Una crónica ardiente de una celebración inolvidable!
Por ALFONSO HAMBURGER
Maestro Miguel Emiro Naranjo, hombre inmenso.
Este sábado 19 de marzo, día del hombre, nuestra expedición nos ha traído a Laguneta, este maravilloso corregimiento de Ciénaga de Oro, donde un hombre hace historia con los designios de Dios, Miguel Emiro Naranjo Montes. Las Bodas de Oro de una gran banda, es un acontecimiento resaltante. Esta vez, un detalle marcó la expedición, Pedro Pérez Flórez, sirvió de pitcher de la Buchanan pero no bebió. Y el primo Gabriel Rosales, estuvo sobrio, pero no quiso bendecir a Edgar Francisco Cortez, quien se tragó el cuento, recordando al padre Miranda, de que mi primo era el obispo Nel Beltrán Santamaría. Solo le ha pedido la bendición a dos curas en su vida.
Fue una gran prueba para mí y para el maestro Miguel Emiro Naranjo, quien me impuso como maestro de ceremonia, para que yo hiciera lo que quisiera y en especial para torear lo que me había advertido, esa especie de “microfinitis” y “pantallitis” que asaltan este tipo de eventos, donde todos quieren tomarse una foto con el maestro y salir en pantalla. Desde amas de casa suspirando por el maestro, pasando por periodistas, hasta políticos, pretendiendo un espacio.
El viaje fue liso, con una sola parada en Chinú, para desayunar. La carretera negra estaba bastante nutrida. Incluso después de la Y. Unos 20 kilómetros más arriba, después de pasar territorio del Caucho donde se cebó el toro Nacho Vives, doblamos a la derecha por un sendero quebrado y curvoso, que baja hasta Laguneta, pueblo maravilloso que yace en medio de una hondonada donde se pierde la señal de algunos celulares. Ese camino de tierra y polvo que serpentea un arroyo, con media placa huella y un puente en construcción pero sin movimiento de trabajo, me hace pensar en el personaje, 50 años atrás, en un día como hoy, en que sin saber nada de música ni de bandas, se le metió al proyecto. Era una música que no conocía y que jamás había escuchado, pero lo hizo. Y lo hizo bien. La dulzaina con la que ponía serenatas, le daría paso a los redoblantes, trompetas y bombardinos.
En medio del polvorín que nos hace detener el vehículo para amainar la nube de tierra levantada por el tráfico engrandecido- los 19 de marzo es el día del patrono San José-, arribamos a Laguneta, un corregimiento histórico de Córdoba. Lo primero, a la izquierda, es el solar casi abandonado de la casa donde se hospedó un maestro de escuela hace 50 años, cuando desafió por primera vez estos andurriales, entonces casi intransitables. Me figuro que bajó de a pie. De la casa solo queda una letrina, en la parte de atrás del lote enmontado. Al fondo se yergue la Iglesia. Y Al costado dos casas abren sus portones para que los visitantes parqueen sus vehículos. Se venden Almuerzos, dice la tablilla pintada de afán. Se vende gasolina y ACPM, dice otra. Hay algunas casas de palma, que por la noche harán contraste con la luna amarilla, que vigila la procesión, precedida por dos muchachas que juegan prender las velas. Y las velas se apagarán. Y ellas se reirán, felices, ingenuas, bellas. Un hombre llevará abrazada una botella de whisky en su estuche de lujo como si en ella llevase la felicidad del mundo y todos lucirán sombreros zenúes y ponchos, olerá a corraleja, a fritos dorados al sol, sonidos de raspaos y gritos de fiesta.
Banda 19 de Marzo de laguneta.
Miguel Emiro Naranjo se mueve en medio de una multitud que lo acosa. Está impecablemente vestido de blanco y luce un sombrero 21 que engrandece su estampa. Todos visten su mejor gala. En el palacio museo de dos pisos, todos quieren entrevistarlo, se hacen tomar fotos y pese a que no ha dormido en la noche anterior y creo que lo hizo poco en las últimas noches del último mes, el maestro dice tener bríos para celebrar estos cincuenta años y seguir de largo. Quiere que a Laguneta se le cumpla, que por lo menos le pavimenten los cinco kilómetros que la separan de la carretera que va Planeta Rica. El maestro habla con sabiduría. Es elegante. Se sabe reír con ese diente de oro y cuando habla regaña. Y es un discurso político, claro, contundente. Es un apóstol de la cultura. Por lo menos, esta vía debe ser pavimentada, para que sepan que esta tierra permanece a Ciénaga de Oro.
En una mesa, a un costado de la plaza, bajo la fronda de un árbol, una mujer ofrece la obra del maestro: “La verdad sobre el porro”, un título provocador, y “las bodas de Oro de la Internacional Banda 19 de marzo de Laguneta”. El maestro se bate solo, sin delegar funciones, el mismo tramita los almuerzos, diseña las tarjetas y ordena el sitio exacto donde se parquearán los músicos y ellos acatarán la orden sin importar que les peque el sol. Y de allí no se moverán sin orden previa.
- Maestro, usted sabe lo que es un Ataque de Frío de Perros?
Le pregunto, después de abrazarlo, en medio de otros personajes que también quieren saludarlo. Abrazarlo es disputarlo.
Y el maestro, que tiene una agilidad mental muy fresca, responde.
- ¡Claro, como el que tengo ahora!
Es cuando le entrego mi novela “Ataque de Frío de Perros”, a la que muy seguramente dejaría por allí, en medio del corre que corre.
Subimos al segundo piso de la casa museo, atestada de fotos enmarcadas, afiches y trofeos. Unos bajan por las estrechas escaleras. Otros tratamos de subir. Los periodistas acosan. Los oferentes quieren poner condiciones. Los políticos tratan de sacar provecho. En el pueblo no cabe la gente y los parqueaderos improvisados no caben los autos. Huele a fiesta.
El maestro y yo nos sentamos en una mesa vestida de blanco a cuadrar el orden del día, pero es casi imposible. Todos quieren tomarse una foto con Miguel Emiro. La secretaria de cultura de Córdoba, una mujer alta, pregunta que si voy a ser el maestro de ceremonia. No me gusta esta calificación al acto de presentar un evento, demasiado ostentosa. Ya el maestro me había dicho que debía cuidarme de los asalta eventos, en especial cuando se trata de cosas grandes como esta, casi todos quieren hacer su propio Show. Llegan los políticos, los lagartos, los que dicen ser dueños de la historia y sobre todo los microfónicos. Agarran el micrófono y no lo quieren soltar.
Llega un tipo y me arrebata de las manos el orden que he escrito en la parte posterior de las tarjetas de invitación. Dice ser el presidente de la Asociación de Notariados del Atlántico y exige que su condecoración sea la primera en ser entregada. Le respondo, en forma sarcástica, que si quiere lo pongo antes de los himnos. Parece entender el rigor y se retira. La representante del Gobernador de Córdoba me sigue, para exigirme que la llame de primero. En ese momentos la sala se atesta de gente, han llegado los del Encuentro de Bandas de Sincelejo, todos ataviados con sombreros Zenú y ponchos marcados con el escudo del Club de Leones Sincelejo Sabanas. Me salgo antes de caer desmayado, porque el calor y los abrazos suben el bochorno. Y yo para abrazos y fingimientos sí que soy malo. Me escabullo. Sigue llegando más gente. Voy a ver el escenario y las primeras filas ya están atestadas de gente. Hay un arrume de sillas plásticas de varios colores anunciando que la cosa será en grande. Por lo menos dos mil sillas. Los micrófonos están dispuestos. Pregunto por los himnos de Colombia y Laguneta. El lugar es disperso, con una casa de entrada y después varias curranchas de palma, en un patio que ha sido dispuesto para el acto. Allí no caben dos mil personas, por lo menos.
Salgo a buscar al técnico grabador, quien está paseando. Lo traigo y apenas se pone a ver si se puede conectar, pero veo que ya tengo competencia. Hay tres personas con ganas de empezar a hablar por los micrófonos. El maestro Miguel Emiro detecta sus intenciones y dice, tajante:
- ¡Alfonso será el maestro de ceremonia!
Me siento como un asaltante de caminos. Los microfoneros se incomodan, pero no se van, me acechan, parecen vigilarme. Me respiran en la nuca.
Llamo a los colegas y les digo que yo haré la primera parte y que ellos me ayudaran a coordinar a quienes pasarán a la improvisada tarima a ras de piso, bajo una carpa quitasol. Estábamos en eso, cuando el sacerdote, venido de Barranquilla, inicia la liturgia, en un micrófono dispuesto en el rancho. Se nos adelantó. Al menos, las palabras del cura fueron breves e iniciamos en el tiempo previsto. Once de la mañana.
Tenía en mis manos el libro de Miguel Emiro con la historia de la banda, un sombrero prestado por Oswaldo Vergara y un pocho del Encuentro Nacional de Bandas, que muy gentilmente Shirley Álvarez me prestó. Tengo que decir que este es un elemento de la cultura paisa, que ha ido penetrando a nuestros eventos, especialmente a las corralejas. Cumple varias funciones, como pañuelo, como ornamente (porque hace juego con el sombrero) y como propaganda.
Evoco una frase magistral de Manuel Huertas Vergara, aquella magnifica definición de nuestra cultura, de nuestro porro, de su majestad… Y arrancamos con el Himno Nacional interpretado por la Banda 19 de Marzo de Laguneta, que casualmente, sus músicos estaban vestidos como yo, con pantalón negro y camisa rosada mangas largas. Mi pantalón, era rojo. Rechinante, pienso.
Lástima que los niños de la escuela, que interpretaron el himno de Laguneta, demoraron en alistarse y el equipo de sonido se apagó. Tuvieron que desconectar abanicos, botelleros y equipos de sonido, porque la luz no podía con los amplificadores. Hubiese sido un chasco que en medio de un acto tan trascendental, hicieran racionamiento de energía, pero al fin todo se normalizó, entonces empezamos a hacer malabares para conducir un acto sublime, en el que todos querían estar. En el que todos querían hablar. La temperatura ya estaba en las nubes.
…Los malabares.
Desde las barreras, los toros se ven distintos. Lo difícil era arrancar y ahora estamos en esta maratón, atajando pollos. No es fácil coordinar esa avalancha de personas y músicos que quieren salir en escena. Empiezan a llegar placas, botones, medallas, decretos, discursos, abrazos, llantos, contrapunteo. Cometo varias provocaciones, pregunto que si no sería bueno ponerle una letra “te” a las placas. Por lo regular, imponer el botón, es lo más difícil, porque el alfiler casi nunca penetra la tela. Quienes llegaban al micrófono no lo querían soltar. Primero hacían o leían un largo discurso de varias hojas y después declamaban los considerandos. La temperatura ya pasaba los 40 grados.
Los integrantes de la escuela San José, donde El profesor llegó a dictar clases hace 50 años, quieren danzar. El espacio se reduce. Quienes estaban sentados en la casa de palma cuando llegué, que eran los primeros, ahora son los segundos. Han sido tapados por fotógrafos, camarógrafos y quienes han ido llegando. El sitio se torna partido en varias partes, incomodo. Laguneta ya necesita un lugar de eventos y convenciones.
Después de los largos discursos llega Rio Sinú, un porro profundo y allí nos vamos desarrollando, hasta que llegó creo la parte más alta del evento, cuando Rafael Ramos Tejada y Alejita Jiménez, interpretan un porro sublime para la ocasión. Jorge Martínez Paternina, que ha estado atento a las fotos, hace el discurso del b brindis, ya cuando el vino estaba tan caliente, que algunas copas se derretían. El maestro Simón Paternina, quien ha orientado a los niños en el cumpleaños Feliz, quien llegó solo hace 40 años a la banda, pregona que se irá de esta agrupación solo cuando muera. William Fortich empieza un breve diálogo con la banda y da primicias: el primer porro en ganar en San Pelayo no fue un porro sino un paseo. Los sonidos pelayeros están vivos. El porro estremece los recintos. Es una especie de dictadura. Una secta, una religión, una magia. Así como los musulmanes tiene su Dios, los sinuanos, gente de abarca, sombrero y poncho, son rituales con su música, que muchas veces no necesita canto. Las bandas de Chochó y la 20 de mayo, esperan. La Banda de Juancho Naranjo, que es una orquesta, espera ya en la tarima. Lo mismo que el Mariachi Manantial. Aglaé Caraballo, estremece los cimientos de los ranchos con su canto, entonces me escabullo para mirar los toros desde la barrera.
***
Son las cuatro de la tarde. La música y la fiesta no han parado. Laguneta es una sola fiesta. Los muchachos que están dispersos en la caseta, ahora sí, atestada de polo a polo, que se confunden con los asistentes, poco a poco van buscando sus puestos en la tarima. A esta hora el arrume de sillas está regado por todo el lugar. No hay una silla vacía. Y las que están vacías, son celosamente custodiadas. Los muchachos de azul toman sus instrumentos. Un hombre luce una boina vasca oscura y se pone al frente. Se oye afinación de instrumentos y en un instante suena la banda. Se oye una explosión de júbilo. Tal pareciera que estamos en una corraleja y que acaban de soltar el primer toro de la tarde. Las parejas se agarran y sueltan sus caderas. El porro con el que abrieron se llama El Pirigallo. Y viene uno, dos, tres, cada vez más la intensidad del goce en más alto. El hombre que baila porro con sus manos toca el cielo. Quienes estaban descomponiendo y componiendo el mundo en grupillos, de espaldas a la tarima, como Julio Sierra Domínguez, Juancho Nieves, se prenden de la gracia de la Banda Juvenil. La gente saca pañuelos, ponchos, sombreros, haciendo una especie de ola propias de los estadios de futbol.
Monseñor Rosales no se cansa de festejar. Es un cura bribón, pícaro, con acento español. Su inmenso crucifijo que le cuelga en el pecho, sus gafas rayban oscuras y su pelo blanco, no admiten dudas. La fiesta de Miguel Emiro es tan importante, que el máximo jerarca de la Iglesia en Sucre, ha ido en cuerpo y alma. Se sirve el trago, baila porros y se persigna. Edgar Francisco Cortez, le pregunta por los diálogos de la Habana y sobre aquella vez que fue noticia nacional. Yo estaba con usted, padre, le dice, seguro de quien está al frente es Monseñor Nel Bentrán Santamaria. Se declara su admirador eterno. Le besa la mano. Se confiesa. Dice que en su vida solo le ha pedido a un cura que le de la bendición. Fue hace muchos años con el padre Miranda, otro mártir. En ese momento Pedro Pérez dice que este es un monseñor chirrete, porque su corte es moderno, con un cerquillo bajito y una moña de pelo blanco que se le derrama a un costado. Es un Monseñor moderno. La botella va de mano en mano. Edgar insiste en la bendición, pero Gabriel Rosales Fernández, mi primo, que no es ningún sacerdote, le dice que necesita los hábitos y un lugar más adecuado para hacer esa venia. Por el momento la fiesta sigue. Un espontaneo se ha subido a la improvisada tarima a dirigir la banda de Chochó y parece hacerlo con más entusiasmo que Fabio Santos. Ha tomado un poncho y lo mece en los vientos del magnífico repertorio. La tarde se vuelve sublime.
Afuera hay gritos de fiesta. Las ventas de todo tipo de comida, velas, ponchos, sombreros, es abigarrada. La gente conversa en grupitos. Los gozones empiezan a salir de la caseta. La Banda Juvenil de Chochó coronó la mejor tanda, en medio del grito de otra, otra, otra. En la puerta de la iglesia se asoma la procesión. La gente se disputa la oportunidad de meterle el hombro a San José, que se mece al compás de los valses con los que lo llevan ahora triunfante por la calle de entrada. A esa hora Miguel Emiro anda como loco, buscándome. Me halla ya casi a la salida, en medio de la procesión mágica y me pega un regaño. Me tiene la comida guardada. Ese no es problema, le digo. Entonces vamos en chagua a caerle a una carne asada con yuca. En la calle la gente se lo sigue disputando, los abrazos siguen lloviendo. No les venimos escondidos, porque la noche apenas empieza y a esa hora, siguen llegando las comitivas, para celebrar estos 50 años como Dios manda.
No sé si aprendí la lección, pero si muchas cosas nuevas. Una de ellas, es que se necesita un liderazgo como el de Miguel Emiro, para poner de acuerdo a un grupo de músicos que andaban dispersos y a todo un pueblo, para lograr tocar un solo dialecto musical durante medio siglo, para sublimar el más grande sentimiento de hermandad: su majestad el porro.
Y Miguel no tiene pretensiones personales, solo pide, como Pambelé, que al menos a Laguneta llegue el progreso.