El retorno a la tierra! (Crónica sobre la tiranía del olvido)

Crónicas sobre la tiranía del olvido (III)

lágrimas sobre la tierra caliente.

Por Alfonso Hamburger.

Bajo Grande.Calle principal del barrio Abajo, aún se nota el abandono.

La tierra seca se abrió a mis pies. Llevaba el corazón comprimido por el retorno abrupto. Los recuerdos empezaron a pelear con la realidad. No sabía si sollozaba de miedo o de felicidad. Era el tres de enero de 2019. Ya hacía más de veinte años que mis pies no sentían el rigor de la arena caliente del campo de fútbol, camino a lo que era el cementerio donde están enterrados mis abuelos paternos, en Bajo Grande.

Mi memoria luchaba por reconstruir la realidad, o lo que era la realidad, porque el pueblo fue destruido y ahora era un mazacote de piedras, rastrojos, caminos inciertos, trupillos, solares enmontados y ladrillos dispersos o paredes y troncos que se resistían a desaparecer. Las casas de palma, incendiadas por los agresores el 22 de octubre de 1999, se apagaron solas, pero luego sucumbieron por el olvido. Y a los verdaderos inviernos de octubre.

Quedaban apenas algunas casas de zinc ahuecado, dispersas en una planicie de indios, la cárcel sin puertas que sólo tuvo un preso, los bolos de piedra al frente de la que fue la casa de don Rufo Castellar, las madrinas de guayacán y la iglesia de piedra  y barro semidestruida. Atrás un trupillar aplastando el camino que iba a la laguna principal, totalmente abonada por el tiempo. La maleza de aquella tierra arisca, de arena y barro, arcillosa, estaba esparcida, cubriendo hasta la dureza de los peladeros.

Cuarenta años después, así están las calles de Bajo Grande.

Ni el ingenio del cura español Javier Cirujano Arjona, tratado de loco cuando hizo las bases de la iglesia como si fuera a reconstruir las murallas de Cartagena, resistieron el paso del tiempo. En el interior se colaba el sol y los serenos, y la humedad me apretaba el pecho. Las ventanas de arcos volados cayeron carcomidas por el comején y los santos de yeso no eran otra cosa que parte de la basura acumulada en tantos años sin fandango, sin misa, sin procesión, sin bautismos ni matrimonios.

Una piel de culebra nos advirtió que no éramos los únicos visitantes de enero.

Al frente, donde sombreaba la cruz de madera, aún estaban los casquetes de las espermas de aquel emporio de fiestas fandangueras y el recuerdo del inspector de policía pidiendo clemencia para que le perdonaran la vida.

Comenzando enero, la familia revive la tierra.

Nuestro padre, de 88 años, que había caminado varias leguas, porque el auto se averió bajando la Sierra y fue llevado en moto hasta las Palmas. A esa hora, cuando el sol estaba en lo más alto, caminaba como un autómata. No estaba dispuesto a esperar el almuerzo. No decía ni mu, pero ahora comprendo que estaba espantado y no quería seguir confrontando su bello pasado, cuando era el rey con una carabina al hombro, con el desastre que se abría a nuestros pasos. Aquello era una tragedia.

Por mi curiosidad de periodista y aquello de ir registrando los detalles – necesitaba que una cámara me ayudara a mirar- me fui relegando del lote. Habíamos subido por la loma de piedra, después de luchar contra los sentimientos encontrados de posar los pies en el lugar donde Viviana enterró nuestra placenta. Ellos iban muy rápido y yo no alcanzaba a digerir en aquellos momentos los sentimientos que se me agolpaban juntos en mi corazón a punto de estallar.

Cuando llegué a la iglesia de piedra y barro destruida, ya ellos atravesaban lo que en el apogeo del pueblo fue la calle de la Horqueta o de Los Gitanos.  Y era en verdad una horqueta, una Ye. Un ramal iba a la laguna vieja por la derecha y el otro conducía a lo que fue el colegio de varones, el campo de fútbol con las dimensiones del coloso Maracaná, el cementerio y el camino a Frío de Perros, la hacienda del abuelo paterno, nombre que usé para mi primera novela.

Alfonso Hamburger, autor de estas crónicas, con Rafael Arias, amigo de infancia, uno de los retornados.

Desde la iglesia, con una mano sobre mis cejas, vi el cielo despejado en los contornos de Arroz con Gallo, cuyos ensillos estaban radiantes. Hice un pase mecánico de ballet, di media vuelta y, por un instinto desconocido, enrumbé mis pasos al Sur Este, con deseos de tomar unas fotos desde ese ángulo, teniendo como referencia las piedras pulidas de la casa de Male Caro y el monte que por atrás arropa a la nave de la iglesia. Pero me fui adentrando la colina hacia abajo, alejándome del grupo, que ya había abandonado ese sector y a través de los patios escuetos avanzaba a casa de los nietos de Lola Barreto con el viejo alemán Joseph Moisl, donde peleaban un chivo y habían destapado una botella de whisky.

Era consciente de que me alejaba peligrosamente del grupo, pero algo me jalaba, como la curiosidad que mata a los asnos. Eran las doce en punto y la arena estaba caliente. Miré el silencio del cielo dolorosamente azul. No sé si mis lágrimas obedecían al haber mirado de frente al astro rey o si sollozaba  por mis recuerdos. En aquel campo inmenso marqué mis primeros goles y decidí que iba a ser escritor. Fue donde  mi hermano José Wilfrido advirtió que el fútbol no era como nosotros creíamos, patear para arriba y patear para abajo.

—No es como ustedes creen, que todos salen juntos detrás del balón. Cada jugador tiene su posición y sus funciones.

Hoy, tantos años después, no sé de dónde mi hermano había sacado esa teoría, pues en aquel tiempo de la pelota de hilo, no teníamos televisión.

Ni ideas remotas teníamos de que íbamos a salir de aquel paraíso.  Y menos de esta forma, sin despedirnos de las piedras del camino.

Seguí caminando como un sonámbulo. Algo me jalaba. La tierra se abría a mis pies. Caminaba y lloraba. La soledad me oprimía. No sabía si aquel camino, casi borrado por el paso del tiempo, me llevaba a Frío de Perros o al cementerio. A la izquierda, los copos espesos de las ceibas y los caracolíes, me indicaban que cruzaba el mismo arroyo que bajaba caprichoso y juguetón desde los más altos y que atravesaba el camino real varias veces, hasta perderse en los bajos y bagatelas, antes de entregarse al Río Magdalena, más abajo.

A Bajo Grande hay que ir en camperos. La vía está en mal estado.

Seguí caminando y sentí que el mundo se oscurecía. Una nube tronó. Sonó una matraca. Un sentimiento de pánico me subió desde la punta del talón hasta el último pelo de mi calvicie. La oscuridad pasó en segundos, entonces me hallé en una encrucijada. Estaba aturdido. Ya era tiempo de estar en el cementerio. Fue cuando me di cuenta de que el que fue el cementerio se había quedado atrás. Entonces fue cuando sentí terror. Di media vuelta y regresé sobre la tierra cuarteada. Ya en el lugar no había cerca, ni tumbas, ni cruces.

 

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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