EL brillo de tus ojos!

EL PERRO NEGRO DE LA CASA UNO.

Introduccion!

 

Una amenaza de muerte, que iba a dividir la opinión pública, fue el detonante de esta crónica que nos acerca al alma y a  la gesta enamorada de un perro muy sentimental y pechichón. Un perro muy humano, cuya vocación no ha sido la caza, sino un guardián del amor.

Lo primero, después del asombro y los interrogantes, ¿quién habrá de matarlo y cómo lo iban a matar? fue buscar los mecanismos de protección de los que Ramoncho estaba totalmente desprovisto. Él seguía siendo el perro de todos, enamorado, incansable, que se salía de la casa uno en el primer descuido, desbarataba los partidos de fútbol, se meaba en la gramilla, en las matas, en las llantas de los autos y le olía el sexo a todas las perras. Y a las gatas. Él era inocente del plan de matarlo. De modo que el cuidado era de quienes lo habían adoptado como un familiar más. Había que estar pilas, porque lo podían envenenar, se lo podían robar o al menos lo iban a levantar a patadas, porque en el conjunto no sólo vivían médicos ensimismados que no le bojaban el vidrio a sus camionetas y políticos con sus guardaespaldas, sino un chófer hincha del club Atlético Junior que cuando perdía su onceno amanecía de mal genio y a veces era Ramoncho quien pagaba los platos rotos.

El Ramoncho no era un perro tonto. Sabía con quién rodearse. Cuando Gregorio, el muchacho que se ganaba la vida paseando mascotas, iba a buscarlo con un perro muy grande, se metía debajo de la cama, se escondía para no ir. Se resistía a salir. Sabía que un perro grande lo maltrataba en el camino. No eran de la misma talla. Y aunque Ramoncho era entrón y le olía el sexo a cualquier perra por grande que fuese, iba en desventaja ante la báscula.

 

De modo que Ramoncho tuvo un día en que le sobrevivió un solo amigo. Se llamaba Lucas, un perro peludo, al que apenas se le notaban sus ojos en el pellón de su cuerpo esponjoso. Llegó al conjunto muy pequeño en el año 2014 y pronto era la mascota más querida por todos. Lucas le llevaba cinco años a Ramoncho y eran de la misma talla.

Cuando Ramoncho llegó de San Jacinto en agosto de 2019, de un mes y doce días de nacido, Lucas iba a entrar en crisis, porque su dueña, una bella muchacha de la casa número siete, lo había aborrecido. Se había dejado con su novio de toda la vida, quien se lo había dado como un regalo de cumpleaños.

Lucas pasó  en segundo plano a la llegada de Ramoncho y era entonces un perro huérfano, que necesitaba apoyo. La dueña de la casa siete no gustaba de perros ni de gatos, de modo que cuando el novio de su hija se lo dio de regalo a su bebé ,ella puso el grito en el cielo. Sin embargo, lo admitió a regañadientes para salvaguardar el amor de su hija, que por esos días se fue  a estudiar a Medellín y se lo llevó por unas semanas. No pudo tenerlo allá y lo regresó a su abandono, quedando en el aire. Ramoncho fue solidario y salió de paseo en macaca bajo el cuidado de Gregorio. Siendo un perro hiperactivo y rebelde, Lucas se convirtió en el único amigo de Ramoncho, unidos en una solidaridad asombrosa.

Cuando la hija de la dama de la casa número siete se quedó sin su novio, Lucas pagó los platos rotos. Ella lo había aborrecido. Lucas no dejaba de llorar y entonces fue Ramoncho su mayor consuelo. Andaban juntos por todas partes. Iban de macaca por los paseos matutinos. Ya Gregorio les conocía sus temperamentos y los sacaba a cagar según sus simpatías.

Yo, que al principio no lo traté bien y pudo hasta asfixiarse durante el viaje de San Jacinto a Sincelejo una mañana lluviosa, con la amenaza de muerte, empecé a quererlo y a analizar su evolución y su comportamiento. Ramoncho se metió en mi alma.

Aún recuerdo la última fiesta de Agosto en San Jacinto antes de la pandemia, que cambió todo. No salí en los días más concurridos, sino el lunes festivo, que cayó en una lluvia perenne. Me gustaba beber cuando nadie bebía para que la gente dijera que tenía plata , porque tenía el pueblo encarnado y enjaranado. » Pocho bebiendo y las vacas pariendo», solían decir.

Pasamos todo aquel día lluvioso bebiendo en el sardinel de Miguel Manrique bajo las sombras de un laurel. Éramos pocos. Almorzamos en el sardinel sobre las cacerolas y seguimos, hasta que por la tarde entró una llamada de una de mis hijas desde Sincelejo.

— Papi, si te vienes mañana no dejes de pasar donde mi tía Rita por el perro.

Nunca dejó de llover. En cerro Maco café canté desafiante abrazado con Rafa Pérez García y fui a pleno Conejito a visitar una amiga. Eran las diez de la noche cuando pasé donde Rita por la mascota. La perra había parido cinco cachorros de distintos colores. Las niñas de Rita lo lloraras y lo besaron antes de meterlo, enrrollado en un trapo, en la parte trasera de mi auto, de donde jamás me bajé. El bebé dormía, enroscado en el trapo.

No podía cerrar los vidrios, porque podría ahogarse.

No pude guardar mi auto en el patio, porque mi papá dormía, de modo que lo dejé en un callejón oscuro bajo la lluvia.

Solo supe de Ramoncho ese otro día cuando llegué a Sincelejo a las seis de la mañana. Mis hijas lo estaban esperando para convertirlo en un miembro más de la familia.

Cuando lo amenazaron de muerte en plena pandemia fue que comprendí su amor, entonces empecé a escribir sobre su trasegar en este mundo de humanos que a veces se comportan como animales.

 

 

 

 

 

 

RAMONCHO

UNA PRECITA NEGRA BAJO LA LLUVIA.

 

– Perros negros no amenazan todos los días.

 

Texto ganador del concurso de editorial ITA, sobre la soledad, en el mes de mayo 2020.

 

 

Ramoncho acaba de ser sentenciado a pena de muerte. Esto me aterra. No porque la sentencia mortal la hayan hecho en plena pandemia, sino porque quien lo anunció lo hizo a voz en cuello, para que lo oyeran en todo el condominio, sin esconder su rostro.

Aunque sea un niño el que lanzara tan temeraria amenaza, la voz de un niño suele ser el reflejo de la conciencia de los padres. Y si lo dijo debe ser que sale de su corazón. ¿Cómo habrían de matarlo? ¿Con un tiro? ¿Con un veneno? ¿Con un madero? No sé, hay tatas formas de matar en estos pueblos salvajes, que hasta los niños rompen la posibilidad de la ternura. Y parece que no lo dijo por Juego, porque cuando Margarita lo confesó, también en voz alta y alarmada, estaba muy preocupada, con sus ojos bien despepitados, ojos de luna, ojos de loca. Y a esos niños del frente nunca se les ha dado juego más allá de arrebatarles una pelota suelta durante un improvisado y fugaz partido de futbolito callejero. Recordé mis viejos tiempos en el equipo La Caja Negra de Tenerife y les hice varias pinoles y después repenticé la voltereta del paraguayo Roberto Cabañas, una especie de chilena tan tenaz que el balón se estrelló con un espejo, que se volvió añicos. Extraño tan renovadas amenazas, cuando aquellos niños no salen de sus aparatos digitales. Ahora veo que no se trata de juegos, sino de fuego cruzado en el vecindario, quizás la gente se ha exacerbado con esto del coronavirus. Todos nos volvimos locos ya en el día cincuenta y tres del encerramiento brutal

Al principio, cuando Margarita tomó un vaso de agua para iniciar su discurso, pensé que era una forma más de la cantaleta del día, quizás para congraciarse conmigo, después que habíamos roto muchos años de silencio y ella se estaba volviendo a coger confianza conmigo. Queríamos reconciliarnos. No teníamos otra opción que unir nuestras soledades después de años de locura e intensidad, en los que desaprovechamos muchas energías peleando por enemigos y amores fantasmas. Y ahora la cuarentena nos parecía unir, pese a que cuando ella bajaba de su habitación al primer piso y empezaba su diatriba, yo subía al segundo piso y me encerraba a leer o a chatear. Era una forma ágil de evitar el roce en una casa tan pequeña, donde todo lo que se hablaba abajo se escuchaba arriba, y viceversa. Siempre le dije, cuando compró aquella casa tan cara, que parecía hecha con materiales de casas de interés social, no digna de tan grande esfuerzo.

¿Matar a Ramoncho? ¿Quién y por qué?  La pregunta me atormentaba y no me dejaba concentrar en el libro de mi vida, que tantos años había aplazado en el ajetreo de la rutina veloz que llevábamos, en medio de un capitalismo salvaje que nos había convertido en devoradores de cosas inútiles y superfluas. Ya era bueno un movimiento eslow.  Ahora vivíamos con lo justo, sin tanta prisa y hasta nos habíamos creído que era posible reconciliarnos, pese a que dormíamos en la misma cama y no se nos ocurrían buenos ni malos pensamientos. Ya dormíamos como dos hermanitos, con Ramoncho en la mitad, tan inocente, sin saber que una amenaza de muerte pendía sobre su bella cabeza como un péndulo que bajaba de alguna parte. Yo lo miraba, y él dormido tan tranquillo, a mis pies, como si nada. Le daba besitos en la cara y el pendejo, pechichón, solo “entorna solaba” más sus ojitos, quietecito, con pereza suprema, al menos por el momento, porque a veces, cuando bajaba al primer piso y observaba a sus amiguitos parecía una bolita de carne viva que brincaba como una pelota de caucho y se volvía incontrolable. Ya estaba mansito. Le pasaba mi mano por la cabeza, desde sus orejas, palpando sus largas pestañas, hasta la barbilla, y como le gustaban mis caricias, se hacia el dormido.

Días antes de que Margarita me confesara aquella sentencia fatal sobre Ramoncho, yo estaba pensando en cuándo y cómo sería su muerte y cuál iba a ser nuestra reacción y la de las niñas, que eran las más juguetonas con él.  Estaban pendientes de todos los detalles, de sus vacunas, de su comida, de sus vestidos, de sacarlo a pasear, de tomarle fotos y hasta le habían abierto su perfil oficial en el Facebook e Instagram. Ramoncho ya era el chacho. Y no me daba celos que lo quisieran más que a mí, porque yo también lo amo. Sé que soy un hombre mayor, un hombre de la tercera edad como dicen ahora, aunque mi corazón sea el de un bebé y mi juventud vaya plena por dentro.  No sabía si me enterrarían antes de Ramoncho, porque sabía que él por lo menos viviría unos dieciocho años más. Ese era el promedio para su raza y linaje.  Y yo había vivido ya por lo menos un ochenta por ciento del tiempo promedio en este país tan bello, donde la gente amenaza de muerte como si se bebiera un vaso de agua y donde algunos líderes de la guerrilla han muerto de viejos.

No sé por qué pero la posibilidad de que Ramoncho muriera primero que yo me atormentaba y me hacía preguntas existencialistas en medio del distòpico mundo de hoy y me figuraba el drama de ms hijas y de Margarita, que se habían encariñado tanto con nuestro bebé.

¿Pero porqué habrían de querer matarlo? Quizás por envidia, quizás por hacerse los más fuertes, quizás por sumar una salvajada más a la rutina de estos pueblos de corralejas donde a la vida le ponen poco precio. O de pronto por una apuesta en internet.  Ramoncho no hacia lo que no quería. Todo en él no es más que gracia y ternura. Cuando juega con sus pares, es el que más grita, el que más besa, el que más corre, el que más salta, el que más agarra, el más juguetón con todos y el más bello. Todo lo huele. Sus ojos son redondos, negros y vivos. Su boca es colosal y su lengua roja. Siempre está en pos de conquista y no gusta de los gatos. Cuando sale Matías, una gata gorda, esponjada y boba, se pone a llorar y reclama verla. Encarama a esta vecina y se le van los ojos cuando ella se asoma. Es muy enamorado y cuando se nos escapa corre de casa en casa, se mete casi en todas y nos da miedo de que un día lo secuestren. Y por estos días, en que han proferido su sentencia de muerte, siempre que se nos escapa, porque está pendiente de que la puerta esté abierta para hacerlo, estamos más pendientes de que no lo vayan a envenenar. Y como es tan inocente, recibe comida de cualquiera que le haga cariño. No es nada desconfiado, quizás porque en su corazón no hay malicia. Sólo huele la comida y se la traga con gran apetito. Y el peligro es que no desprecia hembra ni presa. Es buena boca. Come de todo.

Nunca pensé que también me iba a enamorar de Ramoncho. Y ahora que lo han sentenciado a muerte, es cuando se me ha despertado más este amor de padre, porque había pensado que era solo cosas de las niñas y de Margarita. Pero no, lo amo, y estoy muy preocupado, máxime cuando hace bulla y molesta al cachaco de la parte alta de la paredilla, que ha mandado a callarlo varias veces, ante el reclamo de Margarita, porque el molestoso vecino, desde las diez de la mañana enciende una máquina para cortar madera.

¿Por qué quieren matarlo?, le pregunté a Margarita.

¿No vez que es igualito a ti? Me preguntó sin responderme y apuntó: “Ramoncho no hace lo que no quiere y tú eres lo mismo”. La frase llevaba veneno.

Ahora recuerdo la madrugada que me lo traje en la parte trasera de mi auto, como si fuese un objeto más. Fue la penúltima parranda grande que hice antes del coronavirus. Aquel día fue de lluvias perennes en San Jacinto. No llovía fuerte, pero tampoco escampaba. Todavía Ramoncho no tenía nombre. Había nacido en casa de Piero Fernández, a principios de Julio. No te vengas sin el bebé, me recomendó la niña menor. Yo debía madrugar para tomar trabajo desde las seis de la mañana en Sincelejo, de modo que tenía que salir a las tres de la madrugada y como andaba de pirata, también así eludía a la Policía, que montaba los retenes de rebusque cuando ya había salido el sol. Cuando llegué a buscarlo vi que en casa de Tía Rita lo mimaban. No querían soltarlo. Mis primas lo tomaron en los brazos y lo llenaron de besos, mimos y caricias. Algunas lloraban. Yo, que estaba bien borracho ni siquiera me bajé del auto y hasta tuve intenciones de venirme para Sincelejo, pero el limpia brisas del auto no estaba muy católico. El vidrio panorámico no me permitía manejar muy bien, de modo que tomé a mi nuevo bebé, que estaba dormitado y lo coloqué en la parte de atrás del auto y me fui a casa de mis padres, en la calle veinte.  No fue posible hallar las llaves del garaje. Seguía lloviendo, ahora más fuerte. Había fuselajes de invierno profundo en la bóveda negra del cielo. Mi padre, que cargaba el mazo de llaves en su pantalón, dormía desde las siete de la noche y a esa hora- ya eran como las once- no se levantaba a abrir la puerta del garaje ni al papa de Roma en persona. De modo que no hubo más remedio que dejar el auto en el callejón de la calle principal, que estaba más obscuro y menos concurrido. Pensé que con ese tiempo tan crudo no habría ladrón con ánimos de abrir un carro en plena calle. Además, si alguien intentaba abrirlo, prendería las alarmas. Los vidrios oscuros quedaron herméticos y hasta se me olvidó la recomendación de las primas, en el sentido de que dejase un poco abajo los vidrios, para que el bebé respirara. Nada, los dejé hasta el pegue, arriba, pensando en la seguridad.

Ahora pido perdón por mi olvido y descuido. Ramoncho, que estaba enroscado en un auto cerrado bajo la lluvia en una noche oscura, se me borró de la mente. Caí tan rendido de la borrachera en mi hamaca, que hasta llegué a pensar que no sería capaz de levantarme tan de madrugada, pero no. La lluvia metálica sobre el techo de palma me arrulló hasta las tres de la madrugada. Durante cuatro horas estuve como muerto, hasta que de pronto pegué un brinco, vi la hora en mi celular- estaba a tiempo justo para llegar al trabajo- me cepillé los dientes, me lavé la cara y corrí al auto. Todavía llovía, como llovió durante todo el trayecto.  El reflejo de la madrugada en los charcos de la carretera y los guías de los trancones, donde arreglaban la vía, eran apenas lo poco que se movía más allá de la lluvia. Ni siquiera se me había ocurrido revisar a ver si el bebé iba atrás.  Tampoco se sentía. No sabía si iba vivo o si estaba muerto o si se lo habían sacado del auto en el callejón, nada. Como si no existiera. Sólo paré en la gasolinera del Carmen de Bolívar a surtir el auto, comprar galletas Chepa Corina y tomar tinto. No puse música para escuchar el chirriar de las llantas sobre el pavimento llovido, el ulular de la brisa fría sobre el capó y el sonido de mi corazón, mi terrible corazón de olvidos. Y lo mejor, no hubo un solo policía. Prendí la radio más adelante, pero la emisora donde laboraba estaba apagada. Llegué a las seis en punto a mi residencia. Mis niñas estaban despiertas, en espera de su bebé. No durmieron en toda la noche, porque sabían que ya el bebé venía en camino. Fue entonces cuando desperté de mi profundo sueño. Había manejado durante dos horas exactas como si viajara en un profundo sueño, de forma mecánica, como si viniera realmente solo, entonces fue como si despertara con el corazón deprimido. Él bebé era posible que estuviera muerto, entonces busqué y lo hallé en la misma forma en que lo había puesto en la noche. Estaba enroscado, dormido profundamente, lo tomé en mis manos y se lo entregué a las niñas, que empezaron a llenarlo de besos. La radio estaba apagada, entonces me tiré de bruces en la cama, a terminar de matar mi guayabo.

Ramoncho fue desde entontes como una bendición, que trajo mucha armonía al hogar y empezó a transformar nuestras vidas. Se acabaron las peleas y las discusiones.

Y ahora que piensan matarlo, todos estamos en guardia, porque este bebé, a punto de cumplir un año, es la vida de nuestras vidas.

 

Sincelejo, mayo 15 de 2020.

 

 

EL BRILLO DE TUS OJOS.

 

Mi damisela dice que a Ramoncho solo le falta hablar, porque es un perro muy inteligente. Estoy de acuerdo en lo inteligente, pero eso de que no habla no es cierto. Ramoncho no tiene lenguaje articulado como los humanos, pero se expresa por todos los poros de su existencia cuando quiere algo, cuando tiene hambre, cuando tiene pena o cuando está triste. Habla cuando me mira con el brillo de sus ojos pidiéndome un dulce. Me avisa con su patita para decirme que ha llegado Gregorio, el muchacho longilíneo que lo saca a pasear todos los días en macaca con otros perros de Linares, donde llegó el 21 de Agosto de 2019 ,siendo un cachorro de un mes y parecía una gotita negra bajo la lluvia. Ramoncho es San Jacintero como yo y nieto de Piero.

 

Ramoncho – premio editorial ITA, antologado en la convocatoria compañía – soledad en plena pandemia- se ha vuelto toda una celebridad, qué nos ha ido humanizando cada día más.  Y sus lecciones son contundentes. Su cambio ha sido positivo y acelerado. Ya no ladra a todo lo que se mueve ni desbarata los partidos de micro en el vecindario. Antes quería tener a todas las perras del condominio y solo se llevaba bien con Lukas, un perro con una historia bien triste. Fue un perro despreciado por su dueña, una hermosa veinteañera que lo aborreció al separarse de su novio, quien se lo había regalado en uno de sus cumpleaños. Ahora estaba al cuidado de la madre de la lamentosa veinteañera, que tampoco lo quería mucho.

He aprendido mucho con Ramoncho y lo he visto crecer de brazo en brazo. Tiene perfil en Instagram y es muy célebre en Sincelejo. Es un perro estrato seis, con médico veterinario permanente, quien le lleva todos los controles, desde su peso, su desparasitación y medicina oportuna. Cuando llega al consultorio todos lo miman, desde la secretaria, hasta el doctor, que ya lo quiere tanto como yo. Pesa doce libras y su pelaje es brillante. Su figura de galán cuando se estira, perezoso, o cuando bosteza, que es el momento más cercano a la afinación, es exacta. Todo le luce. Tiene garbo hasta para sentarse mientras acecha la tarde. Antes, cuando ladraba todo lo que se moviera y no me hacía caso, era imposible dejar la puerta de la sala abierta, porque se escapaba al jardín, desbarataba los partidos de fútbol, sé metía de casa en casa, alzaba la patita en las llantas de los autos y orinaba todas las flores del jardín. Todo se lo achacaban. Alguna vez tuve que recoger una caca que no era suya. Yo le conozco hasta su caca, porque las pepas que le mandan dan la misma consistencia y el mismo color. Lo conozco como la palma de mis manos.

 

RAMONCHO Y SU NUEVO AMOR, LA GATA CHLOE.

 

–Ella le tira. Le tira a sacarle los ojos. Para que no sea arbitrario.

Mi damisela habla. Y mientras habla narra la maroma de Ramoncho disputando los espacios con la gata Chloe, a quien le dicen la huérfana. Y mientras habla, la damisela no deja de mirar y puyar el celular.

Ramoncho baja del segundo piso en ese instante y se me sube en las piernas. Yo empiezo a sobarle las orejas.  Él se siente halagado. Entrecierra los ojos brillantes. Se rinde a mis caricias.

— Mira, Ramoncho sabe más que la gente. Busca mis piernas y no las tuyas, porque intuye que en esta casa yo soy el bueno, digo.

La damisela se ha quedado en silencio, después de la andanada de palabras de fuego que me ha lanzado.

Ramoncho sigue acurrucado en mis piernas. Apenas mueve sus ojitos negros. Se siente pleno. Le gusta sentirme, sentirse mimado.

Esta mañana saltó de las sábanas desde las cinco. Durmió enroscado en mis pies. Pero a las cinco y media vio movimientos extraños en la calle y se le removieron los recuerdos de cuando era un perrito hiper activo. Era una gata que salió despeinada a la calle y caminó por el borde del sardinel resucitando a cada paso, como buscando equilibrio en el filo de la mañana de diciembre. Y en Ramoncho también fueron resucitando los recuerdos de cuando era un perrito callejero, que ladraba a todo lo que se movía. Se tiró de mi cama y empezó a ladrar con mayor fuerza y arañaba los vidrios, convertido en una fiera. Fue difícil atajarlo. Buscaba la forma de salirse del cuarto. Buscaba la puerta como para salir a la calle. Hacía mucho frío. Busqué el control del aire acondicionado entre las sábanas y apagué el equipo. Ramoncho volvió a subir en la cama y se volvió a acurrucar en mis piernas, pero seguía inquieto. Ya no íbamos a dormir más.

 

***

 

Por momentos se me olvidó que Chloe estaba en casa. Ella llevaba un mes con nosotros, disputándose los espacios con Ramoncho y hasta nos habían dado lecciones de comportamiento. La hija menor de mi damisela la había adoptado por internet, pues sus dueños la habían tirado a un basurero. Cuando la trajeron la primera en protestar fue la damisela. Ella nunca había gustado de gatos. Además de ser mala mañosos su pelo es muy peligroso.  Chloe, como la bautizó la hija menor de la damisela, parecía indefensa, mojada por el rocío callejero, con su pelambre escajo y sus ojos grandes y tristes, tenía un ojo negro que le daba la apariencia de pirata.

Apenas Ramoncho la vio quiso devorarla. No había espacio donde tenerla. Eran 24 horas de alerta. Ramoncho y Chloe eran como el agua y el aceite.

Cuando la hija menor de la damisela se fue a la universidad en Cartagena se llevó a Chloe en medio de miles de incomodidades, metida en un guacal. Vivían solas en un apartamento grande con vista al mar, pero Chloe era muy alocada y apenas abrían la puerta principal se escabullía entre las piernas y bajaba corriendo por las escaleras, se metía en otros apartamentos vecinos y hasta se refugiaba en la cocina para no dejarse atrapar.

Un mes después, cuando fuimos de visita a Cartagena, Chloe jugaba de local, pero aun así Ramoncho siguió imperturbable en su misión de devorársela completa con pelo, lunar en el ojo derecho y todo. Chloe parecía tener un antifaz, pero cada día que pasamos en el apartamento los ladridos de Ramoncho fueron menos. Choi sabía defender su espacio y se agazapaba debajo de los taburetes para tirar sus arañazos y resguardar su pequeño cuerpo erizado.

Con el paso de los días Chloe fue despercudiéndose del asedio de Ramoncho y empecé a verla de otro modo. Se fue poniendo muy bonita. Una noche, para protegerse de los asedios de Ramoncho, se metió en mi habitación y subió a mi hamaca. Se me durmió en el pecho. Vi sus ojos como me miraban. Con una ternura de otros mundos. Parecía hablarme. Empecé a verla con el amor con la que Chloe me miraba. A aquella mirada tan limpia agregaba pequeños ronquidos guturales que al principio me intimidaba, pero me fui acostumbrado a ella, hasta que fue mezclando estos dos amores, que empezaron a darnos lecciones de comportamiento humano. Mientras los dos animales se reconcilian y se hacen amigos, mi damisela seguía sacando cuentas que tiraban el hogar con las patas para arriba.

En este cuatro de diciembre, sin embargo, Ramoncho se levantó a pelearse con todos, porque una gata callejera le recordó sus viejos tiempos, cuando vivía solo, era el rey de nuestra casa, y no admitía ni siquiera una sombra que no fuera la de su propia alma.

El tiempo es una ráfaga de viento. Ramoncho- quien lo creyera – ya cumplirá cuatro años en Julio. A estas alturas ha dejado de ladrar todo lo que se mueve. Ya mira, pero agachado. Podemos dejar la puerta abierta y él sólo mira, sentado en el sardinel reluciente, cómo pasa la tarde por sus ojos brillantes y escrutadores.

Simplemente mira. A veces mueve su colita. Ya no quiere devorar a los gatos del vecindario. Tampoco se quiere comer viva a Chloe  ,la gata huérfana, que llegó pequeña ,de la calle ,y era capaz de tragársela con un solo bocado. Chloe se ha puesto muy bella y astuta, ya son casi de la misma estatura. Ahora juguetean sobre la cama tendida. Ella tira sus patitas y parece peligroso, porque le puede sacar los ojos.

Ahora suben y bajan las escaleras jugueteando y corretean por toda la casa, en una convivencia superior a la de los humanos.

 

UN AMOR EN PELIGRO.

 

“Ya Ramoncho cagó. Y por ahí iba, por la playa, arreando perros y perras en celos”   LA DAMISELA, Tolú, enero 1 de 2024.

 

Nunca pensé que él pudiera tener reemplazo en mi corazón. O al menos que otra personita me diera la oportunidad de comparar este amor tan genuino. Comparar es bueno, porque nos ayuda a medir los avances. Antes que llegara ella y se durmiera en mi pecho, él no tenía rival. Ahora veo que no es tan tierno como me lo figuraba. Su cuerpo era perfecto, sobre todo cuando lo veía estirarse en las mañanas y bostezando. Es un cuerpo longilíneo, macizo, varonil, digno de un canino cazador. Y ahora que lo comparo con ella no hay lugar a dudas que ella se lo lleva en ternura e inteligencia. Además de juguetona, es viva y se me escurre por las piernas cuando he tratado de dejarla sola en la habitación.

Ramoncho, que es premio nacional de cuento ya tiene fama y en Sincelejo es muy popular. Ya cumplió los tres años y ha ido madurando. Sus movimientos son más lentos y ya hace caso, ya no se va para la calle a perseguir otras perras y gatas y desbaratar los partidos de fútbol. Su vida es un reloj cronometrado que repite todos los días. Cuando le digo que suba para arriba, sube. No es redundancia, en reafirmación de. Cuando está triste se esconde debajo de la cama y es difícil sacarlo. Sus ojos son dos bolas de candela y sacarlo es imposible. Se vuelve una fiera. Sus momentos más felices son cuando siente que llega el perrero. El  muchacho se llama Gregorio.  No haya donde pararse y el mismo busca del jico para que lo lleven de cabestro.

Solo el trece de agosto, en nuestro último viaje a Cartagena, prefirió embarcarse de primero en la camioneta, no obstante, de que Gregorio, el paseador ya estaba allí, esperándolo. Sabía que sí se iba de paseo lo podíamos dejar.

Pero resulta que en este viaje conocí a una pequeña gatita callejera que se ha convertido en el alma de la casa. Ella es muy tierna. Y Ramoncho le ladra, con ganas de comérsela viva, pero ella sabe que ya la tengo en mi corazón.

La alegría de nuestro reencuentro sólo será comparada con la felicidad de Ramoncho cuando llega el perrero.

 

 

RAMONCHO, UN ESTRATO SEIS.

 

Ramoncho, sin duda, es un perro estrato seis. Vivimos en un estrato cuatro, pero su frescura y su comodidad, es de un perro burgués, estrato seis, elegante y sobrado. Le gusta estar entrepernado y no quiere salir del aire acondicionado. Se tira de plano, ¡cuán largo es, a echar suspiros de perro feliz y enamorado. Parece tieso, como un madero que respira.  Y allí, en la cama nupcial, puede pasar horas y horas, especialmente los sábados y domingos, en que las niñas están en casa, o cuando quedamos los dos solos y empezamos a parecernos, en la disputa de los espacios y de las nostalgias.

Ya está en la cuarta parte de su vida y me aterra pensar cómo ha pasado el tiempo, o cómo hemos ido pasando por el tiempo, como una ráfaga de viento, de lluvias y también de veranos, sin percibir los cambios en la piel, en la psiquis y en la caída de cada hebra de cabello, que se ha ido destiñendo cada vez más, sin pena y sin dolor, porque envejecer no duele ni se siente. Apenas se percibe en las fotos.

Algo ha de estar pasando en el alma de Ramoncho. Me la paso observando sus gestos, su mirada penetrante y su comportamiento de perro pechichón y enamorado. Cuando las niñas no están se pone triste. Se mete debajo de una cama y de allí no quiere salir. Si trato de hacerlo, sus ojos se vuelven brasas de candela y le tira mordiscos a la escoba con la que he tratado de sacarlo.  Ya se ha gastado por lo menos veinte almohadas que usa como su pareja y cuando las está haciendo el amor no tiene que ver con nadie. Su comportamiento ha ido cambiando, sin duda, aunque ya le conozco sus rutinas y a veces no quiere hacerle caso a nadie. Es un perro muy intuitivo que percibe el peligro a un kilómetro a la redonda y sabe cuándo llega Gregorio a buscarlo de paseo, que es su momento más emotivo. En días de semana, baja de su aposento a las siete de la mañana y se sienta al frente de la puerta de vidrio de la sala, desde donde percibe todos los movimientos de la calle, parando sus orejas y fijando sus ojos en todo lo que se mueve.  Cuando oye la voz de Gregorio, que apenas está entrando en el condominio, a unos cien metros, se vuelve loco, ladra, menea su cola, abre los ojos, viene y me busca donde escribo, me salta y me hociquea, entonces me lleva donde está el cabestro, se sube en una silla para facilitarme el trabajo, se pone a mi alcance, le anclo la cabuya, le abro la puerta y sale disparado tras la macaca de perros que Gregorio lleva. Es una escena que se repite y se repite.  O se repetía y se repetía, hasta hace dos días, cuando ni siquiera bajó del segundo piso cuando llegó Gregorio.  Subí a buscarlo con la cabuya y la argolla en las manos, pero Ramoncho se metió ferozmente bajo la cama nupcial y en la oscuridad solo dejaba ver sus ojos encendidos, como el día que se cayó de un segundo piso y se puso rabioso, escondido bajo la cama. Era una fiera temible.  Bajé y le dije a Gregorio que se lo entregaba en una segunda tanda. Ramoncho había percibido que Gregorio quería pasearlo al lado de una perra inmensa, que muy seguramente lo maltrata en la calle, que lo triplica en peso y lo hace deslucir, aunque Ramoncho huele su sexo y ha querido hacerle el amor. Es atrevido. No le teme a ningún perro por lo grande que sea. Es pleitoso, le gusta la refriega y hacerse notar. Cuando le hablé a la señora del comportamiento de nuestra amada mascota, me dijo que muy seguramente era que estaba haciendo el amor con una almohada. Ese día no salió de paseo y estuvo muy triste.

Aquello fue el lunes. El jueves volvió a tener el mismo comportamiento, cuando sintió la voz de Gregorio, se metió bajo la cama. No lo pude sacar. Gregorio lo llamó, pero tampoco le hizo caso. Vi que Gregorio iba acompañado de una perra inmensa, grande y triste. Blanca jipata.  Ramoncho la odiaba. L e dije a Gregorio que lo llevara en un segundo viaje.  A las dos horas ya estaba listo para la foto. Gregorio llegó con Lukas, un perro huérfano que era su mejor amigo, de su misma talla y la perra de Oscar, el fanático del Junior FC, con la que Ramoncho llevaba un torbellino de romance loco, que ya nos había dado problemas. Cuando el Junior FC perdía , así como en Barranquilla la gente andaba de mal humor, Oscar cambiaba de genio y alguna vez le dio una patada. Yo estaba que lo mataba y se salvó porque no tengo que revolver tanto esas aguas de ojo por ojo diente por diente. Soy capaz de matar por Ramoncho.

Pero bueno, con la macaca nueva, Ramoncho volvió a ser el mismo. Me ladró para que le pusiera el cabestro, se lo puse, abrí la puerta y salió despavorido al encuentro de la macaca. Su rutina es la misma de lunes a viernes. Gregorio a veces lo deja en la puerta y de allí no se va hasta que le abran para entrar. Su regreso es la de un perro feliz, pero cansado, que suda por la lengua, agitado, entra pasero, se pega en el depósito del agua y sube con garbo por las escaleras, para meterse en el aire acondicionado o casarse una almohada, Allí reposa, estirado a cuán largo es, hasta la una de la tarde, cuando oye el ajetreo del almuerzo.

El Ramoncho es bello. Es una personita a la que lo único que le falta es hablar con un lenguaje articulado, porque se expresa con todo su cuerpo, con la brillantez de sus ojos negros-casi azules-, con su piel reluciente, sus orejas pequeñas, la arquitectura de su cuerpo longilíneo, perfecto, como un verdadero felino, de armazón maciza, que bosteza como un hombre cuando se levanta, estira su cuerpo, y muestra flojera antes de encarar su rutina.

Los sábados, pero especialmente los domingos, en que todos estamos en casa, amanece bajo las sábanas. Cuando me acerco a una de mis hijas y quiero besarla, no me deja, trata de morderme, con ojos de fiera. Me desconoce totalmente.

El pasado domingo supe que eran las once de la mañana cuando lo vi majar por las escaleras. Por momentos había desaparecido de mi radar. Yo estaba sentado en el sofá más grande, leyendo un libro. Lo llamé y llegó hasta mí. Saltó a mis piernas, lamiéndome las heridas. Le dije, siéntate. Se sentó. Empezó a lamerme. Estábamos felices. Lo sé cuándo está feliz, porque en empuñas sus ojos, respira profundo y exhala, suspira hondo, entrecierra los ojos y me vuelve a lamer las manos. Salvo que vea una perra o una gata en la calle, una paloma o algo que lo distraiga, él se queda quiero, sumiso a mis caricas. Le gusta que lo acaricien, que le pase la mano por su pelaje brillante.

Fue allí donde me percaté que Ramoncho iba cambiando muy rápido, que ya no era el bebecito que traje envuelto en un trapo bajo la lluvia en una noche oscura, antes de la pandemia, que había vuelto loco a todo el mundo, que se volvía loco hasta con las sombras, que no dejaba de oler, mear, correr y desbaratar los partidos de mini fútbol callejero, hasta que fue amenazado de muerte, entonces sí que lo quise y empecé a escribir sobre él para protegerlo.

He pensado cómo será su muerte, si es que muere primero que yo, porque la vida de los perros es muy corta, y he estudiado su cuerpo perfecto, dinámico, macizo, sus amores arrebatados, sus ojos negros, su pelo brillante, sus bostezos de mañana, cuándo estira su cuerpo y cuando sube las escaleras trotando, con garbo, ágil y seguro, cuando viene de paseo.

 

 

 

LA SOLIDARIDAD DE RAMONCHO, EN CARTAGENA.

 

Mi tío Ramón nunca se sintió viejo. Sus manos ya estaban arrugadas, encallecidas, pero su corazón era como un tambor que retumbaba de alegría y de juventud. Siempre le pateó en el oído la palabra Tercera Edad, de modo que cuando el Gobierno trató de incluirlo en el programa de Familias en Acción y lo invitaron a la sede del Adulto Mayor, se negó rotundamente. No quería reunirme con viejos, dijo. A sus 90 años seguía sirviendo el trago en las parrandas familiares. Le gustaba cargar a los niños y mecerlos en sus brazos. Tenía la sangre dulce para la juventud.

Yo tampoco había querido ingresar a ese Club de la tercera edad, pese a que mi edad ya supera más de la mitad del promedio del periplo vital para un hombre que ha atravesado mil batallas en los Montes de María y se aferra a la vida como su máximo trofeo. Fue Ramoncho quien me alertó de que ya no era tan joven.  Fue a Cartagena. Por esos días ya Ramoncho estaba de amores con la gata Sholie y pasaban jugando a las escondidas en el cuarto piso de un apartamento en un edificio vetusto, pero agradable, con vistas al mar, en el sector de Marbella. La única inquietud era no descuidar la puerta, porque la gata se sobaba entre las piernas y se perdía por las escaleras. Y se metía en los apartamentos vecinos. Ese día me tocó bajar las bolsas negras de la basura descompuesta. Yo llevaba unas pantuflas cuyo difunto era más grande y arrastraba las suelas, en pantaloneta, mientras empezaba a bajar las escaleras. Fue cuando sentí que Ramoncho, que había decidido acompañarme, se me adelantó y pensé que iba a perderse en Cartagena, pero no, en el primer descanso lo encontré, esperándome, con la cola batiendo en el aire y sus ojillos de amor, invitándome a seguir. Una vez lo igualé en la bajada, siguió su camino. Y así, sucesivamente, fui esperándome en cada uno de los descansos de las escaleras, hasta que llegamos al primer piso. Ramoncho me iba cuidando, porque sabía que ya mi edad no estaba para bajar trotando con la bolsa negra de la basura descompuesta.

Allí, abajo, en el vestíbulo, me di cuenta de que Ramoncho estaba madurando y no solo era muy solidario, sino atento y prudente. Mientras yo depositaba la bolsa negra de la basura descompuesta en el lugar pertinente, mi mascota, no sólo me miraba con ternura, sino que esperaba en el vestíbulo. El problema se hubiera formado en el caso de alguna perra en celo, porque era capaz de romper el protocolo.  Ramoncho ya sabía que en la avenida lo podía arrollar un auto o alguien se lo podía robar.

Mientras depositaba la basura en la caneca del reciclaje, lo miraba y pensaba en el susto que nos hizo pegar cuando era más joven e hiperactivo, en Coveñas. A la hora del almuerzo nos salimos un poco de la playa y fuimos a un restaurante en la primera avenida, cuyo patio lleno de kioscos de palma, a través de la arena, nos llevaba al mar.  Allí almorzamos de lo lindo, pero Ramoncho se zafó de la pita y se fue por la playa, donde estuvo perdido una hora. Ya lo estábamos llorando. Empezamos a montar fotos suyas en las redes, pidiendo auxilio.  Era un poco arisco, pero fácil de entregarse a las primeras caricias.  Nos levantamos de la mesa y nos encaminamos al hotel para la siesta, pero el canino no aparecía. Fui al parqueadero por algo que estaba en mi auto y, de regreso por el patio, vi que ya las mesas del kiosco que habíamos ocupado las tenía otra familia. Fue entonces cuando mi corazón estalló de alegría. Después de una hora de divagar por la playa, buscándonos, Ramoncho se acordó de nuestra ubicación y llegó husmeando, pero bañado en sudor y con la lengua que le echaba baba, a la mesa que habíamos ocupado. Olió a uno de los cachacos que allí estaban y tras no sentir el conocido olor de sus amos, salió disparado, como si yo fuese el diablo. También me huyó. Yo lo llamaba, pero Ramoncho estaba tan arrepentido de su pilatuna, que no conocía mi voz y en vez de acudir donde yo estaba, salió huyendo. Salió disparado para la playa y yo más atrás, desesperado, porque el canino me huía.

Ramoncho husmeaba uno a uno los tumultos de bañistas en la playa y con las mismas salía espantado. Estaba como loco y bañado en sudor. Al fin dejó que me le acercase. Yo le hablaba con ternura. “Soy yo, Ramoncho”, y fue allí donde lo pesqué y me lo llevé al pecho. En ese momento las niñas, que también lloraban, primero de angustia y después de emoción, me lo arrebataron de los brazos y lo llenaron de besitos.

 

 HOY ES DOMINGO Y RAMONCHO LO SABE.

 

Me he levantado este domingo con el deber de interpretar el genio de Ramoncho. Me tiro de la cama con intención de ir al baño, que queda en el vértice donde confluyen tres habitaciones, en el segundo piso, la de la señora Consuelo, la de las niñas y la mía, que no es más que una cama grande rodeada de libros, con un abanico. Apenas salgo al vestíbulo, donde confluyen la escalera y el baño con las habitaciones, encuentro a Ramoncho, que mueve su cola con alegría. Lo saludo. Me lame las piernas con su lengua cálida, como él solo sabe hacerlo.  Orino sobre el vaso apesadumbrado. Mi intención es entrar a la habitación de las niñas y llenarlas de besos, pero Ramoncho se me soba entre las piernas y entra primero. Salta a la cama y se enrosca en los pieceros, entonces se vuelve una fiera que ya no se acuerda de mí y que hace apenas unos segundos pasaba su legua sobre mis heridas. Soy apenas, en su intuición felina, un enemigo que entra a perturbar el sueño de las niñas.  Y ante esos dientes filosos que se abren como saetas amenazantes y esos ojos que chispean, no me atrevo. Allí se vuelve una fiera, entonces doy media vuelta y cierro la puerta.

Afuera pienso en ellas y en su sueño, pero también en Ramoncho. A su edad su instinto primario prevalece, es felino para cuidar al amo, en este caso sus protegidas, y es erótico, el más erótico de los animales, cuyo sexo siempre está despierto salvajemente para las perras, para las gatas y para las almohadas. Para lo que se le atraviese. Algunos amos cometen la salvajada de castrarlos para bajarles la temperatura y me perece una maldad muy mala.

Hoy es domingo y Ramoncho lo sabe. la mañana la habrá de pasar entre las sábanas. Y también sabe que hoy no vendrá Gregorio, de modo que solo bajará al primer piso a las once. Cuando yo esté rellenado leyendo mi libro favorito, entonces se acurrucará a mi lado para que le acaricie su pelambre y después lo lleve de paseo.

Anoche fue la noche del jueves santo en Tolú. Caminaba con Ramoncho por la albarrada bajo el abrigo de una brisa de mar y la luna llena. La tarde había sido un sol de corraleja. Mi mascota iba oliendo sexo y basurillas. Fue de repente que la avenida se llenó de mujeres. Mujeres solas, amachadas, parecían futbolistas en el entrenamiento. Eran como laterales enormes, culos parados, aleros rápidos, extremos con el jopo de Roberto Hinojosa y centros fower como Arnoldo Iguarán. y porqué no, defensas como Lucumi. Iban de una, de dos, de tres, en shorts o en jean, como si vinieran en una ola de mar.  A todas les dije buenas noches. Algunas me miraron con sorpresa o sin sorpresa. Todavía hay gente que saluda en las calles. La mayoría me vieron como un anciano que era llevado por un perrito, y ni siquiera me respondieron.

 

Fueron tantas mujeres amachadas, quizás como el picther que se echa cal en las manos y se seca en las nalgas o en el pantalón, o que va con ese trotecito de quién sabe que tiene el mundo asegurado en el último lanzamiento.

 

Fueron tantas que terminé comiendo peto mientras bajaba esa lluvia de mujeres amachadas, de cinturas delgadas, caderas potentes y batatas como las de Miguel Ángel Borja. Creo que llevaban un tatuaje en sus almas.

Estaba tan atragantado de mujeres que, al regresar al hotel, si no es por Ramoncho, aún estuviera perdido.

 

Mujeres, gracias a Dios.

 

EPILOGO.

 

Por primera vez y a meses de cumplir sus primeros cinco años Ramoncho se ha escondido con apenas sentir movimiento en la calle. Y, sobre todo escuchar, la voz de Gregorio, que ayer entusiasmaba nuestra mascota solo con sentirla, ahora lo ahuyenta. Se ha metido debajo de la cama, rabioso, mordiendo la escoba con la que he tratado de sacarlo, como ocurrió el 26 de diciembre de 2021, cuando supimos la noticia por la muerte de papá.  Aquello fue la locura. Yo estaba reposando en la hamaca, en el segundo piso, cuando me llamaron de San Jacinto. Papá acababa de morir.  Mis hijas y mi sobrina Shakira, empezaron a llorar. Hubo una explosión de dolor colectivo. Ramoncho, que es muy sensible, subió corriendo por las escaleras, persiguiendo un gato negro que apareció en escena, era  una especie de sombra fantasma. El canino no calculó bien,  porque la sombra se lanzó por la ventana y tras ella se fue Ramoncho al vacío. Sus doce libras compactas cayeron a la calle, de una altura de tres metros y medio. Yo salí al balcón y lo vi arrastrase en el pavimento, ladrando y llorando. Iba muy adolorido, sin coordinar sus movimientos. Estaba loco. Lo llamábamos y no respondía. Entró en la sala, subió las escaleras arrastrándose y se metió debajo de la cama y nadie lo pudo sacar. Estaba rabioso, como ahora, que por primera vez le ha cogido miedo a su paseo.

Yo lo observo y ya  es un perro más tranquilo, que sube las escaleras trotando, pero con más pausas.

 

 

 

ZULY Y FIDO

 

Nada recogemos del suelo. Ahora comprendo el porqué mi hija María Alicia, a los tres años, se apoderó de un polluelo en la finca La Zorra de Silvio Cohen. Lo camufló en el carro dos horas antes del viaje de retorno a Sincelejo y no se despegó de este hasta que nos embarcamos. Supimos del polluelo porque nos pilló en el camino.

Ya en casa, durmió con el polluelo pegado a la cama varios días, lo bañaba, lo cuidaba, lo arropaba como si fuera gente, hasta que un día quiso llevárselo para el colegio.

Desde niño anduvimos detrás de las vacas, a las que le profesábamos un cariño especial, pues se decía que este es un animal sagrado. También les teníamos temor, cuando estaban  blanditas o recién paridas. Las bautizábamos con nombres geniales. Recuerdo nombres como La Guarapo, La Mapurito, La Guayacán, La Niña del Baile, La Negra Libre, La Pinta Labio o La Cucaracha. Esta última era una vaca hosca que vino en un lote de cien cabezas desde Nervití, Bolívar, de la finca de Pepe Barrios Hamburger, recibidas al levante, la cual tenía el don de contestar con un bramido cuando escuchaba su nombre. Era hermoso decir su nombre y escuchar sus bramidos.  Sin embargo, un día, en que los trabajadores empezaron a mamarle gallo y la llamaban cada momento, se quedó muda para siempre. Nunca más contestó al llamado de su nombre Caracucha. Se cansó del vacilón, pues para los trabajadores era como un juguete con cuerda, que contestaba automáticamente cuantas veces escuchara Caracucha.

Se recuerda con nostalgia al caballo “El Cascón”, del viejo Wilfrido, que estuvo a punto de fenecer en un viaje que en éste hizo mi padre a Zambrano, ubicado cinco leguas al este del Bajo Grande supremo de los recuerdos. Le  tocaba jugar un partido de fútbol a las tres de la tarde y tuvo que galopar a Zambrano, a tabaco y medio más abajo, en busca de un remedio para el primogénito Wilson, que a los 8 meses de nacido, había sido atacado por una diarrea incontenible. Por eso sus reclamos cuando jugábamos fútbol al sol intenso en la placita de Korina no eran tan contundentes, pues mi madre le recordaba que esa vez estuvo a punto de matar el caballo Cascón del viejo Wife. Pero de todos los caballos ninguno como El Chumbo, un caballo manso, de paso fino y noble, que había comprado a los gitanos. El Perrero, El Chumbito (su hijo) y El Careto, fueron los caballos más famosos, pero en especial éste último, que podía trotar en galope o llevar un sillón de carga. El Careto (Era amarillo y tenía una careta blanca), en aquellos largos veranos que atropellaron la comarca, bajaba al arroyo a beber el agua cada cinco días.  Le servíamos el precioso líquido en un cajón, para evitar que con las pezuñas las vacas dañaran el bebedero natural. Se bebía de una sola pegada un cajón de cinco latas de agua y cuando ya parecía reventarse se despegaba y salía caminando, manso y pasecito, a comer platanitos de aromo y dividivi o trupillo. El verano aquella vez había sido tan cruel, que se tuvo que echar mano de los cactus de cuatro filos para alimentar las vacas. Mi viejo se subía en lo alto de las colinas desérticas, donde el cactus era abundante y empezaba a cortarlos. Al caer al suelo, los cuatro filos golpeaban duro con la tierra seca, y las  vacas, acostumbradas a este sonido condicionado, subían de carrera a comer su cepa. Al principio las vacas se iban en diarrea y después, como si fueran purgadas, empezaban a engordar. Con esa comida se pasó aquel verano, que fue como el preludio del desplazamiento definitivo. Un día Frío de Perros  (así se llama nuestra finca en abandono) se quedó sola y hoy, casi 20 años después, dicen que todo está tejido de inmensos árboles. Hasta los linderos fueron tragados por la agreste vegetación. Se perdieron los alambres de púas, las garabateras del arroyo y los caminos de Bagatela.

 

De los mulos se recuerda al “Lito” o Albertico, que era mañoso para viajar y se escondía adrede los martes y los jueves, días en que le tocaba ir a Jesús del Río a buscar pescado. A éste lo bautizó Pedro Antonio, un pariente adoptivo que había marcado la corteza de los árboles y los totumos con su sigla: Pava, que significaba Pedro Antonio Arrieta Vásquez. Era simple, el mulo era muy parecido a Albertico Lora, un gran comerciante de Las Palmas y de quien el zote había heredado su manera picaresca de ser. Sí, porque los animales terminan pareciéndose a sus dueños, toman sus mismas actitudes, son mansos, briosos o mañosos, según el carácter del amo. Por ejemplo, la mula de Miguel Hamburger (un pariente de dos metros de estatura), grande, color moreno, caminaba como éste, despacio, pero firme. Cuando alguien distinto la montaba se tornaba incómoda, pero jamás cambiaba su paso regulado y sostenido, como le había enseñado Miguel. De todos los mulos hubo una llamada La Cortesana, que echaba el ganado y “Dojopo” ( mulo con dos anos), que merece capítulo aparte. La cortesana era sui géneris, pues se comía la yerba de zorra, una planta amarga y venenosa que no comían ni los goleros.

La burra vieja fue la reina. Era una burra inmensa, hija del Choa de Cocuelo y con una inmensa capacidad de resistencia, además de paridora.

 

En todos esos años en Bajo Grande, la familia tuvo muchos animales, que eran como la propia descendencia, pero ninguno como los perros Sally y Fido, quienes un día se trenzaron en una disputa infernal por el sexo de una perra y nadie pudo separarlos. Inicialmente, fue por un hueso que un mozo tiró a la jura a la hora del almuerzo. Si se les pegaba para separarlos era peor, pues más se agarraban a dentelladas. Entre más se les golpeaba, más rabia les daba.

Ensangrentados y después de vaciarles varios tanques de agua, se separaron, internándose en los montes, donde demoraron meses sin salir, quizás apenados por el bochorno.

“El animal sano en el monte”, dijo esa vez el vecino Carlos el de Dora, para justificar que los venados que se iban heridos por el plomo se curaban solitos. El monte es mágico y misterioso, remató diciendo Carlos. Los perros se curaron en el monte y regresaron como si nada.

Cuando nos desplazaron, ellos prefirieron morirse enroscados en las cenizas del fogón apagado.

 

 

EL RESCATE DEL PELUCHE

—Dieciocho de abril de 2010, a las 21 horas 26 minutos.

 

Peluche salió a dar un paseo por los tejados vecinos la noche del sábado veintidós de abril, cayendo abruptamente en las garras de Douglas, un perro feroz propiedad de los gemelos de Magola. El perro le barajustó por todo el patio, logrando salvarse sólo porque alcanzó a brincar y subirse muy ágilmente al copito del árbol más elevado de todo Majagual: un coco de cincuenta metros de alto, donde fue descubierto apenas por los gritos que empezó a dar una vez que el sol calentó.

La presencia del minino en el copito del palo de coco más alto del patio causó revuelo en todo el barrio por la mañana del domingo, descompuesto desde las once en un sereno coqueto. El minino no dejó de maullar con un acento lastimero toda la mañana, mientras miraba para abajo, desesperado. Buscaba hacia las palmeras que se besaban con las últimas ramas de un inmenso palo de mango parido blandito, cuya sombra se esparcía en los patios de tres casas vecinas.

 

Peluche, de dos años, reclutado de una cría lejana y montaraz, que jamás se había visto en calzas prietas, despepitaba los ojos y veía el inmenso vacío en los patios repletos de peras, naranjos, mangos, guayabas y tejados rojos y grises. El animal sabe cómo la gente, decía mi padre. A veces sólo les falta hablar. Sabía que si se lanzaba se podían quebrar sus siete vidas intactas. Si se bajaba, de cabeza, en declive, sería presa de Douglas, un perro de ocho años, fornido, manso, pero con la misión de desguazar a cualquier sombra que perturbara el pedazo de tierra que le habían encomendado y en el que sigue siendo el rey. Quien se meta en ese patio, aunque sea por equivocación, se lo come Douglas, pastor alemán puro, criado con esmero por los hermanos Ribón, los hijos mellizos de la señora Manola, alma pura y noble.

Ante la imposibilidad de escalar esos cincuenta metros escabrosos, los mellizos de Magola empezaron por esconder a Douglas de los ojos desorbitados de Peluche, introduciéndolo en el cuarto de San Alejo, donde se asomaba por la ventana parado en las dos patas traseras, husmeando la cantidad de personas que penetraron a curiosear la noticia del domingo en Majagual, tranquilos por su no presencia, pero desconfiados desde que lo vieron en su escondite, con sus ojos vigilantes y su rabo fiestero. Se quería salir del encierro para atacar a los intrusos. Se sentía como toro en la corraleja fiestera. No admitía fiesta con su territorio y amenazaba por salirse, mirando en dos patas, por las rejillas oxidadas de la malla.

A las doce del mediodía arreció la lluvia en Sincelejo y el temor de Orieta y Marialis de que el minino pereciera se incrementó. Peluche era nervioso, como todo gato, alérgico a la lluvia y a las alturas. Se había subido de miedo y ahora no se bajaba por el miedo.

 

Consuelo, madre de las niñas, llamó a la Policía, para informarles que un hermoso gato estaba muriendo de hambre, de sed y de lluvia, en el copito de un coco, a unos cincuenta metros de la altura.

La Policía fue indiferente con el drama de la familia. Para ellos se trataba sólo de un gato y ellos no tenían esa clase de emergencias en sus prioridades. No hacía parte del protocolo de una ciudad donde los animales no contaban para nada, más allá del rebaño de vacas que pastan en los lotes de engorde y los carro-mulas que reparten la leche. Claro, las corralejas salvajes y las cabalgatas son los únicos atractivos para muchos, por el uso de toros y caballos. Nada más. En Sincelejo no hay sociedad defensora de animales. La defensa Civil no tiene mecanismos para rescatar gatos. Y los bomberos tenían que ser ingeniosos. De pronto un desplazado, acostumbrado a cazar iguanas de verano en las ceibas más altas, podría dar las claves.

A la una de la tarde, el gato dejó de maullar sospechosamente. Se quedó quieto en las alturas. Desde el patio de Alicia Aldana se le observaba sólo su cola algodonada, entre amarilla y blanca, larga y tendida verticalmente, inmóvil. ¡Peluche había muerto!

La noticia se regó como un viento lastimero por todo el barrio. Los vecinos se asomaron desde sus patios y vieron el bulto inmóvil y tieso. Las niñas empezaron a llorar inconsolablemente. Su madre las consolaba como podía, pero era imposible. Empezaron los lamentos y los juicios de rigor. ¡Que la policía, que la defensa civil: todos eran culpables! El gobierno era corrupto y antiecológico. Había echado capas de asfalto negro en vez de adoquines y la ciudad cada vez era más caliente.

 

El padre de Orieta y Marialis se revistió de valor para argumentar que la muerte de Peluche era positiva, pues las niñas estaban muy aquerenteadas con el minino, lo vestían como si fuera una muñeca, lo tomaban por las patas traseras y lo llevaban por la casa como a una carretilla, los disfrazaban de todo, lo acomodaban en una cama con sus muñecas y hasta dormían a su lado. Eso era muy peligroso. El pelo del gato es traicionero, dijo el padre.

… Y les recordó que en cierta ocasión Peluche arañó a Orietta en su cachetito rosado, porque tenía juegos muy pesados y peligrosos. ¡Ha podido sacarle sus bellos ojos garzos!

Al fin, un poco consoladas, las niñas empezaron a preparar su sepelio con todas las de la ley, con invitación a la prensa. Pero habría que bajar el cadáver de Peluche. ¡Todo un lío por las condiciones atmosféricas y la altura!  ¡Lloraba con el sol caliente! Llovía a sol caliente y brumoso.

 

Mientras seguía la lluvia leve , –no llovía duro, pero tampoco escampaba-; las miradas subían al cielo, se elevaban a través de las últimas gotas de lluvia y veían el largo rabo algodonado de Peluche, sin mosquearse. ¡Peluche ya no sentía la lluvia porque estaba muerto!

La más inquieta era Orieta, que, desde el patio propio, miraba con insistencia hacia los últimos tallos del inmenso palo de coco. Fue allí donde lanzó su grito de felicidad. Peluche, que ya no contestaba los llamados, meneó la cola. ¡Estaba vivo! Luego se movió otra vez y pegó un maullido lastimero, como si alguien lo hubiese asustado, como si llamara a su madre. Hubo júbilo inmortal. Fue donde todos empezaron a movilizarse otra vez. ¡Peluche está vivo, pilas! Vino un nuevo llamado a la Policía, que volvió a negarse, pero el agente de guardia recomendó al cuerpo de bomberos.

 

Los miembros del cuerpo de bomberos habían pasado la mañana entretenidos en un simulacro de evacuación de un supuesto incendio en el teatro municipal. En el verano, habían acudido a apagar 179 incendios forestales en los alrededores de Sincelejo. También habían sido movilizados por falsas alarmas, pero nunca para rescate de un gato travieso que se había quedado atrapado del miedo en lo alto de un palo de coco.

El cuerpo de bomberos ya casi se negaba cuando a Consuelo se le ocurrió decir que el gato era de las hijas de equis periodista y que los denunciaría en la prensa. La gente le teme a la mala prensa. A las tres de la tarde, la máquina más nueva del cuerpo de bomberos de Sincelejo estaba parqueada al frente de la casa de los Ribón, en la carrera 17 con calle 29, media cuadra más abajo de la Plaza de Majagual. Tres operarios y un conductor empezaron la tarea de rescate.

Después de pasar por una sala amplia, atravesaron un corredor sombrío e ingresaron al patio macondiano, sembrado de mangos, guayabas, peras y un inmenso palo de coco torcido, más torcido que la suerte mía, el más alto del mundo, en cuyo copo se observaba un gato amarillo con blanco, que pegaba maullidos desgarradores.

Trajeron tres escaleras y se acordaron de la canción. Para subir al cielo se necesita una escalera grande y otra chiquita. Buscaron un costal. Buscaron una horqueta. Buscaron las maneras. Nada, no alcanzaban.

Uno de los operarios, el que trepó a lo infinito del coco, tarareaba una canción, mientras un grito de gol rompía la tarde. El Boca Juniors de Argentina acababa de empatar con Banfield después de ir en desventaja, a los 15 minutos del primer tiempo.

 

El gato no estaba dispuesto a dejarse coger. Estaba enloquecido. Acordaron tumbarlo, porque era imposible atraparlo. Mandaron a buscar una lona para pararlo en el salto y la caída, pues de caer directamente en el piso se quebrarían varias vidas. Si no todas.

Al verse hurgado por la horqueta, Peluche caminó por una hoja de palma, que se fue menguando peligrosamente con el peso de su cuerpo llovido y asoleado – y cuando estuvo en la punta-, el operador le estremeció el sostén y se vino al vacío como un bólido que mostraba las uñas. Venía maullando con fuerza desgarradora y las uñas encrespadas para atacar a sus enemigos invisibles, como arañando el viento. Y la lluvia que no cesaba. Los voluntarios en tierra rectificaron su posición y en un segundo lo tuvieron en la red, pero Peluche pegó un bote sobre el costal y saltó sobre la paredilla llovida, pero no alcanzaba a engarfiar sus garras, se resbalaba, hasta que le cayeron en chagua y lo agarraron, envolviéndolo en un costal.

El gato sentía la presencia de Douglas, que ya no era uno solo, sino varios. Para sus ojos desorbitados, los operadores del cuerpo de bomberos no eran más que perros rabiosos, hasta que aparecieron en escena las niñas y lo domaron.

La operación rescate había terminado exitosamente a las 3 y 45 de la tarde del domingo 22 de abril de 2007, en el preciso instante en que Boca Junior marcaba su segundo gol y una lluvia serena caía sobre la ciudad.

Los miembros del cuerpo de bomberos podían llevarse todos los mangos y peras que quisieran del patio de Douglas, en la casa de las Ribón. Habían cumplido una misión humanitaria.

 

Ahora Peluche está más pechichón que nunca y no se baja de las camas, pero se cuida de caminar por los tejados y de husmear por el patio de Douglas, quien todavía le tiene ganas.

Y las niñas, siguen rindiendo en sus estudios, cuidadosas de la ecología y del recalentamiento global, al menos no desperdician hojas ni arrojan artículos no biodegradables en la basura, en espera de un mundo donde los humanos mantengan una perfecta relación con la naturaleza y quieran más a los animales.

– Miauuuu.

****

Camilo Sandón, sin miedo a la muerte.

-La otra cara de la ternura.

 

Me gusta estar cerca de esos animales. Me emociona ver la velocidad con que rompen la plaza en mil pedazos cuando salen del toril. Si ellos no vienen a mi, yo llego donde están ellos. Me gusta sentirlos cerca. Me emociona su baba, admiro sus ojos oscuros, perfiló la lucidez de sus cuernos y el brillo de su pelaje.

 

Ellos no tienen miedo de partir la corraleja, pero yo tampoco me arrugo. Si tuviera miedo, no me metiera, porque el miedo te puede llevar a la muerte. Solo sentí miedo alguna vez, cuando era niño, pero una vez un maletero de apellido Plata me cedió su muleta y nunca más la tuve. Yo persigo al toro, me gusta su olor, su velocidad.

Cuando era niño, mi papá, que era de la junta directiva, me llevaba a palcos de Cereté, pero yo quería estar dentro de la corraleja, entonces me bajaba y me metía. Al principio no salía de un rincón. Y poco a poco me fui metiendo, hasta que, a los catorce años, me vi con una muleta en la mano.

 

Fue cuando empecé a seguir la correja. Escamaba pescado en el mercado de Cereté. Me gané un día 25 mil pesos y me fui para las Flores, por Mateo Gómez. Me quedaron solo cinco mil pesos, pero hice mis primeras faenas. Tuve que caminar por unas trochas por lo menos 25 minutos, solitario, pero unos garrocheros me ayudaron para la moto.

 

Mi mejor arma es el coraje y la velocidad. Tengo un físico natural, no voy al gimnasio, pero estuve en la escuela de fútbol de Alfredo Morelos y eso me ayuda. No me meto en la corraleja por plata, sino para alimentar mis emociones.

 

Fue en Chibolo , Magdalena, donde recibí mi primera cortada, en una nalga. Era el primer toro de la tarde, negro, bragado, un rayo. Traté de ayudar a unos muchachos que habían caído bajo la fiera. Le saqué dos muletazos, pero me resbalé con un zapato. El toro me embistió y tuve que agarrarlo por los cachos con las dos manos, arrodillado, y fue donde me cortó en una nalga. Me llevaron a un hospital sin nombre, donde me cogieron cuatro puntos por dentro y cuatro por fuera. No duré un día en el hospital, porque ese otro día volví a meterme en la corraleja. Me embistió otro toro, entonces fue donde me sacaron los otros manteros para protegerme y no volví.

A mis catorce años ya he estado por el Magdalena y por el Atlántico, y siento que nací para este arte.

 

Camilo Sandón.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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