LA ESPADA DEL BISABUELO, LA CASA DE PALMA Y LA CAMA DE LONA.
Por Alfonso Hamburger.
Los recuerdos más remotos de nuestra primera infancia, porque nunca dejamos de ser niños y vamos cumpliendo etapas, lo que nos hace más o menos humanos, es una casa inmensa de palma, una cama de lona con sus manchas, donde quedaban los mapas de las meadas en las frías madrugadas, las disputas del espacio con Iker y el baúl de los abuelos, el de la mudanza, aquel que José Wilfrido trató de cargar y no pudo, demostrando desde los cuatro años su espíritu colaborativo.
Aquella mudanza a la casa nueva y definitiva, grande y de zinc, que ayudó a consolidar el emporio de sentimientos, convertido en el recuerdo más nítido de José, y la cama de tijera Henry nos marcaron la vida.
La casa de los abuelos, especialmente de Dolorcita, de palma y esquinera, era como la piedra angular en la construcción de Bajo Grande, que fue tirado al ojo certero del bisabuelo Miguel Herrera, soldado de la guerra de los mil días, cuyas gestas y una espada con la que el tío Alfonso cortó a Fernanda, no aparecen en la historia de los vencedores. Tampoco nunca se supo el segundo apellido del bisabuelo, como jamás fue hallado el tesoro que dejó enterrado en los contornos del Bajo, Chiro y Arroz con Gallo. Lo único que se sabe es que algún día lo vieron añingotado, al abuelo, en la orilla de la laguna vieja, inundada de lotos e infestada de sanguijuelas, lavando un arrume de monedas de oro. Desde entonces todos se volvieron ariscos y desconfiados, en la caza de aquel tesoro tan bien escondido, que caminaba por los ensilles como un penitente, convertido en una luz que andaba por los ensilles, suspendido una cuarta de la superficie arcillosa, entre trupillos y pringamozas. Consciente de que tenía que proteger la herencia del fundador del pueblo, el viejo Nelson. El más emprendedor y aventajado de la estirpe de los ojos tristes y acusadores, jamás se desprendió de una carabina marca U y un revólver con el que casi noventa años después iba a matar a José Ahuyama para que no fuera chismoso. Si no es por la criada que lo oyó resonar la amenaza contra el tendero, el tipo ya estuviera rajando tierra, porque papá pegaba más que Helmut Bellingrodt . Henry se lo encontró un día limpiando el revólver Smith & Wesson 38 largo con un trapo rojo que empapaba con aceite 3 en 1 y lo pasaba a marcha forzada por el reluciente cañón, que jamás se oxidaba. Ahuyama tenía los días contados, porque papá se sentaba todas las tardes en la sala, tras las cortinas, a esperar a sus mujeres, vigilando la tienda del vecino y buscando el mejor ángulo por donde hacer el tiro de gracia, pero Henry fue más inteligente. Papá llevaba varios días con la necedad del revólver, buscando el ángulo de tiro, cuando Henry se lo pidió prestado con la intención secreta de partirle el trasero a unas zorritas de dos patas que merodeaban su finca. Nunca se lo devolvió, pero salvó la vida de un pobre hombre chismoso y a la familia evitó cargar la pesadez de un muerto.
Volviendo a los recuerdos más remotos de la primera infancia, regresamos a la casa por donde comenzó el pueblo, esquinera, de palma, de pretil alto, que eran una especie de man cornas pegadas como una tira de huevos de iguana, unas detrás de las otras hasta copar casi todo el patio, que tenía corrales de ganado, caballerizas, hornos , el cuarto de los guineos, oscuro, y por donde seguían divagando las almas de varios difuntos, lo que le metía miedo a Fernanda, la esposa de tío Alfonso, que jamás pudo amoldarse a aquel ambiente y en la primera oportunidad se fue para Barranquilla y después para Miami, La Florida. También había culebras en el patio enmontado y un palo de totumo en el centro, en medio de cadillos y los restos de una cantina- una cantidad de frascos de todos los colores- como vestigios de uno de tantos emprendimientos de papá y anuncios de la modernidad, que tardía, ya empezaba a romper las tradiciones, antes de que llegaran los hombres oscuros que no lograron romper la resistencia de Joaquín Herrera Vázquez, el héroe solitario , que sin más respaldo que el viento, oficio de guarda fuego.
La casa de la estirpe, que también recibió al viejo Pedro, después de darle varias vueltas al mundo, quedaba precisamente en toda la revuelta del arroyito fugaz que se formaba con todas las aguas lluvias de todos los patios y que tomaba el color de la mierda de las vacas de los corrales de Argelino Anillo, y doblaba para el Bajo como si fuera un viaje de ganado. Era una creciente con cierta cantidad de agua color café con leche que se derramaba mansa y sinuosa por la calle ancha de los fandangos y donde nosotros navegamos nuestros primeros barcos de papel. Y veíamos cómo iba cambiando su color según fuera del patio que se iba escurriendo. La esquina de la casa tenía dos puertas verdes que, al abrirlas— cosa que no era siempre— se abrazaban entre ellas y en el espacio protegido, Guadalupe, la última hija de Dolores , que era mona y supersticiosa , iba guardando las basuras que iban quedando del aseo diario. Decía que era malo tirar la basura por la calle. La sala tenía un batido construido a través de los años con una mezcla de boñiga de vacas petrificado, mejor que cualquier pavimento. Allí nos reunimos para esperar la muerte de Dolores, una mañana de Corcovado, en que papá no estaba y apareció de repente en su mejor caballo, lo amarró en la ventana, entró al cuarto y ella murió, después de aborrecer el jugo de mango, porque aquello no era alimento. Se lo echaban a los cerdos, lo mismo que la ahuyama a los burros. Desde allí todos los descendientes aborrecimos el jugo de mango en botellita.
La casa era grande y oscura, con horcones esquineros de guayacán y en las caballerizas, donde el viejo Wifi, que era hereje y sabio a la vez, se quitaba la rabia dándoles trompadas cuando llegaba borracho. Nunca iba al médico, porque todo lo curaba con el remedio amargo que preparaba con conchas de monte, y el mismo se entablillaba los brazos de las fracturas de las borracheras. Por aquellas malas bebidas aborreció el trago.
En el primer cuarto quedaron los primeros recuerdos de infancia, cuando Henry se orinaba, y en las frías madrugadas nos levantamos a codazos y lloramos en silencio para evitar un castigo, porque papá y mamá eran muy severos.
También recuerdo el cuartico de los gajos de guineo que se maduraban con el fermento de la casa y a veces se pudrían sin que nadie se los comiera y cuyo olor aún cargamos en el alma. Igual era un cuarto lleno de pulgas que se apoderaron de los miles de bolsas vacías de café Almendra Tropical de una rifa que nunca se cumplió.
No sé por qué dejaron de encerrar vacas en el patio y amarar caballos en las caballerizas, las porquerizas dejaron salir los puercos y las gallinas cogieron monte, porque el patio se volvió una selva de donde salían serpientes gigantes que amenazaban la vida humana. Cierto día, al ver que el cadillo llenaba el patio, tomamos los machetes y empezamos a limpiarlo. Ya por la tarde quedamos exhaustos y contentos, pero ese otro día, cuando un adulto recobró la limpieza, halló un nido de serpientes venenosas, precisamente a un jeme del lugar hasta donde habíamos llegado.
Hoy, en el lugar donde estaba la casa, hay otra casa muy distinta a la de los sueños, que siempre serán distintos a la dura realidad.