¡MI CALVA BRILLANTE!
Por Alfonso Hamburger
Mi madre puso el grito en el cielo la noche que un grupo de chicos empezó a burlarse del calvo Uripedes, en la telenovela de las nueve de la noche, La Abuela, que veíamos apilados en casa de mi abuela, en el único televisor del barrio abajo de San Jacinto. Los echó de la casa, cuando se reían y me miraban con cierta suspicacia, como anunciando un desastre. Además de calvo, Uripides era afeminado, estúpido. Yo tenía apenas 16 años y ya se me insinuaba una avasallante calva abriendo caminos en mis rubios cabellos, como los de Camilo Sexto, ondulantes y luengos, pero ya ralos. Desde entonces mamá empezó una lucha contra esta enfermedad, que al fin se salió con la suya porque al final quedé calvo y no tuve más remedio que lucirla, ayudándola con una presto barba. Eso sí, jamás se me dio en ayudar esa apariencia de artista poniéndome un arito, porque papá dice que hombre que se deja perforar la oreja, se deja perforar otras cosas.
Al siguiente día mamá viajó a Cartagena y de retorno, en el bus, iba un joven sincelejano de entradas protuberantes. Ella lo miraba sin disimulo, porque sus facciones se parecían a las mías. Podría tener 24 años y su calvicie era llamativa, más allá de su nariz de árabe y sus ojos de codicia.
-¡Perdone que lo mire, joven, le dijo mamá.
El joven abrió sus ojos turcos y prestó atención.
Mi madre prosiguió:
– Perdone, pero es que tengo un hijo casi de su edad, que se está quedando calvo.
El aludido, sin duda, vio una oportunidad de negocio, y en forma teatral, respondió:
– Nada, madre, yo estaba mucho más calvo, tenía la cabeza como la palma de mi mano- dijo, mientras mostraba una de sus manos – pero ya me estoy recuperando.
Fue entonces cuando mi madre terminó interesándose por su caso, que era el suyo, el mío. Su rostro expectante, fue como un motor para el turco, que terminó de cerrar el círculo donde la había atrapado.
– Un indio en Sincelejo me vendió un ungüento muy sabio, que me ha repoblado la cabeza.
Yo estaba precisamente viéndome en el espejo de cuerpo entero de la sala, esculcando mi calva, cuando mi madre asomó en la calle. Venia radiante de la felicidad.
– ¡Mijo, alístate, que te vas para Sincelejo!, me dijo, eufórica.
Ella ponía sus pies en la sala y yo que la recibía de un beso, mientras sustraía de su cartera un papel escrito a lápiz, que decía:
– Guido Bittar, carrera 18 No 24-26, diagonal a la Caja Agraria.
Me dijo, como le decían a todos los que iban a Sincelejo, con razones certeras de boca, que el edificio de la Caja era la mejor referencia para quienes se perdían en el centro de la capital de Sucre, bulliciosa y tupida de ventas ambulantes. Si me perdía era porque quería.
Al otro día, tomé un Torcoroma en la variante de San Jacinto, a las ocho en punto, después de un desayuno de yuca con suero y buen café con leche. A las diez y media de la mañana el bus empezó a recorrer las calles Sincelejanas, atiborradas de cachivaches y gente que caminaba sin tomar los sardineles, por la mitad de la calle Francisco H. Porras, en medio del griterío y los pregones de siempre. Era la primera vez que pisaba tierra sincelejana, sin la remota idea de que ésta se iba a convertir en la ciudad de mi vida, en la que he vivido más tiempo. Una mujer de cara grasosa, que vendía unas gallinas gordas en la orilla, me dijo toma por aquí derecho, pasas la iglesia y allí doblas a la izquierda, bajas dos cuadras y allí está el edificio de la Caja Agraria, preguntas.
Tomé el papel con la dirección, me lo metí en el bolsillo, empezando a percibir estos olores, estos colores y esta ciudad que me gusta demasiado: Sincelejo. No fue difícil dar con la dirección: La casa está todavía allí. En la planta baja existe un almacén de electrodomésticos y en el segundo piso hay unos apartamentos. En uno de ellos, después de subir una escalera vetusta, toqué en la puerta. La sala estaba lóbrega y sola. Al fin salió una mujer a recibirme, pregunté por el sujeto. La mujer, de aspecto indígena, me recomendó que diera una vuelta y regresara, porque apenas eran las diez y cuarenta minutos de la mañana y el joven Guido llegaría solo a la hora del almuerzo.
Me dediqué a caminar por el centro, observando la interesante arquitectura republicana, algunas casas que hoy son patrimonio , la belleza de las mujeres, la bullaranga de los pregones, pero sin perder la referencia del edificio más alto, para no perderme. Acababa de entrar a la Universidad y ya tenía inquietudes por los detalles, de modo que percibí los olores de una ciudad colorida y bulliciosa, donde todos parecían negociantes.
Al regresar a la dirección de Gido, el tipo estaba esperándome, con su estratagema lista, pienso yo. No esperó a que le dijera nada cuando ya lo tenía al frente, preguntándome que cuánto dinero llevaba. Cinco mil pesos, le dije, mientras me arrebataba el billete y salía volando. Espérame aquí, que el indio residir más abajo, ya regreso. La señora, deduzco que su madre, me invitó a entrar. Me senté a observar los cuadros y detalles de la sala, la mesa recién servida y ya levantados los manteles y ese sopor de mediodía, con olores de comida condimentada con amor. La señora me interrogó sobre mi asunto y preguntó que si tenía familiares alopécicos. Si, le dije, por parte de mamá hay varios tíos calvos. Esa fue la única herencia que nos dejaron.
Guido no tardó. Al rato estaba de regreso con un frasco pequeño, lleno con una especie de manteca de cerdo, que debía agitarse. Me hizo algunas recomendaciones. Yo tomé aquel frasco con la sensación de que Guido me había estafado, porque lo sentí en la forma cómo me arrebató el billete, en la malicia de sus ojos turcos y en esa forma de decirme “espérame aquí”…” que ese indio es jodido y voy a ver si tiene algún remanente”.
Yo no quería quedar calvo, pero tampoco era una prioridad de mi vida. Quería contentar a mamá, que sufría por sus ocho hijos.
Viajé a Barranquilla con aquel menjurje extraño, que al untármelo, dejaba mi cabeza más brillante, que cuando calentaba el sol al medio día, se me derretía por el cuero cabelludo. Desde entonces mi cabeza brillaba más de lo usual, hasta que un primo altanero tomó aquel frasco y lo lanzó a los vientos del Caribe.
Sin pensarlo, a los pocos años estaba radicado en Sincelejo, donde gané el primer premio de periodismo Alcaldía de Sincelejo. Para ir a recibir tan apreciable distinción, en el hotel Magestic, mi esposa, que estaba embarazada con mi primera hija, compró una muda de ropa exclusiva en Almacén Beatriz. Era un pantalón blanco de seda y una camisa del mismo color, manga larga, con rayas pequeñas, casi imperceptibles, de color marrón, como mis zapatos. Fui uno de los primeros en arribar al lugar, impecablemente vestido, con mi calvicie elegante, mi mujer cogida de la mano y un corazón anhelante. Era mi segundo o tercer premio de periodismo.
Lo más impresionante de aquella noche de gala fue encontrar a Gido Bittar, en la puerta de entrada, con una calvicie superior a la mía, pero en la parte plana de su cabeza. Y lo más preocupante, fue comprobar que mi pinta no era exclusiva como me la habían anunciado, porque Guido lucía una camisa idéntica, pero ya gastada en demasía, con los botones a punto de saltar, porque le quedaba apretada. Fue una doble impresión, primero porque comprobé que el remedio que me vendió ni a él le había servido y segundo porque pensé que mi camisa nueva iba a tener una vejez tan fea como la suya. No me puse más la camisa ni volví a comprar otro producto contra la caída del pelo.