Travesía hacia el corazón de la tragedia
Por: Pantaleón Narváez Arrieta
Durante la noche del 26 de mayo de 2017, en un telenoticiero anunciaron que al finalizar el día siguiente presentarían un programa para conmemorar los cincuenta años de la publicación de “Cien años de soledad”. Detrás de la presentadora mostraron unas imágenes de Ciénega, Magdalena, ciudad que conocí en 1978, el día en que se descubrió la estatua que el maestro Rodrigo Arenas Betancourt esculpió para honrar a los labriegos sacrificados en 1928 por el ejército de Colombia para poner fin a la huelga de las bananeras.
En compañía de Manuel Burgos Navarro, Jorge García Usta y otros amigos, al medio día del 9 de diciembre de 1978 abordé uno de los cinco buses que, contratados por el MOIR, se desplazaron desde Cartagena hasta Ciénega. Lo que me motivó no fue el acto político, sino conocer, sin tener que pagar el transporte, parte de los paisajes que Gabriel García Márquez describió en “Cien años de soledad” y en algunos de sus cuentos, como la plaza en que ocurrió la masacre, ese mar turbio y cenizo en donde siglos atrás encalló un galeón español o los ríos de aguas diáfanas que fluían a través de unos lechos plagados de peñascos gigantescos que el escritor comparó con unos huevos prehistóricos.
Para esa época estaba encantado por la prosa de Gabo dado que los sucesos que narró, aunque pertenecían a la cotidianidad de nuestros abuelos y padres, los trasmutó al mundo que él recién construyó, posibilitando que lo sobrenatural, por ocurrir con frecuencia y facilidad, coexistiera con todo asunto que pudiera verificarse a través de la medición o la observación, métodos de los que se valen los científicos para explicar con lógica los fenómenos del entorno.
A pesar de que ya había leído, en varias oportunidades, tanto los libros que recopilaban sus trabajos periodísticos, como sus obras de ficción, en especial “Cien años de soledad”, en una de cuyas páginas él narró la masacre de las bananeras, no dejó de deslumbrarme con lo que descubrí cuando me apeé de autobús: unas calles de tierra, a cuyos lados crecían almendros, abetos y mataratones, detrás de los cuales estaban unas casas de fachadas lineales y deslustradas. Por ellas caminamos hacia la explanada contigua a la estación del tren, en la que, como sucedió cincuenta años antes, se congregaba una muchedumbre integrada, ésta vez, por viajeros provenientes de todos los rincones del país.
Aunque a la distancia parecía una masa en reposo que soportaba con estoicismo las molestias que a la cinco de la tarde causaban el calor, la humedad y la polvareda, en realidad entre los congregados se percibía tanta inquietud que se manifestaba en un ir y venir sin cesar, como electrones alrededor del núcleo de un átomo, lo que me llevó a suponer no sólo que todos leyeron el pasaje en que Gabo contó la tragedia de los labriegos y estaban tan conmovidos como yo. También advertí que, desde los corredores o balcones de las casas del contorno, vigilaban los soldados. Entonces recordé las ametralladoras y di un giro para identificar, entre esos edificios, los sitios en que podían haberlas instalado. Y, no sé por qué, conjeturé que ellos, al igual que sus homólogos de antaño, esperaban las órdenes para acribillar a la multitud y evitar no sólo que se oyeran las arengas, sino que al anochecer los reflectores destacaran la magnificencia de la escultura que simboliza la resistencia y el vigor de los campesinos.
Sentí temor, pero no lo manifesté y, cuando empezó a oscurecer y justificándome en no soportar el hambre y en medio del tercer discurso, me retiré de la plaza. Preferí, sin confesárselo a mis compañeros, contar la historia a ser contado entre los mártires. Pero ellos intuyeron mi intención y, sin que yo lo notara, me siguieron hasta una tienda en la que lo único que encontramos para comer fueron cinco buñuelos fríos, duros y grasosos que estaban dentro de un frasco de boca ancha que reposaba sobre un mostrador de madera roído y enmugrecido por el paso del tiempo.
No teníamos alternativas. O los consumíamos para embolatar al estómago, o esperábamos regresar a Cartagena, en donde el único lugar disponible para nosotros era el muelle de los Pegasos, dado que con seguridad, después de la media noche, encontraríamos despiertas a las fritangueras que vendían patacón con queso. Pero ninguno quería sacrificarse.
No obstante, de regreso a Cartagena, a la 1 de la madrugada, nos vimos obligados a ir al muelle de los Pegasos. Mientras rememorábamos la travesía y exaltábamos tanto las virtudes de Gabo para describir lugares y crear personajes, como su arrojo para develar las tragedias que enlutaron al país y que los historiadores oficiales ocultaron como parte de la estrategia para perpetuar un orden que marginaba y aniquilaba a quien se opusiera a él, cada uno consumió un patacón con queso, acompañado de un vaso de guarapo, todo para –otra suposición- honrar las andanzas que hizo el maestro por los alrededores de la Bahía de la Ánimas recién se instaló en Cartagena y comenzó su periplo en El Universal.
Lo hicimos con la esperanza secreta de que al imitarlo en sus experiencias nocturnas, aunque fuera una vez, nos impulsaría a adquirir la pericia para titular y escribir unos textos que trascenderían los tiempos. Al despedirnos, a alguien se le ocurrió afirmar que si Gabo estuviera entre nosotros se hubiera referido al viaje como la travesía hacia el corazón de la tragedia. Aunque olvidé al autor, la frase la grabé para siempre con otra esperanza secreta: que en algún momento me sirviera para honrar a quien a través de la ficción nos despabiló, utilizando la pericia del cronista para enseñarnos la realidad de mezquindades y aislamientos en que hemos vivido.