Crónicas contra la tiranía del olvido (III)
¡ LLUEVELE AL SUCIO!
Por ALFONSO HAMBURGER
Nuestro padre era un hombre de hacha y machete. Cuando se cansaba con el hacha, cogía el machete. Y viceversa. Y cuando se montaba en un asno, lo puyaba con el garabato, pero lo de él no eran burros ni mulos, sino el caballo, en el que se evadía como el viento, absorbiendo el camino real con elegancia, llevando alforjas y un paso fino. Siempre con revólver al cinto, nuestro viejo tenía unas manos ásperas, callosas y pecosas, porque sus labores eran el ordeño, hender un leño, atezar un alambre de púas, arreglar una garabatera o tomar el azadón para abrirle las corrientes a las lagunas veraneras. Apenas se asomaban las nubes, ya sabía que iba a caer un fuerte aguacero . También se guiaba por el canto del Yacabó, un ave de agüeros ciertos que usaban desde tiempos remotos para conocer el comportamiento de las lluvias. Era el Himat de los viejos. Le abría el oído a las lagunas para que pudieran vomitar el agua de sobra en las lluvias de octubre. Alguna vez, viendo que las lagunas construidas en Frío de Perros con Bulldozer se “volaban” por la pila de tierra, debido a la gran cantidad de agua que les vertían varios arroyos, decidió empedrar con cemento los botaderos. Bajo Grande no tenía arena apta para la construcción, y San Jacinto no tenía piedra como nosotros. La naturaleza era sabia, pero a veces descompensada, de modo que nuestro viejo tenía que importar el cemento y la arena desde otros pueblos, lo que encarecía los trabajos, de modo que él mismo tomaba el pico, la pala y el azadón para abrir zanjas. Se ponía colorado por el esfuerzo, rojo como un tomate, bajo el calcinante sol y cuando fue atesorando dinero, adquirió un par de guantes para proteger sus manos. Fue cuando empezaron a decirle blanco, pero no porque tuviera mucho dinero, sino porque ese era su color. Y era delicado. No era blanco de apellido ni por dinero, sino por su piel. Por ello, alguna vez que se agotó la mano de obra en Bajo Grande, en que todos los comarcanos estaban ocupados en sus cultivos, se fue a Tuchín, Córdoba, de donde se trajo una cuadrilla de indios puros y zenúes, entre ellos el compadre José, a secas, porque nunca se supo su apellido, quien se dio cuenta de que mi padre no era ningún potentado.
– Hombre, compadre Nelson, es que usted es blanco, pero de color, le recriminaba José.
Siempre había una elección de por medio, en que se revolvían las aguas del sentimiento. Mi padre era conservador de nacimiento, aunque después de radicarse en San Jacinto, votaba por agradecimiento, para hacer favores, sin importar ya el color del partido. En cambio, mamá nunca votó por un liberal y, cuando le iban a alquilar la bocina que quedó de los tiempos del cabaret, primero preguntaba para quién era el perifoneo. Si era para un liberal, no la prestaba.
Álvaro Andrés, el doctor de la familia, desde niño fue preguntón y aplicado. Vivíamos en una disputa por aparte con los hijos de Avelino Escobar, nuestro vecino, el carpintero del pueblo y gaitero machero en olvidos. Ellos, como si la pobreza fuera ignorancia —eso creíamos nosotros—, se mataban o se hacían matar por el trapo rojo y eran capaces de enfrentarnos. Casi todos, Máximo Avelino( Kennedy), Gilberto, Nixon, Madis Midith y María Eugenia, con nombres de presidentes, eran ahijados de mi papá o de mi mamá, además de 147 ahijados más en todo el pueblo. Cierta tarde, en vísperas de unas elecciones de mitaca, en los tiempos de Misael Pastrana y Gustavo Rojas Pinillas, que por momentos unió a mi padre con lo popular—había mayorías Anapistas en Bajo Grande—, el compadre José llegó con el resto de la cuadrilla de mozos tras cumplir una tarea por ajuste, tiraron los zocos en el cobertizo y se acularon a tomar tinto en el pie de los horcones. Su llegada coincidió con una previa encuesta de Álvaro Andrés, en disputa ideológica con los hijos de Avelino Escobar, sobre quién era liberal y quién era conservador. Fue donde le soltó la pregunta al jefe de la cuadrilla:
— ¿Señor José, y usted qué es?
— ¡Respete, hijo, que yo soy gente!
Desde tiempos remotos, los indígenas venían en guardia contra la intromisión extranjera, y don José, dentro de su sabiduría primitiva, así como le decía blanco pálido, solo de color a mi papá, creyó que mi hermano Álvaro Andrés —que tenía madera para periodista—, le estaba preguntando por el alma, cuando algunos colonizadores creían que nuestros indígenas no tenían un Dios que los bendijera y no tenían alma, no eran gente. ¿Cómo el pájaro, el mochuelo, del que el compositor preguntaba si tenía un Dios que lo bendijera?
Era una respuesta calcada que dio Enrique Díaz, el gran músico de Marialabaja, cuando le preguntaron por su estado civil.
—Liberal, apuntó y escupió espeso.
Nuestro padre, para levantar a sus ocho hijos, tendría que hacer de todo lo honrado posible para salir adelante. Recuerdo que en los veranos crudos, en que se secaban las lagunas y las vacas se subían en los barrancos —sin pensar en que se podían desnucar— tras una ramita de yerba verde aislada entre dos precipicios, para alimentarse. Aturdido por la mala situación, viendo que el ganado iba quedando en los huesos, que bajaba la producción de leche, que el gallinazo volaba bajito por los potreros en espera de una mortandad, mi padre tomaba un machete y nosotros lo seguíamos detrás. Subía a trancadas las colinas resecas de Frío de Perros, se internaba en una zona boscosa y empezaba a cortar cactus de tres fijos, ese mismo que se usa para construir las gaitas. Sólo eran dos o tres machetazos en el pie y las cepas cargadas de agua viva y verdor —el cactus acumula mucha agua— se veían abajo y cuando caían sobre los abrojos causaban un gran estrépito de guerra, entonces las vacas, que ya estaban estimuladas —reflejo de Pávlov— corrían falda arriba, bramaban, daban carreritas de felicidad. Allí empezaban su faena contra el hambre. Mi padre les trozaba el cactus en varios pedazos. Ese otro día, las vacas cagaban a chorros verdes, como si hubiesen comido pasto biche. Además, el ganado que pastaba en esas condiciones se desparasitaba. Los primeros días el cardón verde les soltaba los muelles, pero una vez adaptados al nuevo y recursivo alimento, se engordaban y volvían a producir leche.
Alfonso Hamburger, narrador.
Además de promover el buen uso de la naturaleza en forma creativa, Papá empujaba el desarrollo social. Cuando se agotaba el cactus, aprovechaba la cosecha de aromas y trupillos, árboles espinosos que producen unos platanillos muy nutritivos para alimentar a los animales. Promovía la recolección de este producto, que se daba silvestre, y con el que empezó a reforzar los nacederos que separaban las pajas y divisiones. Con varios kilos de aroma, los jóvenes ganaban para comprar sus útiles.
Y como el desempleo era solo para los flojos y todos los pobladores tenían sus parcelas donde laboraban por sí solos , mi viejo promovía las acciones comunitarias. Le entregaba una división de sus fincas a un equipo de béisbol o de fútbol, que le caían en masa al trabajo y en dos o tres días , bajo el cántico del buen trabajador que es capaz de “embolar” al vecino flojo, sacaban la tarea. Para evitar el rifi rafe, no les pagaba en efectivo, sino que cotizaba los uniformes y demás implementos que él mismo traía de Cartagena.
Siempre preocupado por el estado del tiempo, mi padre se paraba en la puerta de la casa a las tres de la tarde, viendo pasar las nubes indiferentes, con ganas de tomar una escopeta y levantarlas a tiros. Era el mismo horario en que su mejor amigo, el vecino Juan Vásquez, el de Ana Elvirita, quien también encerraba sus ganados en el patio de la casa, se asomaba en la puerta con la misma preocupación.
– ¡Carajo, Nelson, y lloverá!
Era la pregunta eterna de siempre. Preguntar por el estado del tiempo fue la mejor manera de mantener una conversación, hasta el último día de su existencia.
Los veranos largos secan las lagunas.
Nuestro padre tomaba su mochila, en la que llevaba sus guantes de cuero de mondongo, las grapas y un martillo; se amarraba una cubierta con su machete en la cintura, se echaba la carabina al hombro y salía con un hacha en la mano a cortar un madero sobre las colinas de Frío de Perros. Yo le seguía de cerca, con mi hermano Henry, que andábamos juntos como un par ruso, oliéndole los pedos. Se los echaba sin remilgos ni remordimientos, porque decía que peor era que se le reventara una víscera por estar aguantando esos vientos profundos. Y a nosotros, lo queríamos tanto, que aquellos vientos eran perfumes de civilización. Aquella vez, recuerdo, no encontraba una vara adecuada para cierto asunto, hasta que arribamos a una parte muy alta, después de haber caminado subiendo un repecho escabroso y se plantó frente a un árbol de viva seca, un árbol muy vivo, que parecía muerto, porque su corteza despellejada era pálida y no tenía ni una sola hoja en sus ramas —como si tuviera paños— con sus ramas torcidas hiriendo el cielo. Ya detenido, tomaba aire para coger aliento y, tras mirar la silueta del viva seca, expresó con todo el dolor y la teatralidad del mundo:
– ¡Mira la pendejera, está más torcida que mi suerte!
Y ahora que escribimos sus memorias tan ricas, cuando han pasado dos meses exactos de su muerte, pienso que aquella frase era una burla a su propio destino, porque en nuestra vida jamás conocimos a un hombre más suertudo que Nelson Idelfonso Hamburger Herrera, el hombre de nuestra vida, quien tuvo la inmensa fortuna de vivir 89 años y siete meses y otros días con plena lucidez de sus actos y sobre todo de haber encontrado a su media naranja: Virginia Narcisa Fernández Vásquez, quien llevó el Hamburger con inmenso honor.