– Por: Marialis Hamburger
En el 2008, cuando los días todavía parecían extenderse como una eternidad, mi mundo giraba en torno a pequeños anhelos y grandes descubrimientos. Con solo 8 años, vivía entre los aromas dulces del palo de guayaba en el patio de mi abuela Alicia Aldana, en el barrio Majagual de la ciudad de Sincelejo y el caos encantador de una casa llena de animales: Scooby, el leal perro que era arisco cuando estaba encerrado pero manso cuando lo sacaban a la calle de paseo; un loro testarudo y antipático que solo toleraba a mi abuela; y un conejo montuno que nunca logré atrapar con mi prima y compinche de travesuras Laura Cárdenas, a pesar de nuestros mejores esfuerzos. Ese conejo era un enigma, traído de la finca de Vitaliano Cárdenas, un lugar rodeado de historias y leyendas familiares, donde mi abuelo tenía a Nacho Vides, el toro más bravo, temido por mis tíos y mi madre, que inspiró el porro La Chepana.
Cuando cumplí 10 años, nos mudamos a una casa inmensa, también en Majagual, en una calle llamada popularmente como “Pasacorriendo”. Allí, el deseo de tener un conejo propio no solo creció, sino que se convirtió en una obsesión. Soñaba con cuidar a un animal tan noble y escurridizo como aquel conejo montuno que nunca logré atrapar.
Mi insistencia fue tanta que para mi cumpleaños número 12, mi mamá decidió cumplir ese sueño. El 24 de septiembre de 2011, un día cualquiera para muchos, pero inolvidable para mí, mi mamá me recogió del colegio en su Ford Fiesta blanco. Mi hermana Orieta, que estaba en su último año escolar, se quedó en temas extracurriculares, y yo aproveché para ocupar el asiento delantero. Fue entonces cuando noté una caja en el auto.
—Ábrela —me dijo mamá, con esa sonrisa que siempre escondía algo especial.
La abrí con prisa y, ahí dentro, encontré el regalo de mis sueños: un conejo diminuto de apenas 20 días de nacido. Supe que mi vida ya no sería la misma.
—¿De quién es? —pregunté, sin poder contener mi emoción.
—Es tuyo —respondió ella.
Esa tarde, la llevamos a casa. Mi hermana y yo debatimos el nombre; al principio creímos que era macho y pensamos en llamarlo “Sr. Bubble”, como el icónico chimpancé de Michael Jackson. Sin embargo, una visita al veterinario reveló la verdad: era una hembra. Así nació Señorita Badsy, nuestra compañera inseparable.
Badsy se convirtió en parte de nuestra familia, acompañándonos a todos lados: la playa, la finca del tío Henry, San Jacinto. Incluso en los momentos más inesperados, como el día que la llevábamos hacia las cabañas del Tesoro. En la carretera, la policía nos detuvo porque no teníamos la tecno mecánica al día. En medio del lío, la tenía en mis brazos y el miedo de que pudiera perderse me hizo enfrentar a los policías con una furia inusual para mi edad.
Pero la felicidad, como aprendí ese año, puede ser tan fugaz como la vida misma. En febrero de 2012 fuimos como de costumbre a una reunión familiar en la casa de mi abuelo difunto Nelson Hamburger, la cual está ubicada en San Jacinto, donde los perros pululaban y las garrapatas acechaban, algo terrible ocurrió. Una garrapata picó a Badsy. Aunque logré quitársela, no sabía las consecuencias de esa mordida.
En los días siguientes, Badsy dejó de ser la coneja juguetona y vivaz que conocíamos. Se mostraba apática, no comía, no corría. Mi corazón de niña supo que algo andaba mal. El 17 de febrero, al regresar del colegio, la encontré al borde del abismo. Lloré y rogué a mi papá, Alfonso Hamburger, que la lleváramos al veterinario, pero su compromiso laboral lo impidió.
Cargué a Badsy en mis brazos, intentando transmitirle fuerzas que ya no tenía. En un último acto de amor, ella lamió mis brazos. Fue su despedida. Poco después, dejó de moverse. El silencio que siguió fue más ensordecedor que cualquier ruido.
La pérdida me marcó profundamente. En los días siguientes, consulté con un veterinario, quien me explicó la causa de su muerte: la garrapata le había transmitido mixomatosis, una enfermedad letal para los conejos. Supe entonces que a veces, incluso con todo el amor del mundo, no podemos salvar lo que más queremos.
Hoy, el recuerdo de Badsy sigue vivo en cada rincón de mi memoria. Ella me enseñó la fragilidad de la vida, la importancia de cuidar a quienes amamos, y el dolor de las despedidas inevitables. Y aunque el tiempo ha pasado, aún me emociona pensar que, por un breve pero significativo momento, fui la orgullosa dueña del pequeño y noble corazón de la Señorita Badsy.