¡¿Cómo se califica el rey en Valledupar?
Por Alfonso Hamburger.
El mono Lukas Castellar tenía una tienda artesanal en pleno centro histórico de Valledupar, a media cuadra de la plaza Alfonso López , donde colgamos hamacas, en medio del abigarrado colorido de las artesanía de San Jacinto, de modo que nuestros oídos fueron avasallados por el sonido insistente y penetrante de la caja, la guacharaca y el acordeón, de tal suerte, que cuando se acallaba aquella bulla, por la noche, una banda de vientos- aun recogida- sonaba como una bendición, cómo un deleite celestial. Y la gente se sacudía del acordeón y se iba arrimando al porro, como moscas a panal. Así como le sucedía a Diomedes Diaz, cuando era el lleva cables de los hermanos López y lo dejaban de último.
Habíamos llegado el miércoles de San Jacinto con las cámaras de Vox Populi de Telecaribe .La dirección fue de boca, fácil. No tenía pierde. Era una gana gana. Una hamaca izada en la puerta, le daba la bienvenida a una galería artesanal de nuestra tierra, que ya había conquistado el mundo con nuestra hamaca grande de Andrés Landero y Adolfo Pacheco. Aquella casona abandonada, de una de las familias ricas de Valledupar, aún tenía el olor fermentado del destierro. Y El Mono Lukas, que con Roberto Anillo, ya tenían un espacio arado en las Cinco Esquinas, gozaban de buenas relaciones con la flor y nata de Valledupar. De modo que llegamos, entramos, nos tomamos el primer trago y tiramos nuestros motetes donde quisimos. El resto pueden imaginárselo. Dos San Jacinteros juntos son una amenaza para el aburrimiento, un deleite, una cultura del disfrute. Pero no éramos dos, ni tres, ni cuatro, éramos un montón, que nos fuimos de amanecida. Aquella casona, que olía a humedad y a vientos rancios, con fermentos de algodones, fue nuestra con todos sus arrestos. Allí conformamos nuestro consulado faroto. Allí nos quedamos. Y allí mismo hicimos el programa, con los que iban pasando. Hacíamos el trabajo con una irresponsabilidad creativa, sin más libreto que los latidos del corazón. No sabíamos cómo lo hacíamos, pero lo hacíamos. Fueron más de 500 programas por Telecaribe, desde la dictadura de una mochila. Hoy mismo me veo en la memoria visual que naufraga en los archivos y me odio yo mismo. ¿Cómo carajo hice yo esa vaina, sin plata, sin tecnología, con una sola propaganda, la de Mutual Ser? Cuando nos quitaron la cuña- porque aquella empresa no era para comprar aire- no supimos quién ser robó nuestro queso. Cerré aquella tienda ambulante. Y valió la pena cerrarla. Allá donde llegamos, estuvo bien. No queríamos más.
El jueves seguimos en la jarana, mientras el Mono Lukas seguía vendiendo hamacas como quien vende mangos. Eso de Valledupar es una verdadera locura. Es una maratón mágica, como quien camina por el filo de una navaja, que uno no quisiera estar en el pellejo del jurado, con un sistema de calificación tan desprestigiado, y tan milimétricamente exacto- al menos en el papel-que muchos se imaginan que antes de abrirse los acordeones ya se sabe quién será el ganador. Parece que la suerte del festival y su desprestigio afortunado que invade todo el país- el de la guerra eterna entre dos bandos, en el me lleva él o me lo llevo yo- surgió desde la misma borrachera que se pegó el viejo Emiliano Zuleta sabiéndose ganador antes de tiempo. Y se le zampó Durán, un mito afortunado, que tuvo que ponerle una dinamita a su propio mito. El viejo Mile le falló a los directivos y festejó antes de tiempo. Allí comenzó una especie de maldición de los Zuleta.
En el acordeón profesional son por lo menos 150 participantes, que por cuatro canciones, se convierten en 600 interpretaciones, que van desde la Vieja Gabriela, a la Margentina- de Margento , Caucasia , Antioquía- que es la más usada para la piquería, el Palo de Mango, hasta canciones de Rafael Escalona, Leandro Diaz y Don Toba, para solo mencionar los más tradicionales. Después siguen toneladas de canciones. Un verdadero terremoto musical.
Todavía no habíamos llegado al sábado, cuando aquellos ritmos que traspasaban los patios, después de enredarse en las ramas del palo e mango y brillar los alares oxidados, ya estaban en nuestra mollera como un zumbido de abejas africanizadas o una chicharra instalada en los rincones de la casa donde habíamos colgado nuestras hamacas.
El jueves, aun reposando el guayabo, a través de los patios, alcanzábamos a escuchar las competencias en la plaza, hasta que el viernes, a las nueve de la mañana, empezó la semifinal de los profesionales. Allí si tenían que tocar los cuatro aires. 0 sea, que teníamos que tener el oído bien entrenado para escuchar las cien canciones que iban a interpretar. Unas detrás de las otras, como una hilera- no un cardumen- de huevo de iguanas. Se bajaban unos y subían otros. Iban como sonámbulos. Y repetían y repetían, sin derecho a pasar la raya que alguien había preestablecido. El que se pasara de allí, estaba muerto.
A las nueve de la noche- aun seguían las competencias- cuando fui a la tienda de la esquina a comprar una cuchilla de afeitar, me encontré con un cachaco más extraviado que jabón en agua honda. El tipo hizo la pregunta del millón, en el sentido de ¿cómo hacían los jurados para elegir al mejor?
- ¡A mi todos me suenan lo mismo!, dijo el cachaco, con un aire de abandono.
Yo, que me creía hasta entonces un ducho de la materia, un metido, también naufragué.
No sé quién se ideó aquel sistema tan cerrado y exacto para “calificar” al rey vallenato, que casi siempre deja dudas. Esto sin desconocer que los mejores acordeonistas del momento- y la clasificación la hizo un radical guajiro- no nacieron en la plaza Alfonso López, sin en el país vallenato en las divisiones que hizo Tomás Darío Gutiérrez, porque cada quien tiene las suyas. Sin duda, más allá de la calificación tan exacta, de números redondos ( 4800, que es la calificación de Dios, es usual – y es imperativo para darle sabor al vallenato- que el tono de voz, el dialecto, aunque no figure en los parámetros, prima. Recuerden que, en la absurda guerra entre cachacos y costeños, en las bananeras, en las noches oscuras, a las víctimas las ponían a hablar primero para identificarlas. A quien le escucharan una voz aflautada, con demasiado seseo, les cortaban la cabeza. Los apellidos en el vallenato pesan e inventar nuevas dinastías es muy duro, de modo que el apellido Jamaica puede ser una coladura. Para ser Dinastía- y eso es una herencia del colonizador- dicen que se necesitan tres generaciones previas. Con estas reglas, que tampoco aparecen en los parámetros de los jurados, algunas dinastías no serían tales.
Y no entiendo, a esta hora del partido, cómo en los primeros diez preclasificados del actual festival, aparecen igual número de participantes con el mismo puntaje, 4800, y el que sigue de segundo con 4799. Esa exactitud es tan milimétrica, que ni Dios se atreve a terciar o a coger ese trompo en la uña.
En algunos festivales los reglamentos son claros. Prohibido poner diez de diez puntos posibles, poque esta calificación debe ser para Dios, máximo 9 y mínimo seis, esto con el fin de evitar sesgos en los jurados. Además, una decisión debe ser discutida entre los jurados.
Y lo peor es que esta manera de calificar ha ido filtrando todos los festivales, por lo que las decisiones siempre generan suspicacia.
No en valde, Andrés Landero hizo “El rey mudo”, y Adolfo Pacheco le respondió que debía hospedarse en el valle, ojalá en las artesanías del Mono Lukas, hacer relaciones y hablarle al oído a los directivos, a ver si se la daba la corona. Landero, que era impulsado por Gabo, no les prestó atención, en su último intento, después de ser dos veces segundo, fue relegado a un quinto lugar. Aquella vez se presentó bastante tomado y para colmo cantó el rey mudo, a sabiendas de que el rey mudo, era uno de los miembros del jurado.
Se las dejo allí.