Crónica viajera:
LA MUJER QUE LLEGO A HEDER A BURRO MUERTO.
Por Alfonso Ramón Hamburger
En toda la casa pegaba un olor a burro muerto. Cuando servía la comida, la mujer tenía que taparse la nariz, meterse en el baño y atrancarse por dentro para que el olor amainara y su marido pudiera comer tranquilo. Llevaba esa costra pegada en las partes nobles como un maleficio puesto a mansalva para que ningún hombre pudiera apetecerla y poseerla debidamente como hembra buena. Cuando su mejor vecina fue a verla, alarmada porque los goleros ya husmeaban la casa y el tufo pegaba en dos cuadras a la redonda, no tuvo más remedio que aconsejarle que buscara un brujo. No era normal que una mujer, año y medio después de parida, no pudiera atender a su marido en los deberes del amor. Supuraba una materia putrefacta por la vulva y de ésta le salían gusanitos blancos cabecita negra.
Se había casado a ojos cerrados con el primer hombre que la enamoró, en El Salado, Bolívar, en la zona sur-este del Carmen de Bolívar, cuando apenas tenía 18 años. Había nacido 32 años antes de que los paramilitares arrasaran el pueblo. Su marido se la había llevado a vivir en Cartagena y el mar la impresiono tanto que no fue capaz de soltar la totuma que llevó para bañarse, como si estuviera en los charcos fríos del arroyo Mancomojàn. Como la primera totumada era caliente, decidió botarla. Era corroncha, despierta y bella. Su esbeltez paraba los buses en la avenida Pedro de Heredia, congestionaba el ambiente de miradas escrutadoras y su mata de cabellos azabache se mecía al son de la brisa morena que besaba las murallas. El problema se le presentó después del parto, porque no tenía servicio doméstico y a los ocho días, sin la debida cuarentena a que acostumbraban las mujeres de su tierra, se levantó a lavar la ropa, a trapear el piso y a cocinar los alimentos. Una noche, después de una jornada dura y de ajetreo parejo se acostó muy cansada y al otro día al tratar de levantarse no dio pie. No había amaneciendo siendo el insecto en que se convirtió Gregorio Samsa, en La Metamorfosis, pero en algo parecido se le volvió la vida desde entonces. Cuando quiso alcanzar el baño cayó de bruces y tuvo que arrastrarse como una rata apestada hasta alcanzar el objetivo, porque su marido no fue capaz de darle la mano, entretenido con la escena, mientras soltaba una risa macabra. Duró varios meses caminando en cuatro patas, dejando por el camino un reguero de olor a burro muerto que ya estaba atrayendo a los goleros, cuando le recomendaron que buscara un brujo: “porque esas no eran cosas de este mundo”.
El brujo llegó de Venezuela y la examinó de pies a cabeza. Sólo fue oler sus orines y revisarle un poco para detectarle los caminos cruzados. Los gusanos blancos cabecitas negras se la estaban comiendo viva. El hombre le dio un ungüento para que se lo untara en el lugar y empezó a recobrarse paulatinamente. El siguiente problema fueron los 14 mil pesos que le cobró el herbajero. Tuvo que prestárselos a la vecina con la promesa de pagárselos lavando ropa, cuando se recuperara.
II
Hoy es 24 de julio de 2008. Viajo de Sincelejo para San Jacinto este jueves de julio en una camioneta KIA con aire acondicionado. Son las 5 y 30 de la tarde y la mujer que llevo a mi lado, de 42 años, ancha, morena, de cabellera suelta en su espalda ancha, de un negro casi azul, me va narrando su vida. Habla con una sabrosura exquisita, como tocada por los dioses. Cuando llegué al terminal de transportes faltaban dos pasajeros para completar el viaje. Mientras esperaba que se llenara el cupo, la mujer me miró el sombrero sabanero y me preguntó que si era el periodista de la televisión. Sí, le respondí. Y ella, que cuidaba la silla, porque el que se va para Barranquilla pierde la silla, que había ganado por la puntualidad con que había llegado dos horas antes, invitó a sentarme en el centro, mientras se levantaba para suspender el cojín y el último pasajero, que llegaba en ese instante, pudiera entrar a la tercera fila, la de los músicos. Este tipo de transporte es bueno, pero los puestos de atrás son muy incómodos, porque para entrar o salir, los de la hilera del medio, o al menos los dos de las orillas, deben levantarse. Allí se viaja como si se fuera preso y sin libertad para moverse, brincar y salir. Se está a expensas del chofer, como si fuera un avión. Así, que la mujer, no había hecho otra cosa que montar guardia al puesto que había escogido, a mi izquierda, pero con la incomodidad de tener que levantarse para darle paso a los de atrás, a quienes usualmente muerde el perro precisamente por llegar tarde. Es decir, al último siempre lo muerde el perro. Yo me la comía con los ojos, quieto en el centro, mientras ella se bajaba y dialogaba con un mototaxista de macilenta figura, que había llegado a entregarle algo que no identifiqué en el momento. Dialogaron brevemente, en confianza, minorándose a los ojos, y ella volvió a ocupar su puesto. Ahora ya estábamos completos, pero el chofer no se ponía de acuerdo con los “reboleadores” que le habían traído los pasajeros por delante, regateados, y estaban a punto de irse a las trompadas.
Después de una hora de espera para que se completare el cupo, en medio de la pelea de los “reboleadores”· con el chofer, estábamos listos para partir. La gente no creía que el joven que se puso a frente del timón de la camioneta, después de entregarle dos mil pesos al último “reboleador” , el de pelo hirsuto y peleonero, el de la cara cortada y frases de “bacano curranberas” fuese el titular del volante.
- Ey, niño, por qué no le das el volante a tu papá, dice uno de los pasajeros.
- ¿Niño? para joderte, tengo 22 años y 4 de experiencia viajando hasta Venezuela- responde el joven chofer, manejando con elegancia y “azañoseria” en medio del marasmo de “reboleadores” que gritaban los destinos de diferentes pueblos y el enjambre de motos que trataban de pasar la Troncal a la vez, a la altura de Transportes Brasilia.
- ¿Veintidós años?- le interrogo y lo remato – a esa edad Diomedes Díaz ya había grabado la ventana marroncita.
Los ocho pasajeros de la buseta festejaron el chiste y enseguida el joven pulsó un botón y del pasa cinta emergió, sedante y oportuna, una canción de Diomedes Díaz. Ni practicada para una película hubiese quedado tan exacta.
Los pasajeros nos reacomodamos en nuestros puestos. El sol de conejo se filtraba entre los últimos edificios y el monte de la sabana que se explayaba a lado y lado de la carretera lisa. Las llantas se deslizaron acompasadas por el negro pavimento y la brisa mecía el verano de julio a través de las ventanillas bien ajustadas.
Viajo entre dos mujeres y el tema de Diomedes, que se refiere a los amores pueblerinos. Su canto nos duerme en el paisaje y nadie ha dicho nada hasta que llegamos al peaje, antes de Corozal, donde alguien se refiere a la construcción de la doble calzada. Grandes máquinas amarillas arañan puños de tierra, alistando la obra. Es una tierra sacudida por el hombre, que diariamente mata miles de hectáreas, donde no vuelve a florecer una mata. ¡Estamos matando la tierra! pienso.
La mujer de mi izquierda, la que me cedió el puesto, rompe el mandato de la canción y aprovecha para iniciar la conversación:
-Esta carretera nueva ha encarecido las tierras, dice.
– Así es: ya no quieren venderla a ningún precio. Un pedazo de tierra vale un ojo de la cara, le digo.
- Y Pensar que allí, donde está aquella máquina- la mujer señala hacia la izquierda, en el justo instante que el chofer estira su mano izquierda, después de sacar unos billetes arrugados de su bolsillo derecho, paga el peaje- estaba La J, el mejor motel de la región.
El motel estaba- recuerdo- metido en el monte, sobre una curva abrupta, ubicado estratégicamente para los amores de a puros.
- En la parte trasera tenía un rancho de palma y las camas eran de cemento, dice la mujer.
-¿Tú por qué lo sabes?
-Porque yo estuve allí varias veces.
-Yo estuve en este otro, que ha quedado muertecito, frente al peaje, le digo. Se llama Toluca y ya ni las letras se le distinguen. Pienso en milésimas de segundos. Allí llevé a María Mercedes, una vieja casada, de 36 años, a quien conquisté en uno de esos ratos de altanería, mientras bailábamos porros en Los Campanos. Estaba embriagada y no fue difícil embarcarla en la aventura. El taxi tomado de afán, como si se nos escapara la vida, penetró por un portón de finca grande y cerraron la puerta. ¿Qué es esto? preguntó, haciéndose la boba, pues ningún borracho se come la caca. Una caseta, le dije: vamos a bailar. Y bailamos como locos con una música imaginaria y mientras bailábamos nos fuimos desnudando. Tenía un interior azul turquí que voló por los aires. Juró que jamás había entrado a un lugar de esos. Pataleó un poco al principio y en el primer porro, como siempre, por el ansia que le imprimo a la danza, me fui rápido. Un desastre, pero a ella le gustó el deposito espermático enaltecido por el licor y los corpiños de rosa volaron sobre la falda. Mientras calentábamos para el segundo porro confesó que llevaba años sin hacer vida marital con su compañero de infortunio, quien no la ocupaba para nada. El era un cachaco que se había vuelto loco y el loco no sólo pierde la cabeza sino la pasión por el sexo. Consumimos la hora ferozmente y al final del segundo porro, me confesó, mirándome a los ojos:
-Tenía años que no echaba dos polvos juntos.
El problema fue el guayabo de la locura. La realidad de la vida se nos vino encima con ese vacio existencial del pecado. Después del goce fugaz viene el arrepentimiento. El licor se había diluido en la sangre y alcanforado en nuestros cuerpos en el relax de la tarde moribunda. La caza del amor era un acto de altanería. Por la inexperiencia no le dijimos al taxista que regresara ni que nos esperara. Aturdidos salimos a la carretera, boleteados, cogimos la primera buseta que pasó y la gente, los pasajeros que iban de frente nos miraban extrañamente, como acusándonos por la infidelidad de ambos. ¡Que vergüenza!
Vuelvo en segundos a la realidad del viaje con esa brisa sabanera que se enreda con los arreboles de la tarde: La mujer explica entonces que llegaban de paseo en grupos y mandaban a hacer sancocho de gallina criolla o de guiso largo de pato macho, porque ella era muy sana entonces. El dueño del Motel la J era un cachaco que mató la guerrilla cuando la región se empezó a dañar y al establecimiento se lo tragó el monte. Hacía poco lo había comprado una persona por 20 millones de pesos, sin saber que la nueva vía iba a pasar por allí, arrasando la memoria. Y ahora estaba a punto de desaparecer totalmente por la construcción de la nueva carretera. La doble calzada amenazaba con borrar la memoria vieja desde Corozal a Montería. Es la cuestión de las verdades, que no son absolutas, unas duran más que otras. Cuando esté lista la doble calzada, que de seguro se llevará algunos años, empezará otra memoria. Entonces solo estas historias viajeras protegerán la memoria del olvido.
Supe enseguida, por pura sicología, que la mujer de mi izquierda no había ido al motel de paseo, entonces la observé bien. Su cuerpo era ancho y voluptuoso. Llevaba un blue jean corto ajustado a sus carnes penca oscura y una blusita de florecitas que dejaba ver unos pezones pequeños y erectos. Su cara era de india con ojos rasgados y una nariz grande y cabello negro abundante, atado con una bincha. Allí me acordé de la bincha de la Plaza de Majagual. Si, una bincha, cosa rara en las mujeres de hoy.
-¿Vas para Barranquilla? Le pregunté.
-Sí.
-¿Qué haces?
-Yo hago almohadas.
-O sea, que fabricas sueños.
-Algo así.
-¿Quién te enseñó?
-Dios me regaló ese arte.
-Vives en Sincelejo.
-Si. En la calle 20 de julio, en el lugar donde estaba el aeropuerto.
-¿Qué vale una almohada?
– Depende el gusto del cliente.
– O sea, ¿depende el marrano?
– No, depende el tamaño del sueño.
En este momento atravesamos Sabanas de Cali, entre Corozal y Los Palmitos, un pueblito que había sido abandonado durante la violencia guerrillera. Primero envenenaron los perros y después el ambiente. La canción de Diomedes hablaba ahora de la envidia. Si me compro un carro, les da envidia. Si me voy al cine, les da la envidia. La envidia, la gente dice Diomedes, pero en realidad es del Pelè de la canción popular colombiana, Calixto Ochoa.
- Háblame de precios.
- Las hay de 10 mil pesos hasta cien mil, depende.
- ¿Depende de qué?
- Depende de la dependurria.
- ¿Dónde consigues la materia prima?
- En Barranquilla, mentira, en Maicao, voy hacia allá y debo regresar mañana por la noche. Hago dos viajes al mes.
- ¿Cuantos trabajadores tienes?
- Somos cuatro.
- ¿Cómo montaste el negocio?
- Nos dictaron unos talleres y nos dieron dos millones de pesos de préstamo y como quedé bien me han seguido prestando.
- ¿Qué tal es el negocio?
- Es bueno, pero a la gente le gusta es lo barato. Yo hago almohadas al gusto del cliente, pero hay que complacer a las masas, que se conforman con un producto liviano. Para ellos, como los chinos, entre mas barato, aunque malo, mejor. La tarea es vender volumen, más que calidad.
-¿Y cómo estamos de a amores?
– Bien.
– ¿Tienes hijos? ¿Marido?
-Si, Dios me regaló uno muy bueno. Es el muchacho que me trajo en la moto. Me lo conseguí tal cual como se lo pedí a Dios.
Ahora la buseta llegaba al Bongo, precisamente cuando la mujer me revela su edad.
-Tengo 42 años.
-¿Y tú marido?
– Anda en los 32 años.
-¿Cómo te lo levantaste?
- Me hacia los mandados en la moto, me consignaba la plata en los bancos, hasta que un día nos vimos enredados.
- ¿Cómo comenzó la cosa?
- Yo había demorado nueve años sola. Después de dos fracasos anteriores no creía en hombres. Me dediqué a cuidar a mi madre, que murió hace un año, y dos meses después murió mi padre, entonces me fui con este muchacho, que me ha salido muy bueno. Sus padres estuvieron de acuerdo y como vivo sola, es una magnifica compañía.
- ¿Qué hace?
- Es mototaxista. Trabajaba en moto ajena. Ya nos hemos metido en un crédito para la moto. Me cobra, me reparte la mercancía, consigna en los bancos y trabaja con algunos clientes en horas extras a mi negocio. Allí vamos. Mientras no se tuerza vamos bien.
- ¿Encargarán hijos?
- Me hubiese gustado un varón, pero él no engendra.
- ¿Qué le pasó?
- Se le bajo la papera que lo atacó de niño.
Mientras hablamos, el tema de Diomedes Díaz insiste en olvidos. La buseta viaja demasiado rápido para mi gusto, de modo que hago un esfuerzo, estiro la nuca para ver el velocímetro.
- No lo baja de cien, me dice ella, tras ver mi curiosidad.
- Exactamente va en 100 en esta curva.
- Yo lo conozco, aprendí a manejar con su padre.
- ¿Manejas?
– Yo he hecho de todo en esta vida, fui taxista.
-¿Y qué pasó?
– Me aburrí de esa joda. Viajaba a Barranquilla, a Montería y Maicao. El problema era pelear los pasajeros con los machos. Son vulgares, no respetan a las damas, son desleales y desordenados.
-¿Y el carro?
Era mío, lo vendí cuando llegó el mototaxismo. También fui taxista en Sincelejo, pero eso se dañó.
III
Siempre que paso por Los Palmitos me acuerdo de Don Carlos Barraza, entrañable amigo, el san jacintero mas ejemplar que he conocido. Prefirió reposar sus huesos en esta tierra porque allí lo querían tanto como en su pueblo. Aprovecho, entonces, para echarle un cuento a mi interlocutora, que hablaba como una cotorra, pero muy hilvanada, es cierto. Viajaba yo aquella vez- le refiero- para Ceretè. En el terminal de buses, mientras nos alistábamos para abordar un taxi puerta a puerta, se asomó un celaje de lluvias para los lados de Sampues. El señor que completaba el cupo pidió que bajaran el bulto que llevaba en el cielo del carro, en la parrilla, para meterlo en el baúl, porque ese material no se podía mojar ¿De qué se trataba? Le pregunté. Llevaba un bulto de calderos nuevecitos, sin ninguna marca, hechos precisamente en Los Palmitos, por donde pasábamos en el momento en que el disco de Diomedes hablaba de mujeres encantadoras. Cada quien vive de su negocio. Este hombre, sin grandes marcas, hace los calderos en moldes caseros y le compite a Peldar, porque los precios son bajos y los distribuye el mismo de pueblo en pueblo, como el señor que vive de hacer rayos para rayar cocos. Todos los días, por las tardes, en alguna casa del Golfo de Morrosquillo, una mujer raya coco. Y los rayadores se gastan. Y aquel hombre anónimo se beneficia de ese desgaste.
- Tu y ese viejo de los calderos se me parecen, le digo a la dama que viaja a mi lado.
Ahora que he terminado el cuento bajamos un columpio rápido, rumbo a El Piñal, la tierra donde nació Lisandro Meza. Aquí, en el corregimiento de Sucre con todas sus calles pavimentadas (la carretera), había un brujo famoso, que sucumbió por la competencia desleal que le pusieron sus secretarios que se convirtieron en brujos y los secretarios de estos en brujos de brujos y mas brujos, hasta que el original se quedó sin clientes y murió en el corregimiento El Hatillo, solo y abandonado por la mujer que el mismo había curado. El negocio se dañó y El Piñal empezó a languidecer, porque se murió el turismo médico de aquellas calendas, en que los niños se rebuscaban cargando maletas y los hogares hospedando enfermos.
El Piñal hubiera pasado como una exhalación a lado y lado de la tarde si no es porque pusieron unos “mata policía” en la parte mas nutrida del pueblo, donde el hazañoso chofer amenaza con atropellar a las muchachas que venden mazorcas azadas y buñuelos de maíz nuevo con queso biche. El carro les frena a sus pies y ellas se ríen con carcajadas graciosas, mientras el tipo se baja y es rodeado por varias de ellas, que ofrecen palanganas de fritos recién salidos de los calderos populares. Otras rodean la camioneta y estiran sus poncheras en una invitación espontanea y poco estética.
- Este se el pueblo de Colombia que mas mujeres solas tiene, me dice la mujer.
Claro, recuerdo, la guerra reciente golpeó fuerte a este pueblo, que se mantuvo incólume en medio del luto seguido que lo castigaba. Hago una encuesta rápida. De las siete mujeres que se acercaron a ofrecer sus productos, cinco eran viudas, abandonadas o dejadas. Pero ellas seguían allí, alegres, divertidas, haciendo de la vida una fiesta de ofertas con los productos frescos de la tierra.
Le ofrezco un buñuelo de maíz verde con queso biche de a mil pesos, pero no quiere. El camarógrafo, que viaja atrás hablando del Carmen de Bolívar con un desconocido, estira la mano y agarra uno. Mientras devoramos la comida recién salida de los calderos, ella me confiesa que nació en El Salado. De allá salió con su marido a Cartagena, 32 años antes de la masacre del mes de enero de 2000, en la que cayeron algunos familiares suyos. Los paracos no conforme con cortarles las cabezas, se metieron en la iglesia y empezaron a tocar gaitas y tambores, ingiriendo whiskies. Estaban trabados de la alegría en medio de una matanza de miedo. Un hermano suyo-comentaba- se salvo de milagro. Convivía con una cachaca que al parecer era guerrillera y como llegaron a buscarla a ella para matarla, él casi lleva plomo. Tres meses antes de la masacre los sacaron de su casa y los acostaron como troncos en la mitad de la plaza. Cuando empezaron a dispararles a los que estaban a su lado, él se aferró con fuerza de la corteza grata, arañó un puñado de tierra de cascajo, dura, revuelta con capa de vela fandanguera y le lanzó a los ojos del hombre que empuñaba el fusil, se levantó y corrió en medio de la balacera. La mujer se hizo la muerta y sobrevivió. A él un tiro le penetró por el omóplato cuando huía. Duró dos o tres días escondido en un escusado, hasta que en una noche de tigres ella penetró en su carro y lo sacó a Sincelejo, donde se recuperó y jamás ha regresado al monte. Lo hará solo cuando muera y vaya a recoger los pasos. Y eso no está seguro.
- La historia de mi vida es larga y aburrida – me dice en el momento en que el chofer ha vuelto al volante y se despide de la china, que parece ser su novia- y seguimos.
- ¿Y tus hijos?
- La mayor tiene 24 años. Está en Bogotá haciendo un curso de criminalística.
- ¿Por qué te separaste?
-Aquella vez me echaron un maleficio. Duré caminando en cuatro patas por lo menos ocho meses después del parto. Fue cuando me curó el brujo de Venezuela. La vulva me hedía a burro muerto.
– Si te escribo la crónica- le digo- me gustaría empezar con esta escena, que me parece formidable.
– Bueno. Sigo, dice ella: Mi ex marido vivía con una vecina y ella me mandó a echar el mal. Después de parida, recuerdo, llegó un día un niño con una caja de toallas higiénicas y yo, ingenuamente, acepté. Al colocármelas, se me transmitió el mal.
El brujo guajiro me dio el nombre y me preguntó que si quería que el mal se regresar a quien me lo puso, pero dije que no.
- A los quince días el brujo regresó y me examinó de nuevo. Estaba completamente curada.
- ¿Qué te dijo?
- Estas curada y puedes casar todo lo que quieras.
Casar en términos sabaneros es hacer el amor, pero ya su marido andaba viajando por otros confines, entonces se vino a El Salado. Su padre era dueño de varias fincas y bastante ganado. Tenía varios hijos con distintas mujeres y se había separado de su madre, que era su esposa legítima.
Llegó derrotada a la casa de su madrasta, quien no quiso hacerse cargo de la niña, entonces decidió irse a Venezuela.
-Yo era delgada y bonita- refiere, mientras se mece la cabellera azabache y su cara aun muestra rasgos de una belleza indígena avasallante.
El CD de Diomedes días languidece en medio de las curvas de Boca Grande y pasamos por la entrada a Chalán, donde el campesino ha ido recuperando las rozas. Me imagino que el pintor que expone los cuadros en el lugar, en la ultima curva, doscientos metros antes de la entrada a Chalán, merece un homenaje, porque aguantó en el lugar estoicamente, en los tiempos en que la guerrilla asolaba esos lugares y no dejaba pasar a los militares, mientras montaba las celebres pescas milagrosas. Alguna vez, en las extensas e intensas curvas precedentes, nos cogimos un tiroteo cruzado, viajando en un Torcoroma. Fueron instantes fugaces y sólo vi cuando el soldado de los que iban en un camión, cayó clavado de cabeza, con un tiro de fusil. Un francotirador de la guerrilla lo bajó de un sólo tiro.
Por Ovejas pasamos ya de noche como una exhalación, sin el relax del Piñal. La mujer no dejaba de hablar. Su relato ahora nos llevaba a Venezuela. Caracas la embobaba. No sabía tomar los buses para el trabajo. Se extraviaba. Hacia el aseo y cocinaba en una mansión de pelìcula. En los días libres salía a pasear calles y se le iba el ojo viendo vitrinas. Alguna vez se quedó viendo unos zapatos hermosísimos y el hombre que atendía le preguntó que si le gustaban. Ella dijo que no, que solo miraba. El tipo reconoció en su modo de hablar que era colombiana y la invitó a trabajar. Le dio clases de cómo atender al cliente y al mes era la mejor vendedora, porque su manera de hablar y su belleza atraían a los compradores. A los cinco meses, el turco que tenía un almacén al lado le ofreció 150 bolívares más y aceptó. Después se conoció con Nancy ¿Cómo podrá olvidar su nombre? Era Cartagenera y al saber que había vivido en el corralito de piedra y le nombrò sitios como Torices, Getsemaní y Las Gaviotas, se volvió loca. Se la llevó a la lujosa clínica donde trabajaba. Se convirtió en celadora de la sección de urgencias, donde le correspondió alguna vez cuidar a una mujer con trastornos mentales, pero una noche vio un aparato y salió huyendo, dejando el puesto abandonado. No la despidieron porque Nancy la protegía, entonces le dieron el puesto de auxiliar de enfermería. La vistieron como tal, verde de pies a cabeza, con tapa boca y todo. Le correspondía entregar las pinzas y otros aditivos y piezas en las operaciones a los médicos y hasta tuvo amores con un galerno que la cortejaba en medio de las operaciones. Pero alguna vez cayó en manos de una de las hijas del gerente, una mujer rubia y bonita, que le invitaba al sótano a ver películas de sexo, en las que varias mujeres se besaban. Jamás había visto esas maromas entre mujeres. Se horrorizó en solo pensar un beso entre mujeres.
- La mujer me detenía las escenas más excitantes y me miraba con pasión.
- ¿Qué hiciste?
- Un día Nancy me descubrió, la mujer era lesbiana o machorra, como decimos acá, entonces opté por venirme.
A las siete de la noche ya estamos en El Carmen de Bolívar, donde un enjambre de vendedores rodeó la camioneta. Ya no suena Diomedes sino el silabeo de la conversa. La mujer se bajó para permitir que uno de los pasajeros descendiera de los puestos traseros. La observé bien por primera vez. Pese al trajín de los años, su cuerpo se mantiene firme y los rasgos de su belleza se asoman por algún lado. El caldo de gallina vieja es muy bueno, pienso.
Mientras compra galletas chepa corina, comprendo el porqué no aceptó cuando le ofrecí los buñuelos de maíz verde y queso biche en El Piñal. Desde que le echaron el primer maleficio, no les acepta comida a desconocidos.
- ¿Quieres comprar galletas?, me pregunta.
- Aprovecha, que yo soy de acá y me las dejan a mitad de precio.
No sé que me pasó, pero no compré nada. La buseta no demoró sino para bajar al camarógrafo y la acompañante y arrancó. Ya la noche era plena y Diomedes dormía en la guantera del carro. Su relató era parejo. Antes de llegar a Mala Noche, el terreno famoso del san jacinterismo, me confesó que con su segundo marido fue lo mismo que el anterior. A su regreso de Venezuela, se comprometió con un hombre flojo, de los típicos “Escama prieta”. Tuvo, como en la primera, que ponerse en tratamiento para salir embarazada. Esta vez fue otra niña, que ahora tiene 14 años. Aquella vez viajaba a Maicao a traer mercancía para revender. Le iba bien, había comprado carro y casa, pero su marido terminó embarazando a la muchacha del servicio. Mientras ella viajaba el “Escama Prieta” se quedaba solo con la muchacha. Una noche su propio hermano, el que se había salvado de la muerte en El Salado, se los encontró en medio del ajetreo. La tenía en cuatro patas, en la cama matrimonial. A su regreso no lo halló, pues su propio hermano se había encargado de echarlo a la calle.
Cuando llegamos a Bajo de Osos, relató que se había mantenido al margen de hombres porque se dedicó al cuidado de su madre, a quien se llevó a vivir a su casa, aquejada de una rara enfermedad. El pelo se le volvía pelotas de barro. La vieja, sufrida ya abandonada del marido, murió a los 55 años, hace un año, cuando siendo tan joven en años, era una anciana cuarteada de piel y doblegada por el fragor de la espera. Y su padre, que entregó los papeles dos meses después, al parecer murió envenenado. Le mandaron 500 mil pesos de herencia y un bulto de ñame. Nada más.
-¿Siendo única hija legitima, porque no reclamas?
-Porque no quiero líos, mi padre me había prometido 24 vacas y tierra, pero murió sin redactar su testamento.
-¿Qué piensas tú?
-Que lo envenenaron, pues su muerte fue muy rara. Estaba duro. Tenía sólo 60 años.
-¿Qué vas a hacer?
-Tengo ganas de ordenas exhumar el cadáver, pues nadie se muere por una pastilla.
Bajando las mellas, esas lomas exactas que suben y bajan con la misma intensidad de una cumbia bien acompasada, antes de llegar a San Jacinto, le preguntè que otras historias tenía:
-Me han intentado matar tres veces.
-¿Cómo han sido?
-Cuando se revolvieron los paracos, que eran los que mandaban la parada en Sincelejo, un cachaco que estaba enredado con ellos montó un almacén frente a la choza donde vendo las almohadas y los colchones. Un día yo comenté que el hombre era torcido y alguien se lo dijo. Una noche llegó un hombre extraño a buscarme a eso de la una de la mañana y salió mi hija mayor a ver quién era.
En este punto del viaje, la mujer dice su nombre por primera vez.
-¿Está Nubia Quintana? preguntó el sicario.
-¿Y que paso? ¿Saliste a ver?
-Mi hija me avisó que no saliera, pero era tarde. El hombre tenía un revolver en la mano y me estaba apuntado.
En este preciso momento la buseta estaba llegando al campo de futbol de La Bajera, el barrio donde naci y vive mi padre. Pedí parada, me bajé, paquee y me despedí.
¿Le alcanzó a disparar el sicario? No lo sé. Es posible que me la vuelva a encontrar, entonces continuaremos la conversación.