Por: Marialis Hamburger
Sincelejo, la capital de Sucre, estaba de fiesta, celebrando un lunes, inicio de semana el famoso 20 de enero. Las corralejas, esa tradición tan característica y polémica, llenaban la ciudad de adrenalina y algarabía. Mientras la mayoría se congregaba en el ruedo más grande del país, yo me preparaba para enfrentar otro tipo de “corraleja”: la extracción quirúrgica de mis tres cordales.
Me vestí cómoda, con una blusa negra y un pantalón ancho que me permitiera sentirme relajada en medio de lo que sabía sería un proceso largo. La mochila colgada al hombro me acompañó como escudo para lo que estaba por venir. A las 3:00 p.m. debía estar en la clínica, pero entré al consultorio a eso de las 3:30.
El joven odontólogo, David Novoa, me recibió con una radiografía en mano. Me explicó que las tres cordales serían removidas por cirugía debido a su posición complicada. “Es una operación de complejidad media”, aseguró, mientras yo le bombardeaba con preguntas sobre el consentimiento informado, los riesgos de hemorragia y las posibles complicaciones. Sus respuestas tranquilas y precisas me dieron la confianza necesaria para seguir adelante y firmar el consentimiento antes de arrepentirme como toro encerrado en corraleja.
Mi mamá, siempre presente en los momentos importantes, me acompañó ese día. Su intención era quedarse a mi lado durante todo el procedimiento, pero apenas vio las máquinas y el bisturí, los nervios le ganaron. Salió del consultorio visiblemente asustada antes de que iniciaran.
El consultorio estaba al fondo de la clínica, un espacio normalmente reservado para atender niños, alejado del bullicio de los otros procedimientos. Me recosté en la silla y el doctor comenzó con la anestesia, primero en la encía inferior derecha. Pasaron tres minutos y empecé a sentir cómo mi lengua y labio derecho se adormecían. Era hora de enfrentar la primera cordal, la más complicada.
Con bisturí en mano, el odontólogo hizo la incisión. La sangre empezó a fluir con rapidez, y el aparato de succión se convirtió en protagonista. El proceso no fue tan sencillo como esperaba: encontrar la muela fue una tarea ardua, pero sacarla resultó una batalla campal. El tiempo parecía detenerse mientras otros médicos entraban y salían del consultorio, observando el progreso. Fue entonces cuando mi mamá, ya más calmada, regresó al consultorio. Al ver que todavía estábamos en la primera muela, preguntó: “¿Ya acabaron?” El doctor sonrió y respondió: “Apenas estoy poniendo los puntos de la primera cordal”.
Ella se quedó conmigo un rato. Tenía cara de susto mientras me sobaba los pies que estaban fríos por el aire acondicionado y me pedía en forma de nervios y regaño que no hablara, aunque yo apenas podía hacerlo debido a los aparatos y la anestesia. No sentía dolor, pero el sabor metálico de la sangre me acompañaba, y a veces tragaba saliva mezclada con ella. Mi madre, al ver todo lo que ocurría, decidió salir nuevamente antes de que continuaran con la siguiente cordal.
“Ya sé a quién saliste nerviosa”, me dijo el doctor David con una sonrisa, tratando de inyectarme ánimo antes de continuar.
La segunda cordal, la superior derecha, fue mucho más rápida y menos traumática. Entre 30 y 40 minutos bastaron para liberar esa muela. Para distraerme de los nervios, me puse a tararear canciones católicas del repertorio de la iglesia. Al principio, el doctor y su asistente no entendían lo que hacía, pero pronto comenzaron a reír. “Esto es algo nunca antes visto: un paciente cantando en plena cirugía, excelente estrategia”, dijo entre risas.
La última cordal, en la parte superior izquierda, era supuestamente la más fácil. Sin embargo, resultó ser la más complicada y dolorosa. A pesar de la anestesia, no lograban alcanzarla bien y el procedimiento terminó por lastimarme el labio derecho. Este proceso tomó cerca de una hora. Mis nervios y el cansancio ya no me permitían pensar en más canciones católicas, así que pasé al vallenato. Los odontólogos, más familiarizados con este género, jugaron a adivinar las canciones que tarareaba mientras luchaban con la muela rebelde.
El cansancio y el dolor comenzaron a ganar terreno. Pues debido a las molestias en el labio derecho por las herramientas lloré en silencio mientras el doctor intentaba animarme, asegurándome que faltaba poco. Finalmente, después de casi cuatro horas, terminó la cirugía. Salí del consultorio a las 6:40 p.m., exhausta, adolorida y con la cara parcialmente dormida. A esa hora, todos los odontólogos habían terminado sus turnos y estaban esperando que yo saliera para cerrar la clínica.
Esa noche, mientras Sincelejo seguía de fiesta en las corralejas, yo intentaba acomodarme en la cama, abrazando el alivio de haber dejado atrás esa batalla de bisturíes y tarareos. Una tarde de fiesta para unos, y para mí, el día en que me enfrenté al ruedo quirúrgico de mis cordales, con mi mamá como apoyo silencioso y constante.
Los detalles y la profundidad de la historia, la hacen muy especial.
Muchas gracias por el apoyo. Te mando un abrazo enorme