-!He llorado al escribir este texto!
Por Alfonso Hamburger
Voy a tratar de explicar la muerte de mamá a través de mi papá. La Seño Viña murió un 3 de febrero de 1988, hoy hacen 33 años, en San Juan Nepomuceno, en manos del médico que le estaba haciendo un examen.
Mi padre estaba en Cartagena haciendo unas diligencias rutinarias. Por la tarde, a su regresó, pidió la parada en la esquina de Doña Hilda Lora, a tres cuadras largas de nuestra residencia, donde a esa hora estaban velando a mi mamá. Él no sabía nada, pero la presencia de Luis Viana Carvajal, el Monito de Luis Viana el relojero , nuestro vecino, esperándolo donde Hilda Lora, le dio un mal presagio. Mamá había muerto de un paro fulminante, al mediodía, a sus 57 años.
La seño Viña, con su esposo, Nelson Hamburger, en revista de prensa. ( Album familiar)
Enviaron al vecino para a morigerar el golpe a papá y para acompañarlo en aquellas cuadras de seguro interminables.
A esa hora yo iba viajando desde Monteteria, donde me desempeñaba como corresponsal del periódico El Universal y me sentía como el extranjero que sale de la cárcel para asistir al sepelio de su madre. Es una sensación que sólo puede tratar de explicar quien ha perdido a su madre. Puede ser hasta inexplicable.
Yo llevaba cinco meses y dieciocho días en mi primer puesto de trabajo. Me fui para Monteria un domingo 16 de Agosto de 1987,a las cuatro de la tarde, en el preciso momento en que iba saliendo la procesión de San Jacinto de Duanga.
Y ahora que regresaba a enfrentarme a tan difícil situación, mientras viajaba y lloraba, sin perturbar a la dama que venía sentada a mi lado, recuerdo aquella escena. Mi padre siempre fue hosco y poco comunicativo, de modo que cuando tomé mi maleta mocha para irme, ni siquiera se levantó de la hamaca para despedirme. En cambio, mamá me acompañó hasta la puerta de la casa y hasta que mi figura no se perdió en la esquina del Batazo, una cuadra más abajo, rumbo a esperar el bus donde Hilda Lora, mi madre no se metió en casa.
Casa de la familia Hamburger Fernández, calle veinte ( Foto Pocho Hamburger)
Ahora comprendo el sufrimiento de papá al saber la noticia y cómo sería la eternidad de aquellas tres cuadras largas que separan el paradero de buses de Hilda Lora de nuestra casa, donde estaban velando a mamá. Quienes podemos expresarnos con abrazos, palabras, poesía o canto, sufrimos menos, porque descargamos miedos, angustias y emociones de cualquier tipo, pero los hombres toscos, poco letrados, poco expresivos como papá, sufren más este tipo de cosas, en que el ser humano es tocado muchas veces por la impotencia.
Yo me imaginaba mi casa atestada de gente cuando llegara. El único hermano que faltaba por llegar era Álvaro, que residía en Bogotá. El ataúd donde estaba mamá yacía solitario en la inmensa sala. Me acerqué en silencio, después de transitar por la calle solitaria. Eran las diez de la noche. Desde la orilla del ataúd vi su bello rostro, sonriente. Aún después de muerta mi madre seguía siendo bella. Estaba peinada y maquillada como para su mejor gala. Creo que su muerte fue tranquila y sin dolor. Tenía apenas 57 años y ya había escrito toda una historia en el magisterio de San Jacinto. Tenía puesto un traje azul claro con encajes y en la nariz se le asomaba una espumilla, que me hizo pensar que aún respiraba. No sentí miedo ni dolor. Su presencia me llenó. Emanaba un halo divino que aún nos acompaña a los ocho hijos. Allí estuve no sé qué tiempo, hasta que sentí el contacto de papá, que en medio de su llanto, alcanzó a decirme algo que no entendí. Musitó, quedo. Era la primera vez que papá trataba de abrazarme después de niño. Siempre nos criaron como hombres y los hombres no debían llorar. Nos atezaron desde niño como a los alambres de púa.
Del ataúd de mamá salí a explorar aquella casa tan inmensamente grande y tan vacía. Caminando al tanteo llegué a uno de los cuartos, donde mi hermana Viery curucuteaba en el canasto de la ropa lavada. Nos abrazamos y me habló de la inmensa pérdida que habíamos tenido. La vi tranquila. No hubo llantos ni estridencias. Sólo llanto quedo, balbuceos. No hubo plañideras. El pueblo estaba en silencio y tranquilo. Como si nada hubiese pasado.
Viery no me dijo más. Todos habíamos quedado mudos.
Esquina de Doña Hilda Lora, el lugar de las noticias.( Foto Hamburger)
El día cuatro de febrero, a las cuatro de la tarde, unas veinte mil personas nos acompañaron al sepelio de mamá. Su ataúd lo cargamos los ocho hijos en la primera cuadra y después el pueblo no los arrebató. Aquello fue monumental. La casa y la iglesia se quedaron pequeñas. La llevaron a la escuela donde había consagrado su vida y en la que dictó su última clase, pocos días antes.
Fue una de las pocas veces que entendí el discurso del padre Javier Ciriaco Cirujano Arjona, quien sentó su posición sobre el existencialismo, a lo Ortega y Gassep. Fue un sermón que operó como un bálsamo. Real, contundente. El tiempo es estático. Somos nosotros los que nos movemos en ese tiempo.
Fue donde empezamos a comprender la grandeza de mamá y la inmensa preocupación de Cirujano.
Hace un mes, el profesor Laureano Pacheco, me dijo una frase que me con movió y terminé por afianzar más el amor por ella. «Yo no fui capaz de cargar el ataúd de mi madre, pero el de la Seño Viña era una necesidad, un deber moral hacerlo», puntualizó.
Volví a Montería después del velorio, a internarme en un terreno minado y de arenas movedizas, del que apenas pude salir airoso, no sin dificultad, gracias a la imagen de mamá, que es nuestra protectora, con las Tres Divinas Personas .
Fueron más de 62 masacres las que cubrí como corresponsal de guerra y siempre me preguntaba por el sentimiento de papá, que es bueno para recordar fechas. Además papá siempre llevaba un diario en una agenda, donde iba apilando todos los acontecimientos de la familia.
Cierto tiempo , después de haber dejado atrás la corresponsalía de El Heraldo, me pasé un largo tiempo en San Jacinto. Metido en una hamaca empecé a leer el diario de papá. Cuando llegué al día 3 de febrero de 1988,no pude resistir el llanto. Mi padre, que todavía escribe vaca con b grande, hizo un bello texto de aquel día, el que describió como el más triste de su vida.
En medio de su apariencia tranquila, mi padre se había convertido en un poeta de dolor fecundo.
San jacinto de Duanga, febrero 3 2021.
Nota relacionada ( https://hamburgerchannel.com/wp-admin/post.php?post=4431&action=edit)