El médico Hermidez Fernández Fernández, con pinta de científico español, a la izquierda, posa con su bella hija, en familia. Tiene vena de narrador.
EL CUENTO DE HERMIDES Y LAS OLLAS VOLADORAS.
Mi madre estaba tan enojada aquella noche por la afrenta que la mamá de Ramoncito nos hizo a sus hijos y a los hijos de los vecinos del barrio , que decía que con aquella rabia era capaz de matar y comer del muerto. Es más, con una vara de tamarindo, mi vieja llegó hasta sacarle cintura a una de las seis ollas de comprar la leche con las que la hija de la ofensora, o sea, la mamá de Ramoncito, se desplazaba de madrugada al siguiente día muy tiesa y muy maja, en busca de la tienda de la esquina. Éramos como doce muchachos los que le dábamos la vuelta a la manzana en el barrio La Gloria, para ver quien llegaba primero a la otra esquina, en una especie de pisa y corre, que te alcanzo, que te lo pongo, y ya.
Para decirles, que la última olla de las seis que llevaba la muchacha, la hallaron un mes después, cuando alguien estremeció el palo de tamarindo en el patio de la Achoa y esta cayó con un estrépito de guerra. La bendita olla se había quedado colgada en el propio cogollo de la última rama del tamarindo agrio.
No eran tiempos virtuales como los de ahora, en que los pelaos no saben de juegos buenos, ni de chimarras ni del ven tu voy yo, ni de la mata de plátano ni de la lleva ni de nada del esconder la sortija. Nada. Ahora los niños se las pasan pegados en la Tablet, en el celular o jugando Nintendo, no comen burras, no van a sacar agua al arroyo, ni saben que es un juego de trompos o de bolita de uñita. En cambio, nuestra generación se divertía con ingenio. En las noches espesas del barrio La Gloria, nos íbamos por la manguera, nos metíamos por los caminitos de cerdos del puente, por allí por donde los del Instituto Agustín Codazzi llegaron a buscar unos mojones, sin que nadie a ese señor lo hubiese visto obrando por allí añingotado; eran territorios del Curita, del árbitro malo o el Joche Puello; nos íbamos por el Liceo Bolivariano, donde hoy vive Miguel Manrique, escuchábamos las cumbias de Landero en su efervescente nacimiento de arañas y embrujos de las tardes, pateábamos balones con fitoco y por las noches formábamos unas tremendas algarabías que parecían sin ton ni son, pero que las disfrutábamos bastante, corriendo la manzana, cual si fuésemos Víctor mora.
Aquella noche- ya les dije que éramos como una docena de pelaos del barrio La Gloria de San Jacinto, barrio que siempre ha tenido de todo: Canchas, cementerio, hospital, colegios y buenos músicos- quienes correteábamos por una manzana entera, dándole el circuito de descamisados, a pata pelada, cuadra que engloba las casas antiguas de Nando el de la tienda de la esquina- la que recibía los balonazos del campo de fútbol – la de Joche Moco, la de Salvador Hernández ( el mecánico eterno casado con una de Las Vásquez Ariña) y por supuesto la de mis padres ( Fernández al cuadrado), no de los de Toño, que era Hernández Cruzate. Salíamos disparados de un punto a la voz de tres y de aquella sentencia de “marica él último” hasta completar la ruta. Por lo regular siempre ganaban Pacho el de Mayo o Abe el de Rosa. Esta vez no sé quién fue el ganador de la primera vuelta. Aquella noche dieron la partida en la esquina de Joche Lora ( Joche Moco) y todos salimos disparados, pero mi hermano mayor, que era un salvaje, le pisó los talones a Ramoncito sin culpa, cuando doblábamos por la esquina de Salvador Hernández y Ramoncito se cayó tan estrepitosamente que se reventó la boca. Nadie, en el afán de llegar primero, le prestó atención a Ramoncito, fue cuando la madre del ofendido nos puso la trampa. Descansamos inocentemente en los sardineles para arrancar después y así hasta que el cuerpo aguantara y nos preparamos para la segunda vuelta, donde se armó la de Troya. Ella se armó con una tranca de dos metros y a la siguiente vuelta nos las atravesó, con la intención de golpear a mi hermano mayor. Eso fue un reguero de pelaos arrumados en el piso, casi una masacre. Fue una especie de fuerza desmedida de ella y eso originó una reacción de todos, pero la mamá de Ramoncito, después que hizo el daño brutal, se pertrechó en su casa y no salió al paso. Nos ha podido matar.
Y lo peor, es que el papá de Ramoncito era el Secretario de la Alcaldía, lo que ya tocaba linderos políticos. Tu sabes que en estos pueblos el poder es advitrario y cada quien se cree con una parte en la Administración.
Mi madre, de los Fernández de Albertico y Narcisa- La vieja Narza, de ojos azules y godos eternos-, prima de la seño Viña, tiene su carácter. Era tan goda como la Seño Viña, que no prestaba la bocina para reuniones liberales.
Aquella noche, ya estábamos arrumados, dolidos por la tranca, ella llegó, mi madre, se enteró y se armó la de Troya. Salió a casa de la mamá de Ramoncito a desafiarla, pero aquello no salió. La burla y la afrenta no permitieron que mi madre durmiera, buscando la forma de vengarse. Se acordó que una hermana de Ramoncito era la encargada de buscar la leche en la tienda. Llevaba, en efecto, unas seis ollitas para la Leche, enganchadas en el brazo, a las cinco de la madrugada, cuando mi madre se la cazó con una vara de tamarindo y la remató a lapazos cantados. Cada uno de aquellos varitazos de tamarindo llevaba el nombre del ofendido : este por el trancazo a mi hijo, este por el trancazo a Joche Moco, este por el trancazo a fulano, mientras aquella muchacha gritaba, pero estaba cogida, dando saltos tan altos que en uno de ellos sobrepasó las redes del alumbrado público . Las ollas saltaron por todas partes, una de ellas acinturada por la arremetida, casi partida en dos. Se armó la grande. Mamá estaba que mataba y comía del muerto. Mi madre sabía que en cualquier momento llegaría la citación de la Alcaldía, pero no temía, porque el Alcalde era conservador. “Su papá puede ser muy secretario de la alcaldía, pero yo soy goda y amiga del alcalde”, decía. Llegó la citación a los dos días. Ella estaba que se reventaba para ir y ponerlos en su puesto.
Mi madre con rabia no perdonaba a nadie. Sabía que vendría la demanda, no tenía miedo, pero lo mejor era que se había desquitado.
Cuando salió para la Alcaldía, a encarar la demanda supo que las ollas aun no estaban completas. Solo habían aparecidos dos. Las otras iban apareciendo poco a poco, una en un caballete, otra en uno de los patios vecinos, como a cien metros. “Una quedó inservible, porque uno de los varitazos le sacó cintura”, escribió Hermides Fernández, el médico, en su Facebook, en una descripción ingeniosa y perfecta, recordando a aquel Macondo feliz.
“Efectivamente citaron a mi mamá a las 10 de la mañana ,llegaron al alegato con la joven aún pintada y las olas averiadas. Mi mamá tomó la palabra y dijo: señor Alcalde tengo de testigo a todo el barrio que la señora tal , inició la pelea lanzándole una tranca a mi hijo y de refilón golpeó a muchos más , yo le di un lapo a su hija por cada niño maltratado”, escribió el médico.
El Alcalde, impávido ante aquel aluvión de sentencias, solo observaba. Ella, la señora Fernández, continuó: “Vengo es a Firmar la fianza . Andemos rápido, Señor alcalde, que tengo tres lampazos ( hamacas) de tarea y recuerde que somos copartidarios”.
No hubo más alegato. Cómo al mes, estremeciendo el palo de tamarindo de la Achoa, cayó la última olla que se había quedado en el mismo cogollito.