamente para romper la distancia y desbaratar el cerco del celoso padre, entonces buscó a alguien que envenenara el árbol. Después se desquitó sembrando árboles y canciones sin saber que en el futuro iban a promulgar leyes para reponer aquellos arboricidios. Y Rodrigo, que se prestaba para todo, en el deseo de aprender, no sólo estaba dispuesto a facilitarle el veneno, sino en cortar las ramas y hacerle la letra, que le calzaba como puntal en arena seca. Allí se inspiró en “Si muero de amor”, su primer éxito.
..”Y si yo muero de amor, a ella tendrán que culparla”…
Sólo años después muchos vinieron a enterarse que “Si muero de amor”, dedicado a Ladis Anillo, y “El Bastardo”, no eran de Adolfo, sino de Rodrigo y Praxísteles, un colega del mismo apellido, pero el más patiero de todos. La escuela era tan acompasada, que unos y otros se prestaban la candela con tanta frecuencia, que no se notaban linderos. Landero subyugaba la obra de Adolfo y la hacía suya y Adolfo buscaba un estilo que le convenía a la modernidad, en cuyo centro estaba Ramón Vargas, el más versátil de todos, toda una mezcla de talentos que se complementaban.
Desde entonces Rodrigo Rodríguez no ha parado de grabar y de acumular éxitos, habiendo soportado con estoicismo el terremoto vallenato, sin necesidad de cambiar su estilo. Es más, cuando ha tenido que adoptar posiciones, ha invitado al estilo vallenato, en un proyecto de acorbandas, unión de bandas con acordeones, que es uno de sus buenos aportes a su proyecto de vida. Y a la unidad del folclor.
TRES.
El tipo que se ganó el Grammy Latino 2012 en la modalidad cumbia- vallenato, ese que trota ahora por las playas de Cartagena- ese que sabe que tocar acordeón es una misión de alta competencia- no tenía escapatoria de ser quién es. Ningún premio más merecido, porque el Grammy no existiera sino es por la cumbia y Rodrigo es la encarnación más cercana de Andrés Landero. Sin demeritar la escuela y otros que vienen pisando fuerte, es el que más lo ha seguido, desde sus inicios.
Adolfo Pacheco, no duda en decir, que el hombre que más influyó en la música de San Jacinto vino del Carmen de Bolívar: Manuel Vicente Caro, el director de la Secante, con la que la música tuvo su real altura. Y del Carmen también vino Teófilo Mendoza, aquel gaitero embrujado de piel negra que le quitaba la cabeza a la gaita o el cuero al tambor y era cuando mejor tocaba sus sones. Y el padre de Rodrigo, José Cervelión Rodríguez Siguanes, provenía de esos lares, de modo que la mezcla se fue perfeccionando. Si de los lados de San Juan Nepomuceno provenían los pianos y las guitarras que le daban ilusiones a Adolfo Pacheco para pulir su escucha, del Carmen provenían las notas del pentagrama que nos hacían más universales. Y san Jacinto, que hacía centro entre los tres, cosechaba el cultivo de lo real.
De modo que Rodrigo no pudo escaparse de su destino y con esa forma seria de llevar la ruta vital, no sin tropiezos sentimentales y sin problemas de los que tiene la vida, logró poco después de los sesenta años, cuando algunos dolores asaltaban su cintura, el premio de sus querencias. Y se hizo un rey, sin abdicar al trono de su destino, con un estilo netamente sabanero. Se hizo como Adolfo, Pacheco, Landero y los gaiteros, profeta en la tierra de la hamaca.
(Continuará)
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Alfonso, excelente reportage que le haces a uno de mis más grandes amigos, Roy Rodriguez, no solamente se lo merece, sino que te quedastes corto al maximizar su obra. Rodrigo es eso y mucho más, lo cual espero en su segunda parte. Rodrigo es un músico sabanero que cuando le da la gana, interpreta el mal llamado vallenato en la forma que quizás ellos no lo hacen. De todos modos, Rodrigo Rodriguez, Andrés Landero, Julio de la Ossa, Lizandro Meza, Alfredo Gutierrez, Adolfo Pacheco y Ramón Vargas, entre otros, incluyendo aquí a Felipe Paternina, son los más grande de nuestra Sabana de Bolivar, Sucre y Cordoba, en lo músical y en el periodismo, tus letras. Un abrazo, de tu amigo, William Gil.
Muy bien, espero acertar en el segundo…