AMOR BAJO UN PALO DE COCO.
Por ALFONSO RAMON HAMBURGER.
Chave nació bella y blanquita como una leche de coco. Y tres casas más abajo, hacia la esquina bajera de la calle de La horqueta, tres casas después, del padre de Chave, al pie de un trupillo , nació Jesusito, quien sería el tormento de esta historia.
Apenas a Chave le empezaron a salir aquellos corocitos morados en sus pechos, Jesusito le echó los ojos.
El papá de Chave, Rigoberto, era un hombre silencioso y tímido, de poco hablar, pero cuando se emborrachaba hablaba como cachaco y buscaba pelea, donde perdía y ganaba. Perdía más que ganaba, porque era malo a los puños. Y después se arrepentía. En esa refriega tenía consumados enemigos en fila india, uno era el vecino de al lado, Rafael Izquierdo, hombre díscolo y liberal, y Julio Guzmán en la casa siguiente, papá de Jesusito, quien se preciaba de tener los corrales de ganado más grandes de la región, montaba caballos finos y andaba con carabina al hombro y revólver al cinto.
Los amores de Chave con Jesusito no fueron bien vistos por ninguna de las dos familias, lo que siempre estuvo rondando en la tragedia. En días normales, si es que en aquel pueblito de noventa casas al lado de un arroyo culebrero que iba al río se pudiera hablar de normalidad, todo parecía quieto, pero por debajo de aquel río de sentimientos y resentimientos, corría un enfrentamiento que en cualquier momento podría terminar en tragedia. Algo estaba que estallaba en los solares serenados del asentamiento, donde iban quedando los frascos vacíos de las parrandas que a veces terminaban a puño limpio.
Siendo el hombre más poderoso de la región, engreído y altanero, Julio Guzmán, padre de Jesusito, no envió a sus hijos a los mejores colegios del mundo, sino que les patrocinó en la vagancia. “Maten al que se meta con ustedes, que yo tengo plata”, se ufanaba en vociferar.
Julio Guzmán soltaba billetes en las corralejas sabaneras y se codeaba con la élite del ganado de lidia.
Una de las ofensas de Julio Guzmán fue regalarle a Rigoberto una colección de LPs de música clásica, que para un picotero acostumbrado a escuchar a Alejandro Durán, no solo eran notas tristes, sino una ofensa, música de semana santa. Era una burla.
Jesusito no era un mal muchacho, pero con los alientos que le daba aquel padre atizador de fuegos, se inició en la mala bebida desde adolescente. Buscaba pelea, las compraba, desbarataba los bailes, corría a caballo como loco y alguna vez se le dio por manejar un tractor completamente borracho. La gente se arremolinó en la parte baja del barrio Abajo para presenciar aquella muerte. Ya Mito Cifuentes, que era un experto conductor, había fallecido destripado por una máquina igual, muy borracho. Y Jesusito, para probar su coraje, se le dio por meter aquella máquina por una calle empinada, llena de pedruscos y por donde jamás había pasado un auto, debido a los precipicios que estaban del lado derecho. Era un camino de chivos y de cabras, no apto para humanos. “Se va a matar, se va a matar”, gritaba la gente. “Dejen que se mate ese sinvergüenza”, decían otros. Pero bien decía el viejo Pedro, que al borracho lo cuida el Diablo. Y no se sabe cómo Jesusito, después que estuvo en el pico más alto, pudo recular y bajar el tractor, sin que éste lo estripara.
El mundo se le vino encima a Rigoberto, padre de Chave la de Juana, cuando se enteró de que su hija se estaba viendo a través de las cercas del corral con el malvado de Jesusito. La amarraron, le pegaron una limpia con una varita ahumada, la enviaron donde una tía en el corregimiento más lejano, pero los novios siempre hacían sus maldades para verse de alguna manera. “Yo con Jesusito vivo aunque sea bajo un palo de monte”, gritaba Chavela, desafiante.
Para evitar la cercanía de los enamorados, Rigoberto vendió su casa en el barrio Arriba y se mudó para el barrio Abajo, en una casa de material cuyo patio se extendía por los pastizales de Flores Negras, pero ni así pudo evitar que un día Chavela se fugara con el malvado de Jesusito.
Jesusito ya llevaba una larga lista de riñas y situaciones embarazosas, porque tenían mucha plata y el padre podía pagar cualquier desvarío . Sin embargo, la pareja nunca fue feliz, porque una vez Jesusito se emborrachaba, era agresivo con Chavela, no acostumbrada a los malos tratos. Arrepentida y con varios meses de embarazo, Chavela fue recibida por sus padres, en el Barrio Abajo, donde se le prohibió a Jesusito acercarse. El problema era cuando el joven se emborrachaba, porque se sentía con ánimos de reclamar su prenda.
De aquella relación juvenil nació una hermosa niña, que pronto fue adoptada por los amorosos abuelos y Chavela se puso más bella que nunca, empezando sus estudios técnicos, lo que no era bien visto por Jesusito, quien seguía armando líos cada vez que se emborrachaba.
Por su parte, a sabiendas de que Jesusito había anunciado un asalto a la casa de Chavela, Rigoberto se fue preparando. Guerra avisada se gana. Fue al bosque y cortó un madero de guayacán de bola y mientras lo fue puliendo, como especie de un perrero, iba pensando en la manera en que recibiría a aquel borracho, que pregonaba a voz en cuello que se iba a comer a Chavela y a quien se le atravesara.
El anuncio más grande de que habría tragedia en el pueblo fue el sonido del picó de alta. Jesusito estaba bebiendo y tenía al picó contratado, de su cuenta, a sus anchas. Bailaba solo con una botella de ron en la cabeza. Guapírreaba.
Primero se paseaba en un caballo por todas las calles, gritando improperios, anunciado que aquel día se llevaría a Chavela, con hija y todo.
Rigoberto regresó intempestivamente del monte a las once de la mañana de aquel día final, en que una tragedia había sido anunciada. Se pertrechó en el cobertizo de palma, cosa de que el agresor de infamia no supiera de que había autoridad en la casa. Y Jesusito cometió un error, dejó su caballo amarrado dos cuadras antes y se encaminó a pie a casa de Chavela. Rigoberto se atemperó, tomó el perrero de guayacán de bola y le encaminó. Lo encontró a dos pasos de poner sus abarcas en casa, cuando lo levantó a palo. Le daba en las canillas, nada en la cabeza. Y a cada palazo, Jesusito gritaba como un niño chiquito. Fue una limpia conversada. A cada canillazo, Rigoberto le recordaba un delito. Este para que no seas mal hablado, este para que respetes a los hombres, este para que respetes a las mujeres, este para que no sean mala leche. Jesusito chillaba y se revolcaba en la tierra caliente. Aquella tragedia de un pueblo pequeño fue atrayendo a la gente, que se aglomeró a ver la paliza, entre ellos familiares del borracho agresor, quienes no se atrevieron a meterse. Rigoberto al fin se había atrevido a limpiar la afrenta que le hacían a su hija y todo por haber jurado que era capaz de irse a vivir con aquel pobre muchacho, aunque fuese bajo la sombra de un árbol.
Santo remedió, Jesusito ni por la silla volvió.