Esta foto muestra la magnitud del desastre.
Por: Libardo Barros Escorcia
Estuve en Piojó a mediados de octubre de 2022 días antes del hundimiento de las 85 casas del barrio Camino grande, ubicado en la cabecera municipal. Fui porque quería conocer dicho pueblo, distante a 2 horas de Barranquilla en bus intermunicipal. El lugar prometía ser una maravilla si me dejaba guiar por las descripciones de dos de mis estudiantes. Para Milagros y Natalia, maestras en formación, no existía en el departamento del Atlántico un lugar que tuviera un clima tan agradable. Solían afirmar que allí sus noches son tan frescas que se duerme sin ventilador, incluso en verano. Eso era posible porque vivían a 350 metros de altura sobre el nivel del mar, de cuyas orillas se puede disfrutar a escasos 20 minutos.
El desplome de las 85 viviendas me tomó por sorpresa y cambió de golpe la visión que me había hecho de Piojó y sus 8000 habitantes, repartidos entre la cabecera municipal y los corregimientos de Hibácharo y Aguas vivas. Los problemas que surgieron a partir del 5 de noviembre de 2022 a las 10:30 p.m. aún continúan porque las decisiones que se tomaron están varadas en trámites y una dudosa lentitud. A la final, parece que todo se redujo a ilusorias promesas.
A primera vista, luego de mi llegada, todo estaba en su lugar. En ese entonces, no había perturbaciones. Por su apacible carácter, los piojoneros parecían estar viviendo un futuro anticipado. En boca de la gente pareciera que, incluso, los cambios que promueve el tiempo no fueran necesarios para ellos. Por su exceso de certezas daba la
impresión de que ya eran lo que deberían ser. Ignoraban, o no se querían dar cuenta, que las cosas no son así. La colectiva negación a aceptar la impermanencia daba sentido a una rotunda negación de la dinámica conflictiva de la realidad. Sumidos en su engañosa narrativa, nunca será bien visto alguien quien dijera que esta parafernalia era
mentira. Que la perenne paz era una falacia y la convivencia cotidiana no era una réplica terrenal del paraíso.
Ni las tumbas del cementerio se salvaron del movimiento de tierra.
Pero las necesidades reales eran evidentes. Emergían después de una simple pregunta: ¿A dónde llevan sus enfermos? Se debía esperar que la ambulancia estuviera desocupada, fue la inocente respuesta de muchos. Porque a los enfermos de urgencia se les llevaba a Baranoa, el pueblo de al lado. Todo en la única ambulancia con la que cuenta el pueblo. Y en vez de gestionar soluciones reales e inmediatas, la administración actual, al igual que las anteriores, utilizan el erario en otros asuntos. Como por ejemplo, construir una cancha de fútbol en el lugar menos apropiado. Obra que con el paso de los días se convertiría en la causa del derrumbamiento de 85 casas y el Cementerio Municipal. Suceso muy difundido en redes sociales por la comunidad y la prensa nacional.
A partir de la noche del deslizamiento de tierra afloraron los defectos, personales y colectivos, ocultos tras aquel manto de mansedumbre. Porque se comprobó de inmediato que las ignoradas necesidades no se podían tapar. Aunque no hubo heridos, era lamentable ver cómo las casas se vinieron abajo desde sus cimientos. Igual pasó con el cementerio donde muchas tumbas giraron sobre eje mientras eran llevados cuesta abajo entre el agua y el barro que las había ido socavando, después de casi una semana de lluvia. Para algunos estaba claro que por eso la tierra no podía contener las estructuras de ninguna construcción.
A pocas horas de la tragedia, los consabidos mecanismos de defensa se activaron. Y era común escuchar por la radio el parloteo de los espontáneos opinadores que con su ensayada razón califican y descalifican, culpan y exoneran, según sus intereses. Tras la apremiante calamidad, algo ignorado hasta entonces se había desatado en aquel pueblito humilde y maravilloso en el que pocas semanas antes todo era felicidad.
El infierno, que es igual en todos los pueblos, sin importar su tamaño, se había activado. Porque cuando lo inesperado aparece, se pone en escena el mismo guion, sin importar lugar ni tiempo. La defensa y el ataque, la culpa y los reproches surgen sin miramientos entre dirigentes y la gente del pueblo, como si con ello se pudiera hacer algo.
En un cuento de Juan Rulfo, escrito a mediados del siglo pasado, se ilustra detalladamente el sombrío escenario de un derrumbe. Desde la llegada de los funcionarios del Estado y sus señoras encopetadas, con los regalos y donaciones de rigor, hasta las interesadas ayudas de comerciantes y políticos; anexados a discursos amañados, los cuales, como siempre, muestran, sin ningún recato, lo que significa sacar ventaja en medio de la desgracia de muchos. La estrategia de poner a la gente en la ira moviliza con eficacia a la turba indolente y sedienta de justicia.
Se trata de señalar culpables o buscarlos donde sea y acuñar y difundir insultos que recuerden advertencias detalladas de lo que podría pasar. No hace falta que sea cierto, porque frente a las tragedias se necesita
inventar un enemigo; por su parte, el funcionario de turno se desvela dando explicaciones a lo que ha sido producto de su indiscutible negligencia. En medio de los reclamos se reveló que la primera autoridad del pueblo reside la mayor parte del tiempo en Barranquilla. Forasteros y periodistas escuchan con atención mientras anotan lo que
se escucha a media voz: “… por eso, el día de la calamidad la señora alcaldesa no estaba aquí”.
Todo quedó servido para que la romería de la prensa, vehículos estatales y muchísimos curiosos fueran poniendo en el mapa a un pueblo desconocido. Incluso en los noticieros se pronunciaba su nombre sin la tilde en la vocal final: porque no es Piojo. La semana después llegó la Procuraduría de la Nación y nuevamente el demonio apareció.
Las denuncias de los lideres sociales daban cuenta de amenazas por parte de la alcaldesa y su grupo político. Acusaban a la mandataria de no haber hecho nada, pese a las advertencias. Le recordaban que el sancionado senador, líder de su grupo político, tenía las manos metidas en todo ello. A lo que había que sumarle el cicatero silencio de los constructores de la cancha de fútbol en lo alto de la zona del derrumbe.
Magnitud del desastre, hasta los muertos llevaron de la situación.
Mientras crecía la ola de visitantes, los habitantes del barrio Camino grande se vieron forzados, para agilizar la removida de los escombros, a parar aquella especie de turismo negro. Los pocos restaurantes y fritangas no daban abasto. Las ventas de pan disminuyeron porque un camión, contratista de la merienda de los colegios del departamento, repartió sus productos a la población durante varios días.
Cada damnificado recuerda, aun entre sollozos, lo que pasó esa noche. Doña Mirella Alonso, de 53 años de edad, dice que le dieron una pastilla para el sueño, para doparla. Que al día siguiente, tempranito, un vecino le dijo que no fuera para su casa porque ahí ya no había nada. Que todo se había perdido. Enseguida comenzó a correr para comprobar la mala notica. Y era cierto. Su hijo se lamentaba frente a las ruinas. Lloraba porque no me creía capaz de soportar ese golpe. Pero él no me había visto y yo lo abracé por detrás y le dije que no se preocupara, que saldríamos adelante. A las nueve de la mañana la llevaron de urgencia con la presión a más de 200. No la remitieron para Baranoa porque la
ambulancia, como siempre, no estaba disponible. Ahora estoy aquí en esta casa que antes estaba sola, casi abandonada, remediándome como pueda. Tratando de comprar ollas y calderos porque casi todo lo que
tenía en unas cajas se lo llevaron. Y viéndolo bien, hasta ahora no se vislumbra ninguna solución. Parece que eso va a demorar bastante.
Las que antes eran calles pavimentadas, quedaron así.
Un amigo periodista comentaba que en estos pueblos se ocultan los problemas para que no salgan a flote las auténticas necesidades de sus habitantes. Que de esto dan cuenta en sus informes y noticas pero son mutilados por lo editores de noticias.
En pocos pueblos existe la concordia que aquí promocionan un hecho. Lo cual está fundamentado en la fantasía de quienes lo esgrimen como marca de identidad. Pero apenas se presenta una necesidad o aparece un conflicto todo se va a pique. Se descorre el telón que saca a la luz las debilidades de una existencia menesterosa. Por eso prefieren dormirse en la creencia de que todo está bien. Que no tienen ninguna necesidad que dignifique su vida, pues vivir de la buena fe es mucho mejor. Aunque equivalga a sobrevivir al garete, sin ningún cuestionamiento de su propia realidad. Sin ninguna otra indagación que la del consumo del día a día, o como mucho, del día siguiente. Y los inevitables dolores pasan sin sospecha, sin una duda o idea que indague por lo que pueda haber detrás. Ignorantes de si hay un delante o un atrás, para no hacerse preguntas.
Si hay fiesta, celebrar. Si hay regalos, tomarlos. Si no hay luz eléctrica, da igual. Si se fue el servicio de agua, pues se fue; si no hay ambulancia para los enfermos en el hospital, no pasa nada. Pareciera que no se quiere ver lo que está detrás de lo que pasa. Ni un motivo, ni un interés, alguien o algunos responsables de que las cosas pasen o dejen de
pasar.
Veinte días después, los afanes eran menores. Pero la mayoría de los damnificados vivan la zozobra de haber perdido su casa. Su negocio o el lugar donde vivieron por más de 50 años, como doña Rosa Ochoa. Pensar en el significado de la salida de aquel lugar donde fue posible ganarse la vida con la modistería, como la señora Leidys Molinares,
jamás estuvo en sus planes. O la tienda de doña Elvira Saltarín. Y el resto de vecinos que tuvieron que tumbar sus casas agrietadas. Echar abajo las paredes que ladrillo a ladrillo fueron edificando y luego verlas inservibles, desvalorizadas, estorbando, como cosa que no vale nada.
Con poco, muy poco, que salvar en ellas porque el piso destrozado y la mayor parte del techo quedó resquebrajado por la fuerza del derrumbe. El caso de la “seño Conchita”, María Asunción Gallardo, y su hijo Osvaldo es excepcional, ya que en vista de que los reclamos de la gente no eran atendidos, varios días antes de la calamidad, decidió mudarse; por eso ahora se niega a hablar sobre el tema.
Milagros cuenta que desde diciembre volvió la música, que todas las cantinas están abiertas porque la gente pide, o necesita, diversión. Natalia dice que las fiestas de diciembre y Año Nuevo ayudaron a poner de lado los infortunios de los damnificados, pero el refugio provisional que se les asignó no fue aceptado de buena manera por las 156
familias, a las cuales ahora se les paga un arriendo en casas de familiares y amigos. Aun así, el pedido de todos es la de una pronta
reubicación en casas donde quepan los que vivían, ya que en algunas de ellas había tres familias.
En el barrio hay casas habitadas por fantasmas, a las cuales la gente tiene miedo. Y se ha descubierto que son sus dueñas que en las noches llegan a limpiarlas y estar un rato entre sus paredes vencidas por las grietas y el techo totalmente roto. Un empleado de la Alcaldía confesó que el verano ha resecado el suelo, por eso las grietas del pavimento se han agrandado. Que seguramente el próximo invierno será más crudo, con lo que da a entender que el agua buscará recuperar el espacio perdido donde antes fue un arroyo o una quebrada.
Para abordarlos y pedirles una entrevista no se necesitó de un vocero o un traductor de nada porque en cada diálogo la gente volvía a sangrar por sus heridas. Más allá de lo que prometen ser estos carnavales, saben que tienen arduas tareas por delante. Que a las promesas y sueños personales y colectivos deben buscarle la manera para hacerlas valer frente a la desgracia; así sea con la ayuda o no del Estado. Aunque hay mucha incertidumbre porque el pago de los subsidios de los arriendos y servicios llega tarde. Haciendo bien las cuentas, ya se sabe que no son suficientes los 350000 pesos de subsidio, debido a que les están cobrando por casas no tan buenas sumas que sobrepasan los
400000 pesos, sin servicios
Don Rafael González me dice que no tuvieron tiempo de recuperarse del duelo de la pandemia, cuando en esas les llegó el derrumbe. Por eso, todos creen que en lo sucesivo la bulla del carnaval será mayor. Se nota en estos días cuando muchos reconocen que todo lo que se tiene guardado hay que bailarlo y bebérselo. Así como el dolor es inevitable, el resto del pueblo desea que la alegría de la fiesta alivie las cargas, no importa lo que vaya a durar. Eso sí, que sea por el bien de todos.