Las Esquinas de San Jacinto (12]
EL BOLICHE NO TENÍA IGLESIA PERO TENÍA UN CURA…
-Recuerdo de Francisco Vásquez
Por Alfonso Hamburger
Me estaba acicalando frente al espejo de cuerpo entero en la sala de mi casa de San Jacinto, cuando de soslayo observé al señor Francisco Vásquez que manoteaba desde el sardinel.
En realidad no le entendía nada, por lo que interrumpí mi sesión de vanidad y salí al pretil afuera, en la calle, a ver qué era lo que pasaba.
Han pasado treinta y cinco años y ahora que me acuerdo, pienso que ese día, si Pacho Vásquez hubiera tenido un arma, me hubiese matado. En realidad, él estaba tan rabioso que la quijada, temblorosa, no le permitía articular palabras con claridad . No se le entendía muy bien. La ira lo cegaba.
-! ¡Mira, hijueputa, tú eres el que me puso el sobrenombre en el periódico, te voy a pegar tres puñaladas!
En ese momento mi madre, que era una mujer inteligente y conciliadora, apareció providencialmente para salvarme. Le pidió al señor Francisco que se calmara, lo invitó a entrar a la casa, le ofreció una silla y un vaso de agua. Ella empezó a explicarle.
Yo aproveché la oportunidad para escaparme cobardemente. Era la segunda vez que mi madre me defendía de la agresión de mis lectores como corresponsal de El Universal. Yo no era médico, pero se me dio por hacer un año rural de periodismo a la salida de la Universidad en mi pueblo, lo que estuvo a punto de costarme la vida.
Nadie entendía mis notas. Y como no había muchas noticias, yo hablaba de Pastrana, de Petróleo o del Lobo. O de los gallinazos que estiraban sus alas al sol después de un aguacero. Pero la crónica que rebosó la copa fue la de la vaca de mi padre, que dejó a medio Bajo Grande sin luz, y la del cura que no iba a misa y el cirujano que no operaba.
Francisco Vásquez, dueño de una de las cantinas más famosas del mercado, era el protagonista esta vez. Él no admitía que nadie le dijera El Curita. Todo el pueblo lo llamaba así por su calva amplia, y su aspecto bonachón, pero nadie se lo había dicho públicamente.
Por aparte, el otro protagonista de la crónica, el padre Javier Cirujano Arjona, me andaba buscando por aire, mar y tierra, para darme un sermón.
II
Sobrado, la esquina del Boliche, ha sido la esquina más movida de San Jacinto. Allí estuvo el mercado público por años inmemoriales, la peluquería, la cháchara de Simón Trujillo, la Trampa y varios personajes que han dado de qué hablar en la historia, incluso dos perros famosos como «Neron» del señor Julio Puello y «¿cuál? » de Cristóbal Reyes, dueño de una llanera anexa al mercado, donde vendían el mejor mondongo de San Jacinto.
Es el mismo sector donde, según la narrativa de Carlos Barraza Alandete, se presentaron funcionarios del Instituto Nacional Agustín Codazzi preguntando por unos mojones qué había hincado para establecer las coordenadas de San Jacinto y les respondieron que a ese señor Codazzi nadie lo vio defecando por allí.
Francisco Vásquez tuvo por mucho tiempo su negocio de cantina y de juego de cartas y dominó allí, acumulando una larga clientela que lo acompañó hasta después de su muerte.
Se caracterizaba este personaje por cuidarles el bolsillo a sus clientes. Si notaba que alguien estaba tomando de cachete, se lo decía de frente. Si los veía muy borrachos, dejaba de servirles y los acompañaba a casa para que llegaran buenos y sanos. Si uno de sus clientes llegaba a pedir cerveza a las diez de la noche, hora en que cerraba, le recomendaba que se buscara una amante, porque a esa hora no le vendía ni al Papa de Roma en persona.
A los juegos de póker y arrancón le sumó el billar y la buchácara.
La lista de clientes que iban todos los días, que incluso comían allí, es larga, entre ellos el maestro Andrés Landero, quien se fue amañando tanto en aquel ambiente, que dejó contratos en México, aduciendo que se había muerto un compadre en San Jacinto. No volvió al país Azteca.
Landero confesó al periodista Jorge García Usta que era tanta la adicción con los juegos «Donde el curita» que cuando regresaba de giras no iba directo a su casa. Enviaba las maletas y se quedaba jugando, hasta que alguna vez, hasta que no consumió el último peso, no fue a casa. Allí reaccionó sobre su adicción al juego y no volvió a hacerlo.
(Continuará)