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Mataron la esperanza: el último disparo que debe despertar a Colombia

Qué triste es despertar, tomar el teléfono y encontrarte con la noticia de que en tu país —ese que tanto amas— ha muerto alguien por el simple hecho de hacer política. Es un golpe seco que te recuerda que la violencia en Colombia no quedó en el pasado.

Era un domingo cualquiera en Bogotá. Miguel Uribe Turbay, 39 años, hablaba ante sus seguidores con la convicción de quien cree que las ideas pueden más que las balas. Hijo de Diana Turbay —la periodista y además colega asesinada por Pablo Escobar cuando él apenas tenía cuatro años— y nieto del expresidente Julio César Turbay Ayala, cargaba sobre sus hombros el peso de una historia familiar atravesada por la violencia.

Miguel no sabía que aquel 7 de junio de 2025 sería su último discurso. El proyectil que lo alcanzó no solamente atravesó su cuerpo; también perforó el corazón de un país que aún se pregunta por qué en Colombia la política sigue siendo, tantas veces, una sentencia de muerte. Tras dos meses de lucha en una cama de cuidados intensivos, Miguel murió la madrugada de este 11 de agosto, llevándose consigo no solo su vida, también las esperanzas de quienes soñaban que las nuevas generaciones podrían escribir una nueva historia para Colombia.

La herencia maldita se repite

La muerte de Miguel Uribe Turbay no es solo una tragedia personal; es el símbolo de una democracia que parece condenada a escribirse con sangre. Como lo describió dolorosamente El País con la cita del expresidente Álvaro Uribe: «mataron la esperanza». Y no es exageración: Colombia se despierta con la sangre helada al saber que la violencia política regresó con la misma saña de antaño.

Esta no es una historia nueva. Es el mismo guion macabro que Colombia ha representado durante décadas: Jorge Eliécer Gaitán en 1948, Luis Carlos Galán en 1989, Bernardo Jaramillo Ossa en 1990, Carlos Pizarro ese mismo año, Jaime Garzón en 1999. Una necrológica democracia donde las urnas compiten con los cementerios, donde cada generación que intenta cambiar el país termina enterrando a sus líderes más prometedores.

La paradoja es cruel: Miguel había proclamado públicamente su aspiración a un “país sin violencia”, pero la violencia que durante décadas ha teñido la historia reciente de Colombia le alcanzó de nuevo. En su linaje se cruzan la esperanza democrática y la tragedia política: dos generaciones víctimas del mismo fantasma que creíamos exorcizado.

Voces contra la violencia política

La reacción fue inmediata y transversal: desde la derecha, la izquierda y sectores independientes llegó un rechazo unánime. Álvaro Uribe lamentó con indignación: «El mal todo lo destruye, mataron la esperanza». Carlos Fernando Galán advirtió que este asesinato “debe ser un punto de quiebre para Colombia”, mientras Francia Márquez llamó a la unión ciudadana contra la violencia. Iván Duque denunció que “el terrorismo nos arrebató a una promesa de Colombia” y Gustavo Petro recalcó que el hecho “demuestra que la violencia política no ha terminado”, exigiendo que no quede impune.

También hubo eco internacional. Marco Rubio expresó solidaridad y pidió justicia; desde Venezuela, María Corina Machado destacó su valentía y compromiso; y Edmundo González recordó su defensa de la democracia, señalando que “proteger a quienes la sostienen es responsabilidad de todos”.

Que voces externas se unan al duelo confirma que esta no es una tragedia local, sino un llamado global contra la violencia política.

Dos caras de la cobertura mediática

El asesinato del senador Miguel Uribe Turbay expuso la dualidad del ecosistema informativo colombiano. Por un lado, medios responsables cumplieron su función democrática: informaron con rigor la historia del precandidato. Sin embargo, el otro rostro de la información reveló las heridas profundas de una sociedad polarizada. En redes sociales proliferaron teorías conspirativas que convirtieron el dolor en espectáculo: videos fabricados con inteligencia artificial que supuestamente mostraban a Uribe Turbay en silla de ruedas, rumores sin fundamento de que «seguía vivo», y acusaciones directas al gobierno sin una sola prueba que las respaldara.

La desinformación encontró eco incluso en voces públicas influyentes. La periodista Vicky Dávila responsabilizó al presidente Petro de «hostigar» a la oposición y lo señaló como «responsable político» de lo ocurrido. Estas declaraciones, más allá de su veracidad, alimentaron una polarización que convierte cada tragedia en trinchera ideológica.

El desafío ético de informar en tiempos de crisis

Aquí emerge una responsabilidad ineludible: los medios no pueden ser neutros ante la violencia, pero sí deben ser rigurosos con los hechos. La cobertura de magnicidios requiere un equilibrio delicado entre el contexto necesario y el sensacionalismo que trivializa el dolor. Cuando un medio amplifica rumores sin verificar o cuando convierte el asesinato político en contenido viral, no solo traiciona los principios periodísticos; se convierte en cómplice involuntario del mismo ecosistema de violencia que debería denunciar.

La democracia necesita medios que contextualicen la violencia política como un fenómeno estructural, no como hechos aislados. Que recuerden que cada magnicidio es eslabón de una cadena histórica que debe romperse. Que informen sin alimentar el morbo, que denuncien sin polarizar.

El dilema ético que interpela a todos

Los políticos colombianos enfrentan hoy un dilema que trasciende colores partidistas: pueden condenar la violencia sin ambigüedades y aprovechar este momento doloroso para proponer reformas estructurales que eviten futuros magnicidios, o pueden refugiarse en discursos vacíos que perpetúan el statu quo que los pone en riesgo a todos.

Como lo expresó el expresidente Juan Manuel Santos, es urgente «reconciliar espíritus» y promover el «desarme de las palabras» en la campaña política. Quienes opten por discursos incendiarios o el silencio cómplice no solo legitiman el sistema que los amenaza; se convierten en sus potenciales víctimas.

La violencia política no distingue ideologías; es una amenaza transversal que requiere una respuesta unificada. Los medios deben asumir su responsabilidad de informar con rigor, contextualizar sin sensacionalizar, y resistir la tentación de convertir cada tragedia en contenido viral. Los políticos deben renovar su compromiso con el respeto y la civilidad, condenar todos los actos violentos sin excepción, y trabajar juntos por cambios estructurales reales.

Solo así se honra verdaderamente la memoria de Miguel Uribe Turbay: no con lamentos estériles, sino con acciones concretas que protejan la democracia y garanticen que hacer política no cueste la vida.

La democracia colombiana está herida, pero los medios y la política tienen el poder y la obligación de sanarla.

El reflejo regional de una tragedia global

La muerte de Miguel resuena más allá de nuestras fronteras. Ecuador, México, Brasil, Honduras y otros países padecen dinámicas similares donde narcotráfico y crimen organizado atacan la institucionalidad democrática. Sin embargo, Colombia suma décadas de conflicto armado interno, creando un ecosistema de violencia más complejo y arraigado.

Colombia ostenta el triste título de ser uno de los mayores productores mundiales de cocaína y uno de los países con más líderes sociales asesinados cada año. La comunidad internacional observa con preocupación cómo un país que celebró acuerdos de paz vive un retroceso hacia los viejos demonios. El mensaje es claro: la violencia es multidimensional y transnacional. Lo que ocurrió en Bogotá no es solo un problema local; es parte de un círculo vicioso que requiere cooperación internacional real para proteger la vida, la democracia y la estabilidad regional.

Más allá de trincheras ideológicas y colores políticos, hay algo sagrado que debe unir a todos los colombianos, el rechazo a la violencia como argumento político. No comparto necesariamente todas las ideas de Miguel Uribe Turbay y no tengo por qué hacerlo, pero defiendo hasta la muerte su derecho a exponerlas sin que literalmente le cueste la vida. Vi en él no solo a un político, sino a un joven como yo: alguien con sueños, metas y la convicción de que podía construir un país mejor. Esa generación que no carga con las culpas del pasado, pero que ahora debe cargar con sus muertos.

Esa es la esencia más pura de la democracia: el derecho sagrado al disenso civilizado, no el silenciamiento con plomo. En una democracia madura, las ideas se combaten con ideas, no con sicarios. Los proyectos políticos se derrotan en urnas, no en morgues.

Mi generación ha crecido soñando con un país distinto. Nos indigna que cuando por fin tenemos jóvenes representantes, caigan a balazos en parques de Bogotá mientras los adultos repetimos los mismos discursos vacíos de siempre. Nos duele recordar a Dilan Cruz, el joven de 18 años que murió marchando por sus ideales en 2019, y ahora a Miguel, que murió haciendo política por los suyos. Dos formas distintas de participar, dos destinos trágicamente iguales. No queremos estatuas ni homenajes en mármol para nuestros muertos jóvenes. Queremos políticas públicas reales: seguridad, educación y oportunidades que reduzcan las tentaciones del narcotráfico y que nos permitan construir el futuro sin que nos maten por intentarlo.

Colombia necesita un sacudón colectivo que vaya más allá de la indignación momentánea. Es necesario desmontar las raíces estructurales de la violencia: la impunidad que protege a paramilitares, guerrilleros y narcotraficantes; la exclusión social que alimenta su reclutamiento; la inequidad que hace atractivos los dineros ilícitos; la débil presencia estatal que permite la expansión de estos grupos; y la falta de voluntad política para implementar una justicia transicional que desmonte las estructuras de poder que sustentan la violencia.

La pregunta que interpela a toda la sociedad es incómoda pero urgente: ¿qué clase de democracia es aquella donde ejercer política es arriesgar la vida? ¿Qué mensaje enviamos a las nuevas generaciones cuando la participación política puede ser una sentencia de muerte?

El legado que no pueden silenciar

Miguel Uribe Turbay quería hacer política para cambiar el país. Su muerte nos recuerda que el país debe cambiar para que hacer política no sea morir por la patria. La violencia política no es inevitable; es una decisión colectiva que se puede revertir con voluntad política, justicia social y memoria histórica.

Miguel se fue con un proyecto inconcluso, pero nos deja una tarea urgente: construir la Colombia que soñó, donde las ideas compitan en urnas, no en funerales. Su legado no puede ser otro luto nacional; debe ser el último disparo que despierte a una sociedad que ya no puede seguir normalizando lo anormal.

La democracia colombiana está herida, pero no muerta. Aún es tiempo de salvarla, pero solo si tenemos el valor de actuar antes del próximo disparo. La memoria de Miguel debe convertirse en combustible para una transformación que ya no admite demoras.

La violencia no puede seguir marcando nuestro destino. Esta vez, que el dolor se convierta en acción, que la indignación se traduzca en cambio real, que la muerte de un joven político sea el último sacrificio que le ofrendemos a la barbarie.

Colombia merece una democracia donde hacer política no cueste la vida. Miguel Uribe Turbay murió creyendo en esa posibilidad. Honremos su memoria haciéndola realidad.

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