ATAQUE DE FRÍO DE PERROS
(O EL DEBER DE RECORDAR)
Alfonso Ramón Hamburger Fernández.
Impreter, Bogotá / 2008/ 293, págs.
Por NUMAS GIL OLIVERA.
Ataque de frío de perros (o el deber de recordar) es la feliz combinación entre crónica, historia, imaginación y memoria.
La memoria se nos manifiesta en una forma sencilla, y tenebrosa. Nos arruga el sentimiento. En la carátula encontramos una cara asustada y temerosa; con unos ojos verdes que parecen que pidieran clemencia. Y unos dedos de las manos flacos y tiernos tapando la boca. Es un libro de casi 300 páginas. Lo mejor que he leído de mi paisano Alfonso Hamburger. Dedicado a la memoria de su pueblo. Y quiero reflexionar un poco sobre ella.
Podríamos decir que la memoria hace valer el pasado, que no está presente y es el único que tiene esperanza. Frente al pasado, la modernidad es importante. No hay más camino que el recuerdo. “Decía Avendaño que con la llegada de la luz eléctrica hasta los viejos se habían vuelto “sinvergüenzas”, ya que de la noche a la mañana trocaron sus hábitos y costumbres y pocos volvieron a quedarse en las noches a cuidar sus ranchos en los campos… Las telenovelas de las ocho de la noche y las series televisivas del cierre de la programación se convirtieron para todos en nuevo hábito” (Págs. 78,79).
En el ataque de frío de perros, la memoria es la piedra angular de la crítica de la razón moderna, argumentativa en ella, y de su alternativa como razón anamnética. Solo si se pasa de una concepción de la historia como ciencia a otra de la historia como recuerdo; sólo entonces se puede salvar del olvido el pasado “…halló en la ciudad de Sabanas a los descendientes de Juan Francisco Garnica, primeros desplazados de Los Montes de María, quienes habían perdido a 8 integrantes más de la familia en forma violenta y estaban ahora arrinconados en un barrio de pobres, después de haberle dado siete vueltas a la costa entera, huyéndole a sus propios fantasmas” (Pág.61).
La ciencia y la memoria se comportan respecto al pasado de manera diametralmente distinta. Lo que aquella da por cancelado, esta lo entiende como pendiente. Las diferencias son particularmente llamativas en asunto de felicidad o infelicidad.
Pensemos en el caso de víctimas que quedaron en el camino por obra de verdugos triunfadores. Alfonso nos lo narra en su crónica así: “…Alcides Ferreira, campesino veterano, picaba vástagos de yuca, cuando los vio pasar. Iban como diez…dos de ellos, iban con las caras tapadas con medias veladas de mujer…Los hombres sacaron de su vivienda a Alejandro García y a dos campesinos más que estaban hospedados en el lugar desde hacía tres meses. Los tres cadáveres fueron encontrados al otro día a un kilómetro de la población y según las huellas hubo forcejeo entre víctimas y asesinos. Al parecer, los rehenes se resistieron a seguir y allí mismo fueron atacados a tiros…Allí estaban los tres cuerpos sin vida, acribillados a tiros en el lodazal. Se repetía el caso del turco Jala, pero con personas humildes y del propio pueblo. Se triplicaba la masacre” (Págs.234, 260).
La ciencia archivará el caso de las víctimas que murieron injustamente por defender una buena causa. La memoria, sin embargo, puede perfectamente abrir el expediente y reconocer que ahí hay derechos pendientes. ¿Cómo se trata de hacer ahora en nuestro presente?
El recuerdo, en estas crónicas casi históricas, es vigilante, autocrítico, consciente siempre de la distancia entre la evocación y la experiencia. Es en ese estado de vigilia donde se produce en el libro, el relámpago del recuerdo del pasado que ilumina todo lo presente.
El recuerdo de las víctimas es capaz de cuestionar la victoria eterna de los vencedores, es capaz de exorcizar los gérmenes letales del presente siempre dispuestos a repetir la historia y es capaz de neutralizar la parte asesina que todos llevamos dentro.
Zweig en sus memorias nos dice: “que los recuerdos hablan por sí mismos, y que la memoria elija lo que debe ser transmitido. Yo no considero nuestra memoria como algo que retiene una cosa por mero azar y pierde otra por casualidad, sino como una fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio. Todo lo que olvida el hombre de su propia vida, en realidad ya mucho antes había estado condenado al olvido por un instinto anterior. Sólo aquello que yo quiero tiene derecho a ser conservado para los demás”. Y esto es lo que recuerda Alfonso Ramón: “…La llegada de gentes extrañas inundó a los habitantes de malos presagios. ¡Habían llegado los guerrilleros!… Los guerrilleros, que un día aparecieron en sus ranchos con el pretexto de acampar un aguacero, sólo pedían silencio a cambio de respetarles sus vidas. Las primeras víctimas fueron dos campesinos de la vereda Siete Cueros, oriundos de La Gaita… la situación se complicó con la aparición del famoso carro blanco, al parecer el mismo vehículo paramilitar que venía desapareciendo dirigentes sindicales, gremiales y políticos de izquierda en todo el país”.(Págs. 239,241).
Todo recuerdo es poder. Y la memoria es la única forma activa de combatir la muerte. Agua divina del olvido, en tí hay sabiduría, dice Euripedes en El Orestes.
En tiempos de oscuridad como el que nos ha tocado vivir, la memoria proporcionada a tanta desgracia tenía que ser ambiciosa: nada podía perderse en el olvido. Para hacer frente al crimen contra la humanidad que se estaba perdiendo había que convertir a la memoria en la nueva categoría del pensar, a expensas del logos tradicional. No basta con recordar esto o aquello; hay que entronizar la memoria como categoría del conocimiento.
A los colombianos no nos ha ido bien con el recuerdo, pareciera ser todavía una fuerza débil encubierta por las ilusiones y las promesas de los banqueros y los políticos.
Los que nacimos a finales de los años 50 y 60 del siglo XX, todavía tenemos presentes los libros, las imágenes, los relatos que nos mostraban los mayores, acerca de un pasado poblado de juego, de cadáveres, de gritos y despojos en la noche; los caminos de un país escupiendo sangre. Pero gracias a una hábil maniobra de olvido se cambió de página, se apostó al futuro y los más afortunados crecimos con la ilusión de un país más moderno, más democrático y con un recuerdo débil, sino inexistente, de esa guerra que cambió la configuración de Colombia.
Lo interesante de la memoria es que, a pesar de ser declarada molesta y mal vista, sigue allí, agazapada en aquellas vidas que continúan siendo trituradas por los programas económicos, por las promesas de redención social.
El deber de la memoria es el deber de los descendientes y tiene dos aspectos: el recuerdo y la vigilancia. Esta última es la actualización del recuerdo y eso nos da argumentos suficientes para imaginar en el presente lo que podría semejarse al pasado, o mejor, por recordar el pasado como un presente, “volver a él para reencontrar la forma horrible de los innombrables”. Hamburger lo hace en estas crónicas «… El pueblo —decía el líder subversivo— , con el cien por cien de sus necesidades básicas insatisfechas, no gozaba de agua potable ni de escuelas dignas. No había un puesto de salud…¡Era un pueblo que vivía eternamente en la espera! Los jóvenes eran sanos y los visitantes de esa mañana lo sabían: ¡serían buenos guerrilleros! El reclutamiento parecía fácil. En medio de los discursos calurosos, medio pueblo ya estaba convencido de que las armas eran la única solución a sus problemas. ¡Había que tomarse el poder con ellas! (Págs. 178, 179).
Ataque de frío de perro, actualiza el recuerdo entre nuestra gente y pone en escena lo que no puede ni debe suceder nunca más. Por eso es necesario reorientar el pensamiento y la acción para que el genocidio del pueblo de la Gaita no se repita. Pero, si dejamos de recordar, dejamos de ser.
La memoria es siempre de la guerra —dice Peguy—. La barbarie se ha repetido, es verdad, de otra forma. Hay que convocar solamente a la recordación de la barbarie “…Mapocho se iba llenando de montes y de olvidos y sus hijos empezaban a sufrir el rigor del desplazamiento…Mapocho, corregimiento pintoresco del municipio de la Gaita, es en estos momentos la víctima más indefensa en medio de la violencia absurda que afronta el país…El campesino manejaba el discurso de que la tierra era para el que la trabajaba y en las nutridas manifestaciones callejeras le daban vivas al E P L, siglas que pocos entendían…Cuando la tierra cayó en manos de quienes la pedían para trabajarla, a través de las instituciones del Estado, empezaron a llegar los Paramilitares arrasando todo…La violencia se enroscó como una serpiente voraz que se mordía la propia cola”. (Págs. 233, 235,237)Alfonso Ramón Hamburger Fernández, el periodista integral, modesto y simple como un anillo. Ha puesto en práctica en estos Ataques de frío de perros eso que ha poetizado José Ramón Mercado Romero a su hermano Luis Enrique:
“Uno no es nada en la vida sin los recuerdos LuisEnrique/.
sin los recuerdos uno no es nada/.
Y a mí ya han comenzado a borrárseme los muertos”.