Crónicas desde el pos conflicto(I)
EL RETORNO A LA MONTAÑA.
– Sin periodistas en la escena del crimen, durante la masacre de Chengue.
Por Alfonso Hamburger
Había jurado no regresar a estas tierras ni a recoger los pasos. Fue como escupir para arriba, porque la saliva ha salpicado mi rostro. Hoy he vuelto a posar mis pies y la mirada sobre los arisales, me he bañado en la tina de Los Santos (esas piscinas naturales de arroyos correntones), he escalado la montaña de piedra, he bautizado una de las cuevas halladas por los perros que perseguían a unos zainos hace muchos años (la de los higueretas) y he vuelto a tronar las bolas de marfil sobre las ranuras tramposas a través de un tapiz desgastado en la buchàcara de la esquina. He recibo el abrazo de la gente y percibido el olor a tierra mojada, flor de esperanza, faldas parideras de patios esplendorosos. La mayoría herrumbrosos, donde cruje la hojarasca. He aquí, Don Gabriel, la tierra prometida de Nacho Paredes, de Dairo Pérez Méndez y de Tulio Enrique Baldovino Peluffo, Peluffo con doble efe. Así como le gusta a su dueño, advierte, mientras escupe en la tierra apesadumbrada y se yergue, un poco altanero, pero con temple de valiente.
Por eso, porque me debo a estas tierras de María, trataré de justificar mi amenaza de no retorno, echándoles un cuento inicial, para volver sobre lo vivido recientemente.
La masacre de Changue, la más dolorosa de las 52 matanzas colectivas sistemáticas ocurridas en los Montes de María en menos de diez años, sucedió un 17 de enero de 2001. Fue un 16 para amanecer el 17, siendo exactos. La matazón no fue más grande porque a los tipos se los cogió el día y no alcanzaron a llegar a Don Gabriel y Salitral, que aparecían en el camino criminal de barrido paramilitar a esta rica zona colombiana.
Paradójicamente, mientras los criminales, ebrios de rencor y de licor, danzaban sobre la sangre desparramada en Changue, en la capital de Sucre, a una hora y media en automóvil, se desarrollaban las fiestas más antiguas de Colombia, en honor al Dulce Nombre de Jesús, con toros guapos y dos reinados de belleza. Su inicio fue en 1845. Yo era corresponsal de El Heraldo de Barranquilla. Lo fui durante doce intensos años de guerra. Eran tiempos en que se pasaba con mucha facilidad del fandango al velorio. Los periodistas pasamos con frecuencia del estrato seis, con presidente y ministros a bordo, a un estrato cero. Oliendo pobreza. Viviendo pobreza. Sufriendo el dolor del hambre. El hambre duele feo. Y yo hacía un periodismo sacrificado, andando como sonámbulo, pensaba como poeta pero actuando como loco para pasar por los alambrados de púas sin pizca de miedo, porque era muy probable que un revólver apuntara sobre mí cabeza sin que fuese consciente de ello. Eso me salvó. Más bien era un poco distraído. Un poco no, bastante. Hasta en las parrandas me extraviaba en mis meditaciones profundas, en la búsqueda del encabezamiento de una crónica. Pensando en un amor perdido. Primero las escribía en mi mente y después me sentaba al computador y las plasmaba de un solo tirón. Como Leandro, el ciego, solo lograba cantar después de pensar. Era irresponsable hasta en eso, porque pensaba que eso era todo. Las mayorías eran cosas sin el debido rigor, pero dejaba en ellas parte de mi alma. Y la gente las aplaudía. Yo no sabía qué era chivear a otro periodista. Eso no fue mi fuerte. Ni me interesaba. La única vez que atiné en una noticia en forma de primicia, fue en el burro bomba de Chalán, pero no estuve en el lugar. El Heraldo fue el único periódico que título “Burrobomba”.Y más bien, los datos los recogió el fotógrafo Miller García, quien viajó directo a Barranquilla, porque no había otra manera de llevar el material gráfico. No existía el WhatsApp ni el twitter. Yo no sentía a nadie como competencia. En mis distracciones mentales, con mi cabeza ocupada en una canción o en un párrafo de entrada, no pensaba en contendores. Pero en cambio, algunos colegas me veían como competencia. Por eso me fui en blanco en la masacre de Chengue. Estábamos embebidos en las curvas y las piernas de las 22 candidatas del reinado popular de las fiestas del Veinte de Enero, en los alrededores de la piscina del desaparecido Club Campestre, hoy almacenes Éxito. El lugar tenía un desnivel que nos llevaba a la antigua cancha de softball, escalón tras escalón, donde hoy deben estar los parqueaderos del primer nivel de ese centro comercial. Yo estaba tan distraído en mis sueños que en determinado momento me quedé en un vacío. El tiempo voló. Ya debían ser las once de la mañana. Cuando levanté la vista la concurrencia estaba escuálida. Las candidatas estaban cambiándose las ropas y los del sonido empezaban a recoger los cables de la amplificación.
– ¿Alfonso y usted que hace aquí? Me peguntó alguien a quien no preciso.
Fue donde puse los pies sobre el pavimento. No había un solo periodista en el Club, ni para enviar una razón de boca. Me sentí extraño, cual si estuviera flotando. No supe responderle al preguntón y entonces le hice la pregunta de cajón:
-¿Por qué?
– ¡Caramba, estas chiveado, en Chengue mataron como a cien personas!
Allí si quedé petrificado. Busqué a Rosita Márquez con la mirada y no la vi por ningún lado. Recordé que la había mandado a la oficina con los registros fotográficos de aquella mañana. El anterior fotógrafo ( el mismo de Chalán) se había cansado de tomarles fotos a los viejos de mis reportajes, de modo que el periódico lo reemplazó por Rosa Márquez, una reportera social, bien mandada, que daba sus pinitos en el oficio. Mijita linda apareció más asustada que yo. Todos los reporteros de Sucre ya estaban llegando a Ovejas. Se fueron silenciosamente sin decirme nada. La mayoría había salido del Club Campestre directo a la masacre, sin tiempo de cambiar los rollos y los cassettes donde poco antes habían capturado las poses de las reinas. Alguien les había dado la noticia en medio del desfile. En estos casos era bueno salir juntos porque aparte de la compañía, se hacían alianzas para contratar los automóviles y se echaban chiste para olvidar la calamidad. En contratos colectivos el flete era más barato. Algunos corresponsales cuadraban sus sueldos con los fletes, porque en Bogotá desconocían muchas veces nuestra geografía. A veces creían que Sincelejo era un corregimiento de Montería. Cuando se trabajaba en equipo, viajaban las competencias en el mismo carro y a veces se compartían las chivas. Además, era un solo camarógrafo para todos los noticieros del país. Los noticieros de Bogotá contrataban verbalmente a los periodistas, que en el afán de trabajar y que los vieran en televisión, prestaban plata, se iban a cubrir noticias de la guerra y esas empresas desgraciadas pagaban 40 días después por notas y viáticos.
Contacté a Rosita, contraté un taxi y nos fuimos a Ovejas. De Chengue tenía referencias vagas. Ahora sé que es más rápido viajar a ese corregimiento por la vía Sincelejo- Toluviejo- Coloso- Chalan- Don Gabriel- Chengue. En Ovejas hicimos el transbordo a un jeep campero, porque los taxis no entraban hasta allá debido al mal estado de la vía. Eran muy bajitos. Se trataba de un carro viejo, conducido por un hombre huraño, quien no se arrugó para viajar, pese al miedo colectivo en la zona. Parecía gozoso de llevarnos hasta el infierno. Más bien resultó ser un hombre avezado, quien parecía divertirse con la situación de Rosita, que iba temblando del miedo, con su cámara abrazada, al cubrimiento de su primera masacre. Empezó aquel viejo campero a descender unas lomas altísimas, repletas de cascajos y peñascos sobresalientes. No parecía carretera sino camino de mulos. Las llantas de los carros era la única huella de la civilización marcada en esos andurriales en los inviernos. El verano esta vez estragaba la tierra. De los cultivos de tabaco con el corte de vaca visible no salían adioses como en antaño. No hallamos en muchos kilómetros vestigios de vida. Ni un solo campesino limpiando una cerca o despalitiando una rosa menos un veranillo. Creo que hallamos solo un carro de regreso, donde se puso a prueba la estrechez del camino, ahora sobre columpios azulosos, con vestigios verdes del ajonjolí. El chofer del único carro a esa hora, cuando debían ser la una de la tarde, dio a entender que el Ejército ya estaba en la zona de la masacre.
Recordé la frase de un conferencista sobre derechos humanos: La ventaja de los periodistas es que cuando se llega a la escena del crimen, ya los autores se han ido.
– ¿Y si no se han ido? Pensé.
A esas alturas no sabía nada de la presunta masacre. En este tipo de cosas jamás se sabe. Trataba de saber lo menos posible de la guerra para no morir de miedo. A veces sabía de cosas, de lugares y de gente que me aterraban posteriormente sus historias macabras. Un día saludé al peligroso Rodrigo Mercado Peluffo, alias Cadena, sin saber quién era. Lo tuve de frente y hablé con él al borde de la playa, en El Rincón, y le mamé gallo. Y actué con tanta naturalidad que creo que el tipo jamás dudó de mi rectitud. Ya siendo un criminal con fama, alguien me preguntó que si quería conocerlo, que estaba en una parranda. Le dije que no, que no tenía nada de qué hablar con el personaje. Los Montes de María se desangraban a mis lados sin que yo supiera realmente quienes eran los que se lo disputaban. Mientras el viejo campero avanzaba tragándose aquel camino culebriante sonaba la chichara. Esta es zona de tupida vegetación y de abundante chicharra. De esas que se pegan en la barriga de los árboles y no se le ve por ningún lado. Solo se escucha su estridencia acompasada que sube y baja, como guiada por el mejor director de una sinfónica. El destartalado automotor atravesaba zona de pata de vacas, siérrate puta y desbarata baile, una planta que hedía en los caminos, cuando era aplastada por la bota de la guerra o de la paz, más de guerra que de paz. Esa tarde olía con intensidad a sarna y a mapuritos, animal que mea los caminos y apesta los vientos. Atravesamos La Ceiba, Buenos Aires y Don Gabriel, que fungían cual pueblos fantasmas. Se aproximaba Salitral. Allí fue donde me ubiqué un poco. En mis tiempos de conquista había estado en la hacienda La Esmeralda, de la familia Cárdenas Aldana, administrada por el gran Olimpo Cárdenas. En esas casas comí sancocho de gallina en los amoríos con Consuelo, comenzando los años 90. Creo que todo empezó a descomponerse con la elección popular de Alcaldes y con la constitución del 91.
No soy un analista de paz, pero creo que la zona se empezó a dañar por el juego sucio de los procesos. No hubo perdón ni olvido.
Cuando pasamos Don Gabriel no pude más que recordar la irresponsabilidad de uno de los fotógrafos que llevamos a cubrir una jornada de paz con el PRT, cuya zona de desmovilización era este bello corregimiento, alzado en el risco, dividido en dos por el arroyo San Miguel. Nos la pasamos todo el día jugando buchacara, juego con el que me pelan los bolsillos. Fui coime en un tiempo perdido. Al final, sabido de quien era, no tendría problemas en armar la crónica sobre el ambiente. Sin embargo, ya en la tarde, en que empezamos a recorrer el caserío para regresar a Cartagena le pregunté al fotógrafo que si había tomado tal foto y él decía:
– Ya la tomé, pero vamos a asegurarla. Clic y la tomaba.
A esas horas, no había tomado la primera. Asegurarlas era iniciarlas.
Pronto estuvimos en Salitral, donde el camino hace una Ye. Un ramal va a la finca La Esmeralda, sobre la derecha. La otra, a la izquierda, nos pone a tres kilómetros en línea recta de Chengue, que ya se divisaba en lo alto. El vestigio de la guerra parecía un diablo que fumaba tabaco en el ensille. Las casas aun ardían sobre el ensille enrarecido por la balacera que seguía. El sol les hacía caso, hiriendo los ojos con su brillo de enero. A la izquierda, subiendo, se desprendía el ramal a Chengue, sinuoso y extraño. En el lugar estaban todos los periodistas que me habían dejado botado. La Infantería de Marina, que empezaba a penetrar a la zona pese a que sabían de la masacre desde el día anterior (hay una condena por ello), había retenido a todo el mundo. Por lo menos ocho vehículos estaban detenidos, en uno de los cuales llevaban tres ataúdes. Allí fue donde supe realmente que había muertos de veras. Los ataúdes me conmueven, me asustan. No me gusta mirarlos. Iban arriba de los carros, atados con pitas. Supe, 17 años después, que uno de los fotógrafos que logró penetrar a Chengue, iba metido en uno de ellos y que la cámara de video con la que grabaron las únicas imágenes de la masacre fue metida en la sotana del cura que llegó aun con las claras del día. Con esas desgarradoras imágenes, logradas con el pulso nervioso del miedo, en la que los cadáveres son subidos a unas volquetas de acarrear piedras con sus cabezas apachurradas derramando sangre negra, Gustavo Petro hizo el famoso debate contra los paramilitares y los militares en el Congreso.
Yo realmente no tenía ninguna clase de reclamos contra mis colegas. Ahora estábamos todos en las mismas condiciones. Ellos le exigían el paso al comandante del pelotón de soldados, quien advertía que no respondía por la vida de nadie, aduciendo que en la zona había guerrilla y que los combates seguían. Y no era mentira. Al menos así lo percibíamos quienes apenas llegábamos a indagar las cosas. En las colinas que circundan a Chengue y Salitral sonaban tiros. Parecían tiros de escopeta. Tiros ripiados. Tiros cazados. Tiro a tiro se oían los disparos, como si se tratase de francotiradores. Se suponía que era la guerrilla, que llegaba a vengar a sus muertos. Esa era una de las hipótesis que se manejaba en las masacres, que los muertos eran guerrilleros o amigos de la guerrilla. En ese momento, cuando intentábamos bajarnos para indagar sobre la situación, los carros que iban adelante empezaron a sobrepasar a los soldados, quienes marchaban en fila india con sus morrales y sus fusiles en guardia, dispuestos a disparar. A doscientos metros olía a palma quemada y a sangre. Chengue se ponía a tiro de cañón. Fue cuando comenzó la balacera. Los soldados se dispersaron por el monte, protegiéndose de supuestos atacantes. Fue la confusión total. Los periodistas abandonaron sus carros y se metieron debajo de éstos. Balas iban y balas venían. Zumbaban por los aires. Destroncaban ramas. Dos helicópteros artillados sobrevolaban la zona y se perdían por los ensilles con sus fusiles amenazantes. Me miré la camisa, zanahoria subida, manga larga del almacén rre Gino Pascalli. Era un blanco atractivo para un francotirador. Le supliqué al conductor que diera la vuelta para regresar. No quería seguir a ese infierno. El tipo se echó a reír con sarcasmo de mi cobardía. Rosita se me perdió.
– Yo le pago para ir a Chengue, pero para devolverlo usted me paga el doble, gritó.
– Regrese, que le pago el triple, le supliqué.
En ese lugar la carretera no tenía espacio para retorno. El tramo era encajonado entre barrancos y colinas y para cruzar dos vehículos en contravía era casi imposible. Uno de los dos tenía que meterse al monte, contra los alambres de púas, los barrancos y las cañales. El tipo avanzó unos metros, risueño, con deseos de pasar la primera barricada, que los soldados habían montado doscientos metros antes de Chengue, donde aún ardían las casas.
– Bueno, pero si quieres ver muertos bájate, allí están los primeros, aconsejó, mientras apuntaba con la mano, sobre un campo de fútbol de puertas de madera, torcida.
Fue donde vi a Rosita, mimetizada en uno de los carros que iban adelante. Varios periodistas estaban abajo del vehículo y desde allí disparaban sus cámaras. Me bajé y corrí hacia el campo de fútbol a la izquierda sobre una lluvia de balas. En uno de los extremos del campo había dos casas campestres y algunas vacas pastaban la grama del estadio, indiferentes al drama. Una plasta de estiércol me hizo resbalar, pero llegué a la casa y penetré en la sala. Velaban tres cadáveres. Dos eran menores de edad, degollados por los paramilitares. El llanto adentro se confundía con el ruido de guerra de los helicópteros, el tiro intermitente- cazado- de la guerrilla en los ensilles y la metralla de los soldados apostados en el patio de la casa. No me gustan los ataúdes ni los muertos. Me dan escalofrío. Sentí claustrofobia en aquella sala pequeña llena de muertos y mujeres gritando. Rosa apareció y cuando la vi fue tomando fotos, con la tranquilidad de quien se toma un vaso de agua, con la misma simplicidad de quien toma postales en un acto social. Lo único que le faltaba era enderezar la cabeza a los muertos, o decirle “Diga wiski o yuca”. No aguanté la escena y asomé al patio enmontado. Un soldado estaba pertrechado detrás de un árbol de mamón y desde allí disparaba ráfagas interminables. Las mujeres le contestaban con su llanto profundo y la guerrilla respondía, tac, tac, tac. Lo helicópteros reaparecían, hiriendo el horizonte.
-¿Era actuación o era verdad? Hoy se pone en duda si realmente había combate o no. O era una patraña para disuadir a los periodistas. Tomé a Rosa por la mano y con ella atravesé el campo otra vez, en sentido inverso, en una maratón que me parecía interminable, siendo yo un blanco perfecto con mi camisa de colores.
Regresé primero que los otros periodistas. Y el chofer no me cobró el excedente de mi cobardía. Me había mamado gallo todo el tiempo, como los soldados habían fraguado una pantomima. Su comandante fue hallado culpable de negligencia y complicidad en la masacre. No les interesaba la presencia de periodistas en la escena del crimen.
ESTIMADO CRONISTA.
ES TAN REAL SU DESCRIPCION, QUE CUALQUIER FOTOGRAFIA DE LOS HECHOS SOLO COMPLEMENTARIA, SU DESCRICION, ES QUE NADIEN QUE NO SIENTE O PERCIBA ATRAVES DE SU PIEL, EL DOLOR AJENO PODRIA DESCRIBIR EN UNA NARRATIVA TIPO RULFO EN COMALA , LA PELICULA DE TERROR CON GUION DE SERES TAN MALVADOS , COMO LOS YA CONDENADOS, POR LA JUSTICIA Y EN ESPERA DE LA CONDENA DIVINA,, SUS CRONICAS DE MONTE HUELEN AJONJOLI TOSTAO EN FOGON DE LEÑA,,, BUENA MAESTRO!!!!.