Para Wilfredo Rosales, quien me regaló una versión extraordinaria en la voz del autor, para Julio Oñate y el doctor Ángel Massiris, en sus cumpleaños, y para Domingo García quien pidió un estudio literario de la canción tras el insuperable análisis musical de Adrián Villamizar y sus amigos.
EL CONDOR SIN PLUMAS
Yo soy el cóndor sin plumas
que vive solo en la serranía
trepida mi cuerpo helado
sin esperanza de abrigo
Soy árbol viejo sin fronda 5
que se ha perdido la savia mía
tan solo quedó el recuerdo
de lo que hicieron conmigo
Hoy las roncas tempestades
con voz de trueno me abruman 10
soy el náufrago que llora
dentro de un mar de amargura
Tú dejaste en mi alma
un lampo azul de centella
en cambio yo fui juguete 15
del oleaje y la espuma
Por su originalidad, unidad temática, capacidad de síntesis, complejidad formal y diestro y refinado empleo de la palabra, “Cóndor sin plumas” de Adriano Salas califica entre las mejores composiciones líricas del pentagrama vallenato.
En solo cuatro cuartetas, al contrastar su pasado con el presente, el compositor constata la soledad, el desamparo, el abandono de la vitalidad y la amargura de su vida, casi perdida, en la que he terminado convertido en un juguete sometido al oscuro arbitrio del océano. Este canto logra la meta ideal que se proponía Eduardo Campo en “Bella Cascada”, otra hermosa canción de alto nivel por su complejidad verbal, interpretada por Julio de la Ossa: “decir poquito/ y buscar los ramales de hacerlo infinito”.
Más que declarando lo que piensa o lo que siente, más que exponiendo fríos conceptos, Adriano tiene el tino de sugerirlo a través de cuatro imágenes sensibles, excelentemente elegidas, que le permiten al oyente captar con intensidad lo que el compositor quiere expresar.
En primer lugar, la imagen del cóndor, emblema de la patria, ave de gran envergadura y alto vuelo, que anida en las alturas, con la que el hablante se identifica, pero no por vanidad, ni para ostentar una falsa grandeza, sino para hacer más evidente el tamaño de su desastre de ser desplumado y solitario, a la intemperie en la helada serranía, tiritando y sin esperanza de protección.
Luego, la imagen del árbol arruinado por los años, despojado de sus hojas y de la gracia de su sombra, abandonado por la vitalidad, del que sólo quedó el recuerdo del maltrato.
Más adelante, el hablante se identifica con un náufrago que llora sumergido en un mar de amargura, agobiado por tempestades cuya persistencia les ha hecho perder su original voz de trueno.
Sin embargo, en medio de tanta precariedad, el compositor evoca un momento de luminosa plenitud, que justifica en últimas su vida y la redime de la experiencia incesante del dolor, ese momento de luz feliz en el que la amada estampó en su alma el resplandor azul, aunque fugaz y débil, de una mirada, seguramente similar al “centelleo de dos luceritos”.
No obstante, su indefensión actual es tal que ya no se siente ni ave ni árbol ni ser humano, sino un simple objeto sin identidad, con el que juegan arbitrariamente las violentas olas con su acariciante espuma.
Ese don de la metamorfosis mediante la imaginación que le permite al poeta ser cóndor, árbol, náufrago y juguete sometido a los oscuros caprichos del océano es uno de los rasgos que identifican al poeta desde la antigüedad, cuando en la Odisea de Homero, el dios Proteo, dueño del poder de la profecía y encarnación del fluir incesante de la vida y de la ubicuidad del espíritu, se convierte sucesivamente en león melenudo, en serpiente, en leopardo, en jabalí, en corriente de agua y en árbol frondoso.
En el romanticismo inglés, el poeta John Keats, en una de sus prestigiosas epístolas, celebra esa disponibilidad del poeta para salir de sí mismo y como una ávida esponja, identificarse con el mundo e incorporar su esencia, para comprender mejor su funcionamiento: “Si un gorrión se posa junto a mi ventana, tomo parte en su existencia y picoteo en el suelo”. El poeta, tras contemplar acuciosamente la naturaleza, logra verla y penetrar en ella y ver dentro, lo que está afuera, es decir, alcanzar el conocimiento como por ósmosis, por la interpenetración con la cosa observada.
El auténtico poeta se caracteriza por su capacidad para potenciar al máximo el significado de las palabras y por la creatividad con la que las emplea. “Cóndor sin plumas” es un canto cargado de sentido, de poder de alusión, de sugerencias, en el que el lenguaje irradia toda una serie de asociaciones, memorias, latencias, intuiciones: más que describir el mundo exterior, Adriano recrea de manera sensorial, es decir, a través de imágenes visuales (el ave desplumada, el árbol deshojado, el lampo azul de la centella), táctiles (el frío), auditivas (la voz ronca del trueno, el llanto del náufrago), gustativas (el sabor amargo del mar), de movimientos exteriores (el trepidar del cuerpo por el frío, el juguete al arbitrio del oleaje y la espuma) y de procesos internos (la extinción de la savia) y subjetivos (el nacimiento del recuerdo, la inmersión en las profundidades, los tempestuosos riesgos, el anhelo de amparo, de abrigo, de sombra, de seguridad y la añoranza de la vitalidad y el albedrío perdidos).
Todo lo anterior está al servicio de la expresión de una visión del mundo signada por un temple de ánimo muy de los tiempos modernos: la desesperanza humana, el encuentro desigual, desfavorable con el universo, cuyo resultado es la desposesión, la pérdida, la ruina, la desgracia, el desastre, sólo suavizados por la luz celestial de la mujer, que permite al hombre, en ese periplo doloroso de la vida, un mínimo y efímero contacto con el ideal.