El retorno a la escena del múltiple crimen.
Por Alfonso Hamburger
Volver a la Mejor Esquina ha sido como recoger los pasos. Así debe ser la recogida cuando seamos llamados al juicio final. Treinta años no son nada. Aunque aquella vez no sabíamos para dónde íbamos ni quiénes eran los muertos ni quiénes y porqué habían disparado los matones, quienes fuimos a cubrir la masacre tuvimos que tomarnos una botella de ron. Ahora regresábamos por el mismo camino clulebreante entre columpios sobre un polvo amarillo y el mismo ganado indiferente al drama de la gente.
El domingo tres de abril de 1988, precisamente dos meses exactos a la muerte de mamá, era domingo de resurrección. Se acababan las vacaciones de Semana Santa. A las seis de la mañana las noticias daban cuenta de una masacre perpetrada en La Mejor Esquina, en el Municipio de Buenavista, al Sur Este de Montería. Yo estaba en San Jacinto, a cinco horas de Montería y a seis o siete del lugar de la masacre. Tenía apenas ocho meses de labores como coordinador del Universal en Córdoba. Era la primera vez que debía enfrentarme como periodista a una masacre colectiva. No conocía el territorio ni tenía la experticia, pero ya era fisgón, calmado y audaz, pero reconozco que cubrí aquella noticia como si estuviera dormido, porque recuerdo en lontananza el polvo amaríllenlo del camino, las variadas quiebra patas ( creía que eran 37 y resultaron ser sólo siete) y la gente arisca que jamás nos dio declaraciones. Yo estaba mudo. En el lugar de la masacre solo había los charcos de la sangre, las moscas envilecidas con el olor a sarna y como si en el lugar donde se derramaban las espermas del fandango hubiese acaecido una pelea de animales salvajes. No hice una sola pregunta. Quien preguntaba era el chofer ( Conde), que parecía conocer la zona. Salir a cubrir una noticia a las once de la mañana, después de un viaje de cinco horas, de un hecho que había sucedido a las diez de la noche anterior, era darles ventaja a los competidores. Al regreso a Montería, ya de noche, no tenía un solo nombre de los muertos. Las agencias internacionales esperaban mis datos. Al fin me salvó la crónica, que escribí doblemente borracho, del hambre, del ron y de la emoción. Aquella crónica, que hoy quisiera leer, me serviría para que el periódico me llamara a Cartagena, a remplazar al rey de la noticia judicial José Luis Herrea , a quien le decían Pepe embuste.
El primer cadáver y el único que hallamos en la ruta, estaba tirado a pleno sol en el cementerio de Pueblo Nuevo, a unos 20 o 30 kilómetros de La Mejor Esquina. De él supimos solamente que le decían “El cabo”. Tenía un tiro de fusil en la cabeza y parecía que le hubiesen hendido el cráneo con un hacha. Había exposición de sesos, que con el calor, emanaban el mismo hedor de unos muertos de San Jacinto en un accidente de tránsito. Nunca se me desprendió aquel olor de la nariz. Y viajé con ese maldito olor hasta La Mejor Esquina, sin dejar de contar las quiebra patas en el camino, unas grietas artificiales para impedir el paso del ganado de una finca a la otra. Eran fincas adquiridas por miembros de los carteles de la droga, que venían haciendo un barrido desde Antioquia y cuya influencia macabra se empezaba a sentir en la región con su acento paisa y sus balas.
En una casa velaban al profesor Berrio, un pacífico maestro de Escuela, que llegó a apaciguar los ánimos y fue el primero en ser atacado. Era un negro grande, que nunca supo por qué lo mataron.
En treinta años solo han aparecido los periodistas y la luz, porque el atraso y el miedo, siguen siendo la tónica de este caserío disperso en una planicie, encajonado en extensas fincas ganaderas. A muchos se les paso el dolor, otros no quieren recordar y la mayoría hablan bajito, porque los causantes de la masacre aun vigilan los alambrados con los que protegen sus feudos.