Crónicamente del domingo: MIENTRAS PASA EL PUENTE.

filassss filasPor Alfonso Ramon Hamburger Fernandez

Estoy a punto de terminar este cuento largo que me tiene por fuera del sistema. Camino con el recibo de la Cooperativa de Salud en la mano, rumbo al edificio verde, de seis pisos, donde debo batallar con el proceso. Ya he pagado lo que dijeron, ahora esperaré a que me devuelvan los aportes del último año. Si tengo suerte se gastarán unos seis meses en girarme el cheque. Si es que lo giran.

El edificio me hace recordar a México, porque simula una mole antisísmica, que aun así me parece inseguro. Con sólo pensar que una de las ventanas abiertas arriba puede desprenderse me entra un temblor en el cuerpo. Es un aire frio que me recorre desde los talones, que me sube por las vísceras y se me instala en el punto más alto de la nostalgia. Afuera los moto taxistas- moto trabajadores, dicen los que se cuidan de herirlos- apiñados ofrecen el servicio. Más bien acosan. Las personas que entran y salen, son cadáveres que como yo, luchamos contra una sociedad caótica. Todo cuesta mucho, todo vale, a todos nos aplazan, el tiempo nos consume. Un vigilante y una funcionaria revisan algo en la recepción y paso sin que me vean. Ya no los necesito, de tanto asistir por el mismo mandado ya sé que debo subir al sexto piso y enfrentarme a la mujer pálida que torea una fila inmensa, a quien ya nadie saluda al llegar y simplemente la insultan, le reclaman, la agreden. Y ella, sin poder resolver nada, simplemente dice que eso es en el tercer piso o en Barranquilla, donde está la regional. A unos les dicen que bajen al tercer piso, a otros que suban al sexto. Es el sube baja y el baja y sube. Ya tengo el ejercicio memorizado. Mientras hago la fila para lograr un cupo en el ascensor, vuelvo a pensar en México y en su nacionalismo, también en Alberto Salcedo Ramos ,el del canto al cuento. El puesto más triste del mundo era el de los ascensoristas, porque pocas veces sabían el desenlace del cuento. Cada cuento que se inicia en un ascensor, se acaba en la próxima estación. El cuento se va en los que se bajan y el pobre ascensorista queda con la inquietud de saber el desenlace del chisme. Para distraer a los que han entrado conmigo al vagón, todos con cara de enfermos, la mayoría mujeres, tienen cara de muertos, viajan desesperados y en cada estación que se abre se ve el montón de gente haciendo colas para reclamar formulas, citas, que se yo, la vida de los enfermos se debate en estas instancias administrativas caóticas y menos en los hospitales. La gente va a los hospitales a morirse, pero llega molida por las diligencias interminables de la vida. Vivimos no en un estado de salud sino de enfermedad.

El panorama del sexto piso me recuerda al del banco de donde he llegado, con el recibo de pago en una mano. Dos funcionarias matan la pereza a la izquierda. Las sillas de espera están vacías. En el centro, en un cubículo abierto, está la mujer pálida que, como en una corraleja, trata de evadir a esos desarrapados cadáveres que llegan en busca de noticias, cada quien tiene su caso de espera y de decidía. A la derecha, en la pared, está engarzado el registro de turnos. Hay mujeres sentadas que esperan ser atendidas y una fila para enfrentar a la mujer pálida, que esta vez me sonríe al verme. Eso me da ánimos para romper la fila y entregarle los papeles que llevo en la mano, arrugados del sudor. Hace calor y casi llueve. Es decir, hay amagos de lluvia. Hay sopor de espera y aires acumulados de humedad. La saludo y me saluda, me sonríe y le sonrió. Ambos fingimos el saludo. A mi lado una mujer de gafas inteligentes, pálida como la recepcionista se queja, susurra su caso con una voz casi inaudible, marcando la letra ese con una finura extraña en la región. Recita una cédula de memoria, la repite, entonces le responden que aún no hay noticias, que debe volver la próxima semana. La mujer recibe la negativa sin ninguna clase de expresión en su rostro. La miro de arriba abajo, es fina y resignada como una virgen. Da media vuelta y se va. El turno es para una mujer madura, rubia y de pecas encendidas. Si la anterior fue tan prudente que dejó escapar poca información de su caso entre susurros, ésta enteró al auditorio de su historia. Gritó sin rubor. Se acababa de pensionar, la sacaron del sistema y no sabía que debía matricularse nuevamente para sus servicios de salud. Estaba efusiva y alegre y lo denotaba en sus nalgas protuberantes, de yegua de carga. Debía llevar los papeles al asesor de al lado, de un rango superior a la mujer pálida, para resolver su caso, que no parecía grave.

El señor que estaba antes de mí me miraba y yo a él. Negro, dos metros de estatura, con jean, suéter y alpargatas, parecía un beisbolista cartagenero en retiro. Parecía desconfiar. Resoplaba. Su pelo duro tenia copitos de nieve y sus patillas me recordaron a Manuel Zapata Olivella. Llevaba un año tras una cita especializada. La que si gritó, sin hacer cola, fue la mujer gorda que llegó tras de mí:

– ¡Si mi madre muere, le pongo una bomba a esta joda!

La mujer pálida, le entregó papel y lápiz al negro, para que escribiera su caso a puño y letra.

En mi turno, mientras me devolvían los papeles para que les sacara copias (la mujer pálida confiesa que hay que guardar las consignaciones porque las computadoras hoy dicen una cosa y mañana otra) le pregunté a la gorda qué le pasaba a su madre.

– Lleva varios meses botando sangre por el recto y no me dan la cita, dijo.
Empecé a redactar una carta para que me devolvieran los dineros consignados durante un año, aun estando por fuera del sistema. Cuando entré estaba sano, ahora padezco de diabetes. Y mi médico particular tiene cáncer.

– Escríbala legible, dice la mujer pálida.

La mujer gorda ahora grita más duro:

– Llevo seis meses buscando esta cita para mi madre, es una perdedera de tiempo, ya en el empleo no me quieren dar permiso. ¿Si e echan quien me indemniza?

Ahora debo bajar a sacar copia de mi pago. Es la única evidencia de que estoy a paz y salvo. Los sistemas se dañan y se borran las consignaciones. Mientras espero el ascensor, a mis espaldas sigue la mujer gorda sus reclamos. Una mujer alta y desnalgada me zarandea con el trapero. Mientras lustra el piso, hace un gesto gracioso, me da con sus nalgas. Me dice:

– ¡Venga y le pongo mis nalgas!

Y me las pone, me da toquecitos, mientras trapea. Me levanta la libido dormida y miro su trasero escurrido.

Me aparto para que siga su faena. Río. Ella sigue lustrando el piso. Las dos funcionarias de la izquierda festejan. Al menos alguien tiene sentido común- del humor diría yo- en este manicomio, pienso, ahora que bajo en el ascensor lleno de cadáveres que suben y bajan, sin el cuento completo.

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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