¡Retorno a la memoria!(I)
¡Después de 30 años retornamos a Bajo Grande!
Por Alfonso Hamburger
Viendo que venía un auto que rugía trepando la Sierra, y observando la estrechez del camino, José Hamburger lo que hizo fue orillarse en la berma de monte, se pegó un trago de ron a pico de botella y se dedicó a esperarlo. Jura que aquel animal que rugía no solo se acercaba, sino que llevaba unos faros luminosos que se alzaban como centellas sobre los montes recién llovidos.
Venia de Bajo Grande aquella tarde moribunda en un Land Rover Santana modelo 67, acompañado de tres damas, pero tuvieron que acampar de un torrencial aguacero en Las Palmas, donde se hizo de noche. La sierra en esos tiempos era presa de varios mitos, como el caballo sin jinete que abanicaba la brisa y un carro fantasma que parecía ladrar, peleando con los barrancos y el barro. José todavía lo está esperando. Se despertó con el trago, pero cuando llegó a San Jacinto, ardía de la fiebre. Nunca pasó el fantasma.
Hoy es tres de enero de 2019 y transitamos precisamente por la Sierra Nueva, después de haber pasado por La Campesina, Loma del Bálsamo, La Unión, La Sierra Vieja, descolgando ya para Las Palmas, por un camino culebrero, polvoriento y lleno de baches. Vamos ocho personas en el Jeep rojo, calidad 73, de Orlando, un conductor curtido por los años y la brega en estos caminos de Dios. Vamos referenciando los accidentes de la historia. La ruta es la misma de siempre. El Gobierno ha dejado perder esta vía, azotada por los soles, el invierno y la violencia. Lo único nuevo es la luz eléctrica, reinaugurada hace tres meses, cuyos postes nos referencian los kilómetros que faltan y nos ayudan a marcar la crónica, donde los lugares comunes resaltan. El lugar donde se nos cayó la batería, el rancho donde papá Albertico escampó un huracán de madrugada, el zajón donde Helio se volteó, la curva donde la mujer dejó su moruna, la tierra del Cura, la muerte del cachaco de La Unión, la santica,- que no es la referencia de un muerto más-, sino la devoción de los oriundos por Santa Lucía. Desde la sierra se observa ese valle donde está San Jacinto, entre azules y grises. La polvareda que desprende la tierra en medio del bamboleo del Jeep, nos vuelve monos a la fuerza. Precisamente en la santica, mi padre Nelson Hamburger Herrera, de 86 años bien vividos, quien comanda esta expedición a Bajo Grande ( donde nacimos todos), se acuerda del auto que trepaba la sierra y al que aún estamos esperando. El poste nuevo, abrazado por un cintillo de acero, referencia la distancia. Faltan tres kilómetros para llegar a Las Palmas, la tierra cara de Julio Fontalvo. Llevamos 12 kilómetros intensos y de vivencias. Viene la embocadura al Serrucho, aquella finca que mi padre le vendió a Adolfo Pacheco, y que tributa en San Juan Nepomuceno. Ese camino culebrero nos llevaría si quisiéramos a Corralito, al Guáimaro y San Agustín. Por allí, por esa embocadura se iban los paramilitares cuando llegaban a arrasar con estas tierras. Y los guerrilleros izquierdistas, ídem. Después de trepar varias colinas, donde los autos no hallan espacios para cruzar y hay que exigirse hacia el monte para lograrlo, contra el zanjón y los alambres de las cercas, percibimos el horizonte del rio Magdalena, que a lo lejos parece una serpiente luminosa que serpentea la geografía vieja. Ya se siente el fresco de Rio Crecido y las piedras del rio seco del verano. Es el instante donde al Jeep tose como viejo asmático, Orlando cambia la tracción, pero no logra controlarlo. Aquello sonó como tuerca vieja que se revienta. Algo grave sucede. El viejo auto se apaga.
Orlando trata de reanimarlo. Nos apeamos todos. Somos ocho la gente del pueblo. Mi viejo, que lleva un sombrero sembrado en su cabeza, con las alas caídas. Es todo un jefe. Nelsito, quien pastorea sus ovejas y trajinó por estos andurriales en anca de los animales y en cajas donde echaban los productos. Sus inmensas orejas coloradas lo diferenciaban de Wilson, quien le hacía contrapeso cuando niños y los llevaban a San Jacinto. Henry Javier ( Ike) el economista de la familia, acompañado de su bella esposa Diana Calvo; Gina Medina Sierra, una amiga de siempre; Pedro Fernández, jacarandoso y voluntarioso acompañante; Ricardo Javier Ramírez Hamburger, mi sobrino intelectual, devorador de libros, estudiante de comunicación social de la Universidad de Cartagena, quien cámara en mano, es la primera vez que viaja a encontrase con su pasado; y José Yeisin Hamburger, el otro sobrino, quien como yo, absorbemos cada centímetro como o si renaciéramos a cada palmo.
No hay maneras de animar el auto. Es la primera vez que le sucede a Orlando, quien dice haberlo reparado hace poco. El motor es más nuevo que la carrocería. De allí empezamos a vivir lo mejor de la excursión, porque la sierra nos iba hilando los pies, como cuando se cobra un barrilete. Allá a lo lejos no solo se notaba el rio, sino que se percibía ese hoyo en que está las Palmas. Caminamos unos dos kilómetros en los que notamos que nuestro padre es un roble, uno de esos hombres que ya no salen. No se queja nunca de la caminata. El temor es una caída, pues pesa más de cien kilos. Pronto escuchamos el canto de los gallos y el rebuzno de los burros. Las Palmas se asomaban ya. Es cuando un mototaxista le da un chance al viejo. Era la primera vez que montaba uno de estos animales. Al fin llegamos a Las Palmas y empezaron los abrazos. La excursión a Bajo Grande apenas empezaba.
(Continuará)