Del fuego en la mirada al frío de su última pelea contra la indiferencia del Estado
-Por: Marialis Hamburger
Por las calles medio pavimentadas y arenosas de Santa Cecilia un barrio ubicado al sureste de la capital sucreña, una figura encorvada por los años aún se mueve con el andar de un boxeador que nunca dejó de esquivar los golpes de la vida.
José Ramón Hernández Jaraba, o como lo bautizó la calle, «Kid Cascarita», tiene 74 años y un historial de 150 peleas, de las cuales ganó 149. En el cuadrilátero, su cuerpo pequeño pero firme resistía los embates de rivales imponentes.
Hoy, el verdadero combate se libra fuera del ring, en una casa azul con rejas negras no tan altas, aferrada al borde de un arroyo, donde se amontonan partes de camas, puertas y maderas que, aunque parecen escombros, reflejan el oficio que aún lo sostiene: la ebanistería.
Su historia comienza en Galeras, pero su camino lo llevó temprano a Sincelejo. Nunca conoció a sus padres biológicos. A los siete años fue adoptado por Elvira Jaraba y Francisco Hernández Arroyo, quienes le enseñaron que la vida se defiende como en una pelea a 12 asaltos. La pobreza fue su primera rival y la venció con manos curtidas de trabajar, primero vendiendo mamón en las calles, luego tallando madera como ebanista.
El apodo de «Cascarita» nació en esos años de vendedor ambulante. Cuando recorría las calles con una bolsa de mamones, la gente empezó a llamarlo así por la cantidad de cáscaras que quedaban regadas tras su paso. A su madre adoptiva, Elvira, no le gustaba el apodo; sentía que era una burla, un diminutivo que no reflejaba la grandeza de su hijo. Pero en los barrios de Sincelejo y Lorica, ese nombre se convirtió en un sello. «Cascarita» no era solo el niño que vendía mamón; era el muchacho que tenía hambre de grandeza y que, con los años, demostraría que su apodo quedaría grabado en la historia no solo del boxeo sucreño, sino del colombiano.
En Lorica encontró el boxeo, su destino. Su entrenador, Armando Almanza, vio en él un diamante en bruto. Rápidamente, la ciudad lo conoció como «Cascarita», el muchacho menudo que con sus puños hacía tambalear a gigantes. Su derecha era rápida, su izquierda precisa. A los 21 años, ya era un nombre en la categoría minimosca.
EL DUELO EN MÉXICO Y LA PELEA QUE NO GANÓ
Corría el año 1974 cuando la oportunidad tocó a su puerta. En unas eliminatorias panamericanas en México, representó a Colombia con la fiereza de un guerrero. Noqueó a un panameño en el primer asalto. Luego a un ecuatoriano. La final, la que definiría su destino, lo enfrentó contra un cubano. Tres veces lo lanzó a la lona. Tres veces lo vio levantarse. Cuando sonó la campana final, Cascarita alzó los brazos. Había ganado. O eso creyó. El veredicto de los jueces le arrebató el triunfo. Un fallo inexplicable. La frustración se volvió un eco en el estadio y la pelea se trasladó a las gradas. Esa noche, Cascarita aprendió que no todos los combates se ganan con los puños.
Regresó a Colombia con el deseo de seguir peleando, pero la realidad le dio un golpe más fuerte. No había dinero para entrenar, no había respaldo. El boxeo lo había exaltado y luego olvidado. Colgó los guantes y se entregó a la ebanistería, su otro arte.
Hoy, a sus 74 años, la batalla continúa. Cuatro hijos, tres nietos y una historia que pesa en su espalda como si aún llevara guantes de 8 onzas. No tiene pensión, ni ayuda del gobierno, ni de la empresa privada. Su casa, enclavada junto a un arroyo, le ha negado hasta el subsidio de vivienda. Pero en su mirada todavía hay fuego. Recuerda con orgullo a su amigo Juan Arada, el campeón mundial que le ganó a Bernardo Caraballo, y sonríe con la misma nobleza de un boxeador que nunca se dejó caer.
«La vida es así, mano. Uno pelea hasta el final», dice, con la voz ronca de quien ha gritado muchas victorias y tragado muchas derrotas.
Cascarita sigue en pie. No necesita un ring para demostrarlo. Lo que sí necesita es que alguien, en algún rincón de este país que alguna vez celebró sus golpes, le tienda la mano. Porque las glorias deportivas no deberían vivir en el olvido. Porque ningún campeón merece pelear su última batalla en soledad.