Y yo no dejé de ir al restaurante, porque con solo el caminar, embutida en esos blues jean gemelos y sus blusitas ombligo afuera, me hacía arder de pasión. Tomaba los platos e iba de mesa en mesa como potranca recién domada. En sus labios carnosos y siempre de rojo encendido, tenía el rictus de una cicatriz, al caerse de una bicicleta cuando niña. Cuando le hice la pregunta estúpida de si era casada me dijo que estaba separada y que tenía un bebé, que cuidaba su madre, mientras ella atendía a los comensales. Y yo que había jurado no volver al restaurante por mala atención, apenas la descubrí, no dejé de mirarla y de comer allí. Podía estar muy lejos de la ciudad, pero siempre venía a almorzar. Obvio, desatendí invitaciones, por no faltarle a ella. Un día sentí celos cuando dos amigos a quien les había hablado de su hermosura, se me adelantaron y pudieron observarla a plenitud, mientras los atendía. Cuando yo llegué, un poco tarde, ya ellos se la habían comida con la curiosidad. Obvio, que aprobaron mis buenos gustos. Y ella, a veces se sentía incomoda, porque no parecía natural tanto asedio, como si en verdad tuviera pacto con demonios. Me dio su celular algún día y pensé que ya era mía, pero jamás contestó. Creo que me dictó un número equivocado, porque cierta vez le marqué en el propio restaurante para ver su reacción, pero jamás sonó, porque no hizo ningún movimiento para contestar, mientras se jugaba con los moto taxistas en la puerta.
Isabel tenía unos ojos oceánicos enmarcados en unas pestañas naturales que parecían artificiales y un trasero que convocaba a los comensales. El día que la conocí se me pareció a la mujer de Calixto Ochoa cuando paraba el tráfico en Valledupar. El trabajo de Isabel era explicar el menú de su carta verbal y graciosa en este restaurante nuevo donde empecé a frecuentar desde que vi sus ojos y el carisma de su sonrisa, las gotitas de sudor de su nariz achatada y ese cabello recogido en un moño con una peineta de colores para amainar el calor del mediodía y que le daba cierto aire de coquetería. Explicaba el menú con cierta timidez, recitándolo de memoria: tenemos sopas de huesos y de pollo, arroz blanco, con pechuga, carne asada o guisada, más guarapo de panela. El costo solo era de cinco mil pesos, pero muchos le pagábamos seis mil o no le pedíamos los vueltos con los billetes de diez mil. Su jefe, el hombre de la cachucha, que llevaba la cuenta en su billetera, quería metérmela por los ojos, apenas yo llegaba y parecía alcahuetearme esos amores que nacieron a primera vista. Ella, en cambio, cuando se percató de la situación, parecía fastidiada.
Recuerdo que después de recibir el pedido seguía con su culito de avispa y su caminado tímido a la ventanilla, tomaba los platos y empezaba su ritual de todos los días, bajo el acoso de miradas arrechas. Después, como fatigada, se paraba en la puerta del restaurante y empezaba a coquetear con los mototaxistas, que poco a poco empezaron a disputársela de alguna manera. Quien lograra la carrera de las tres de la tarde, cuando dejaba el trabajo, era un rey. Como la veía fastidiada con mis miradas, un día dejé de verla y de hablarle, hasta que ella misma empezó a hacer morisquetas para llamar la atención y hasta llegó a sentarse a mi lado, mientras yo comía y veía televisión. Pero, caramba, aquella vez fue como la premonición de su despedida, porque seguramente sabía que eran los últimos días en aquel trabajo.
Yo me quedaba de último, viendo las noticias, pero era solo con el pretexto de verla. Eso sí, siempre me daba la sensación de que era el último día en que la vería, porque en cualquier momento se fugaría con alguien. Todos querían comérsela con los ojos. Y al frente, por lo menos unos treinta mototaxistas, que se volvieron asiduos comensales, también querían llevársela. Isabel hizo que en poco tiempo, el restaurante se atestara de comensales hambrientos de amor, mientras los dueños se llenaban los bolsillos. Los fines de semana largos y los puentes de final y comienzos de año, fueron tristes para mí, porque el restaurante no abría.
En año nuevo retornó más radiante, siempre con el mismo blues jean, la blusita ombligo afuera y las gotitas de sudor rodando por su chata nariz. Por su puesto, con sus ojos oceánicos y sus pestañas naturales. Algo pasaba en ella con los mototaxistas, porque iban a ella como moscas a panal. El restaurante solo operaba hasta las tres de la tarde, de modo que la cuadra se veía triste sin ella, hasta que un día llegué a comer y ya no había sopa. Solo me dieron el seco. Había crisis. Los dos últimos días ella no estaba atendiendo. La habían confinado al interior del restaurante, de modo que la niña que atendió, se veía extraña, pagando su novatada.
-¡Mañana habrá cambios!”, me dijo el dueño.
Al día siguiente, el restaurante estaba cerrado y mi amor se entristeció. Isabel había sido despedida por exceso de amor a los mototaxistas. Enganchaba con el uno y con el otro, me dijo el atribulado dueño, sin argumentos para soportar su despido.
A los cinco días reabrieron el restaurante sin ella, pero no fue lo mismo. Solo dos o tres personas acudieron a la cita. A los tres días, con la soledad del sector y sin un solo moto taxista haciendo guardia en la puerta del negocio, fue cerrado para siempre.
Y yo ahora cierro los ojos para pensarla y la veo diligente, llevando y recogiendo los platos, siempre con su culito de avispa, su blues jean usado, sus blusitas ombligo afuera, las gotitas de sudor en la nariz chata, sus ojos oceánicos enmarcados en pestañas naturales, ahora sí, picándome el ojo en señal de despedida eterna.