ALEXANDRA ADDRES, CON EL MAR ENTRE LAS PIERNAS.
Por Alfonso Ramón Hamburger
Terminada la tormenta viene la calma. Después de diez o quince años aciagos, en que la corrupción administrativa despilfarró más de medio billón de pesos, dejando muerte y desolación; lo único que puede mostrar al mundo Santiago de Tolú es la virginidad de sus playas, los patios arruinados llenos de cachivaches podridos de Héctor Rojas Herazo y la risa orgásmica de Alexandra Addres Guzmán.
Precisamente, después de rescatar a Manuel Medrano en su emisora y de consumir desde Sincelejo cuarenta minutos de una carretera que se deteriora en la indiferencia de un Estado paquidermo, ahora entramos a la Calle Nueva, que termina, como casi todas, en el mar ancho, desde donde se divisan las lejanías, ese mar de plata de Tolú.
Hacia diez años que andábamos en las mismas, buscando al último grito del Pombo, en el cantor del diablo, Tony Zúñiga, el de las ventoleras del amor, muerto casi quemado en una premonición de hombre brujo. El tiempo es cíclico y se repite y se repite; se va y regresa con otros vientos más usados, siempre renovados. Las mismas casas cada vez mas viejas, los mismos patios arruinados llenos de cachivaches, las lluvias perdidas en lagrimas moradas y ese sol que hace ver cocuyos antes del almuerzo.
La risa orgásmica de Alexandra Addres es una de las pocas cosas buenas que se conservan en medio de la debacle colectiva de un pueblo que vende su consciencia por una botella de ron. Ella misma abre la puerta azul de su casa pequeña, donde el patio herrumbroso es la mejor opción para una entrevista pacienzuda.
–No los beso porque les pego la influenza A H1N1, dice e inmediatamente suelta la risa. Es una risa que se precipita como la brisa en un reguero de piedras chinas.
Acaba de darse un paseo de popularidad por la calle de sus ancestros, el muelle, el buque, montó bici taxi y ahora esta jadeante, en los preparativos del almuerzo.
Ya ella sabía el motivo de la visita, de modo que fue facilitando las cosas, sin rodeos, abriéndose sin temores, con revelaciones que jamás había hecho a periodista alguno. Y Medrano, que ha sido uno de sus impulsores, que ha venido de guía, se abre como el paraguas, aprovechando la playa para reencontrarse con los votos esquivos que le impidieron llegar a la Alcaldía: este es un pueblo de dejaos.
Betty Garcés- así es su gracia- tiene puesto ese turbante que la hace ver más atractiva, porque le recoge y a la vez realza la gracia innata- esas líneas – de sus atributos de mujer negra.
–Mi poesía es natural. Tiene rasgos de dolor, pero no es erótica del todo.
Aunque es primita hermana de uno de los más leídos escritores del Caribe, que crea desde la provincia Monteriana y sin necesidad de irse a Paris se ha hecho figura, José Luis Garcés González, esta cantora popular decidió cambiarse el nombre desde sus inicios, cuando le publican sus primeros versos en Magazín Dominical del Espectador, en 1974. A Betty la reemplazó Alexandra, una compañera de colegio que era buena para todo e izaba la bandera con frecuencia. Quería parecerse a ella. Y Garcés, un apellido lleno de patios y de soledades, fue cambiado por Address, que en inglés es dirección, pero con una letra de más, la de Dios o de Diosa que la robustece y le da músculo, para llamar la atención. Hoy las mujeres, Betty y Alexandra, son gemelas, caminan juntas, viven, sufren y gozan de la poesía y se dedican en cuerpo y alma a ser mujeres y a ser amas de casa. Paradójicamente, las dos viven heroicamente de la poesía en un pueblo influenciado por la champeta y tejido por el vallenato llorón. Ah, y sacudido por la corrupción.
Ella nació aquí mismo, en esta casa modesta y calurienta de la Calle Nueva, pero llena de brisa, en el seno de una familia de las de antes, con más de diez integrantes, hoy regados por todo el mundo: Venezuela, Cali, Barranquilla, Cartagena. Las ofertas estudiantiles eran pocas, de modo que sólo cursó hasta cuarto de bachillerato comercial, lo que le bastó para conseguir el primer empleo de su vida, que aparentemente la puso en contra del mar. Caminaba todos los días al muelle, bien retocada, y sin mirar a nadie y al que dirán, entraba en los buques. El grueso de la gente pensaba que la alegre muchacha, la de la risa estrepitosa y fiestera, se había dedicado a ofrecer el jugo de su cuerpo voluptuoso a quienes llegaban de otros países. La gente se asomaba por las ventanas y rendijas de la pared, la veía pasar de mañana y tarde y rumoraba que la hija de los Garcés, la morena altiva, se lo estaba repartiendo a los marineros.
–La gente creía que yo iba a rebuscarme con los hombres, recuerda.
Trabajaba como secretaria de la Agencia Marítima, que se encargaba de asuntos de aduana. Era un trabajo tremendo, no estaba bien pagado, pero la acumulación de experiencias y el conocer gentes de todas partes, la fue cuajando para la figura que es hoy. Nadie puede echarle vainas de la vida ni del amor. Y Su trabajo era tan eficiente, que los buques que atracaban en el muelle se la peleaban. Hubo puños y puyas entre marineros alterados que así conforme se disputaban su amor un día desaparecían de su vida como tantos otros quienes no merecieron más que un poema, más no el celo del trono, dispuesto a recibir nuevas propuestas. El marinero se iba, pero la vida seguía. Su puerto siempre soñaba.
Entró ganando 375 pesos mensuales y con ellos vivía perfectamente, mientras se zafaba de un amor que la marcó para siempre, el del también poeta Ignacio Verbel, con quien tuvo una relación amorosa muy sana, muy provinciana, de cinco años. Hoy los une la poesía, la amistad y los recuerdos. Sus obras van entrelazadas.
- Soy una mujer que amo todos los días. A veces en silencio, sin que la otra persona sepa. He amado mucho, soy generosa en el amor, dice.
Precisamente por sus desenfrenos amorosos con el compañero, sus padres la enviaron un tiempo para Barranquilla y cuando regresó ya su amor de quinceañera compartía su vida con otra. Pero a su regreso, el hombre al saber de su presencia hizo la Calle Nueva más honda, pasando de a pie, en bicicleta, en carro, emparrandado de amor, de alguna manera para llamar la atención.
Mucha de su poesía está impregnada de mi y la mía de el, dice.
Los poemas de Alexandra son muy claros, profundos y elementales. Ellos se le revelan en una frase que pule mientras cocina o mientras camina por la playa. Los escribe a mano, madura el proceso mientras pela una yuca o despescueza una gallina. La musa se la coge en cualquier parte, por eso ha perdido muchos poemas por no tener un lapicero. Por eso ahora tiene una caja de libros y lapiceros regados por la casa como un diabético pastillas para regular el metabolismo de sus azucares. Algunos le salen limpios, otros los madura con el trabajo.
Su vida ha sido marcada por los amores fugaces a simple vista, pero que han influenciado su poesía y su eternidad. Al principio, enamorada de su primer amor en olvidos, no admitía a otra persona entre ella y él. Pero cuando conoció a Antonio, un español que la llevó a su camarote, el cuerpo de ébano acostumbrado al sol de Tolú, se le derritió en su mirada. Fue un amor a primera vista y fugaz, mientras el buque estuvo atracado en el muelle. Fue un impacto instantáneo, fulminante, cuando lo vio en el umbral. Era blanco y fornido. Ël la llevo a su camarote y le regaló la efigie de San Expedito, un santo que cargaba como un amuleto protector por todo el mudo.
- Si le regaló el santo era porque la amaba, le dijo alguna vez un compañero del marinero de retorno a Tolú.
Sólo le quedó el nombre, Antonio. San Expedito se murió en el salitre y la herrumbre de Tolú y un beso, nada más, cuando se podía dar.
Por eso empezó a odiar el mar. Ese inmenso gigante que se lo trajo se lo llevó. Por eso ha tratado de inmiscuir el mar en su poesía pero no con la fuerza de que algunos creyeran. Por eso en sus primeros versos los críticos hablan de desamor.
-Sin embargo, la fuerza del mar está en mis versos, dice.
Sin la fuerza de ese mar que respira en los patios arruinados llenos de cachivaches que describe Héctor Rojas Herazo, sería imposible llenar sus versos ardientes. Alexandra tiene el mar entre sus piernas, ha dicho Oscar Flórez, su amigo poeta.
En esos barcos conoció chilenos, ecuatorianos, españoles, gringos, franceses. Sentía la emoción de verse asediada por las miradas, pero su vida amorosa seguía prendida al pasado reciente, siempre juvenil.
Después trabajó en el Hotel Caribe donde fue madurando su poesía, donde conoce al padre de su primogénito, William, quien de niño ganó un concurso de poesía y ahora está en la espera de que un día despierte, porque está en la etapa de los primeros amores. Ël lleva sus apellidos, Garcés Gómez.
- Yo digo que mi hijo es producto de un encargo, dice.
Fue un deseo loco, pero agradable. El hombre se fue y no volvió. Alguien le recomendó que lo demandara por alimentos, pero ella advirtió que después de amarse tanto no era posible una demanda. Prefirió darle sus propios apellidos.
Sus amores han sido tan intensos como su poesía. Ella se ha metido en unas relaciones ardientes, sin reservas, poniendo toda la carne en la fogata. Una de esas personas quiso regalarle el apellido a su hijo y de hecho lo hizo, registrándolo en La Notaria. Pero el niño, cuando tenía once años, al recibir la partida notarial, la rompió. Ha preferido llevar los apellidos dignos de su madre con orgullo.
En esta manera de llevar su vida, los poemas le salen limpios. Y no le pone mas palabras para no “empachotarlos”, porque lo importante es arrancar de una frase y pensar como el toreo en una estocada final para cortar orejas.
Para la muestra el 69, que ha sido uno de sus más exitosos, el que más le piden repetir en sus recitales:
Recuerda:
Las cosas no son del dueño
Sino de quien las necesita.
Algunos críticos le han recomendado no escoger este tipo de frases, demasiado populares, pero en ella, para rematar unos versos, son como puntal en arena seca: precisos.
Ella ha ido elaborando su poesía mientras maduran y caen los mangos en el patio, sin afanes de publicar, mientras la invitan a todos los eventos, de Bogotá a Cereté, donde no ha faltado a un solo encuentro de mujeres poetisas.
Ella le trabaja al sentimiento del ser humano, pero sobre todo lo que ella, que es madre soltera, cabeza de hogar, que sigue esperando que alguien llegue a ocupar un trono abandonado, le ha tocado vivir. Sabe que el amor es vegetal.
No ha sido buena lectora, por que en su casa no había para libros sino para lo urgente. Sólo lee a sus amigos, entre quienes están Ramiro del Cristo Medina e Ignacio Verbel. Ahora trata de recuperar el tiempo perdido, leyendo algunos clásicos.
Esta es, grosso modo, Alexandra Adress, una mujer que no cree en la inspiración sino en el trabajo. Ella escribe sus poemas partiendo de una frase que se le graba en la memoria y para terminar: una estocada de matadora de toros.
Por ejemplo, en esta visita, llevaba varios días con la obsesión de una frase que repetía y repetía y que de seguro era el principio de un gran poema:
Hacen días
Muchos días
Que no se a que sabe tu carne.
CONTEXTO.
Alexandra Adress Guzmán
Sobre sus espaldas cabalga el orgullo de haber nacido en el último retazo de paraíso existente: Santiago de Tolú, en la postrimería de la década de los cincuenta.
Cofundadora del grupo literario Atij-Uriva; codirectora del plegable Marejada; codirectora del periódico Tolukalit. Ha sido incluida en cuatro antologías; poesía sucreña contemporánea, de Jorge Marel; poetas en el Camino, de Ricardo Vergara Chávez; poesía y poetas de Sucre, de Jairo Mercado Romero; cinco poetas sucreños, de José Rivero Ruiz.
Tarjeta profesional del Área de Literatura expedida por el Ministerio de Educación Nacional. Diversos periódicos y revistas del país han publicado sus creaciones. Miembro de la Unión de Escritores de Sucre.
Vive, ama y sufre en su tierra natal.