Crónicas de la salud en Sucre(I)
UN CADÁVER EN LA CLÍNICA.
Por Alfonso Hamburger
-Presentamos dos historias coincidentes de la precaria salud en Colombia, ambas con epicentro en Sincelejo
Por un mal procedimiento, A Efraín le declararon un Sida que no tenía. Lo estaba matando era el hambre y una infección en el páncreas.
Él era un camaleón con los ojos. Le cambiaban según el clima, el estado de ánimo o la ropa que llevara puesta, pero aquella vez, en el hospital, tenía los ojos grises, transparentes, salidos de madre. Efraín parecía un cadáver cuyos ojos le habían quedado por fuera de los parpados aun dormido. El hombre que Nao había despedido con un beso en la boca tres días antes al salir para el trabajo se lo habían cambiado totalmente. Era otro. Estaba tan afectado por aquella extraña enfermedad que ya no podía cerrar los párpados. Los ojos achinados se le habían salido de sus cavidades y no podía ocultarlos tras la cortina de cuero natural ni siquiera al dormir. Estaba dormido o fingía dormir cuando ella llegó y vio sus ojos fuera de orbitas. La parte blanca del iris figuraba la un chivo que muere sin que le dieran tiempo de cerrarlos. Cuando ella entró se detuvo unos metros antes de la cama de la habitación pestilente donde había pasado las últimas horas, lo que vio fue un cadáver. Lo observó largamente en silencio, sin atreverse a tocarlo, literalmente estaba vaciado de carnes y hedía a feo. Por la mente de ella, que se había convertido en su mujer hacía tres años, pasaron los peores y mejores momentos de su extraña relación de marido y mujer: La noche que llegó al restaurante donde ella era mesera y él tocaba varios instrumentos en la banda de vientos, el coqueteo inicial sin que quizás ninguno de los dos se hubiese atraído por el otro. Fue al natural, como si fuesen amantes desde siempre. A ella solo le interesaba la música y él fue un instrumento para llegar a un estudio de grabación. Después se hicieron novios, se casaron por lo civil a las carreras, vino la niña, que ahora debía estar sola en el apartamento, el viaje a conocer a los padres de ella a la Costa, el camino por carretera de regreso, el accidente donde el casi muere, todo, absolutamente todo se le fue revelando, mientras observaba el cadáver que estaba en la cama del hospital, inmóvil, con los ojos abiertos. Hasta la tarde del jueves anterior, cuando él la llamó desde su trabajo para decirle que había recaído, que se sentía muy mal, él era un tipo sano. Le dijo que quería irse para la casa temprano. Si te sientes tan mal no te vengas para la casa, vete a una clínica. Y de la clínica él llamó ya de noche para decirle que se había empeorado y que se habían quedado con él para tratarlo. Fueron 72 horas de angustia sin verlo, porque estaban escasos de recursos y la niña era muy pequeña para dejarla sola. En estas clínicas de la muerte no se pueden traer niños. Mientras pensaba, el cadáver se movió. Primero levantó brevemente el brazo derecho, en el que tenía una destroza de gota lerda y perezosa. Tosió leve. El blanco de sus ojos de chivo ahorcado empezó a agrandarse. Los parpados hinchados se recogieron como cortinas y la pelota blanca, ahora bordeada de una pepa negra empequeñecida por el dolor de la muerte, se despernancaron para verla entre nebulosas. Sus ojos nublados por las lágrimas la buscaron a ella, que estaba rígida, abstrayéndola del rápido recorrido por sus vidas de penurias y pocos gozos. Ella no tuvo que hacer gran esfuerzo para corresponderle porque desde que llegó a la habitación estrecha donde lo tenían atado al cable del suero su mente se había clavado con ojos y recuerdos en sus ojos de chivo muerto.
- Mija, me voy a morir, balbució el cadáver.
- No digas eso, respondió ella, avanzando hasta la cama.
Ella empezó a acariciarle su pelo laceo y coposo, que era una de las pocas cosas que le quedaban de su altivez de indio zenú, amante de la música de vientos.
-El médico me da dos semanas de vida, dijo, con un gran esfuerzo.
- ¿Y qué te diagnosticó el médico?
- Tengo Sida.
Ella, que se había sentado en el borde de la camilla, tembló con las dos infaustas y temibles palabras. Aturdida por la confesión, no tuvo más remedio que pensar en buscar ayuda. En Bogotá, ciudad fría, de apuros y premuras, con ese misterio para el hombre Caribe, no tenían a nadie. Pensó en su patio, a más de mil ochocientos kilómetros, por allá por Sincelejo, el de las corralejas.
-Hay que avisarle a tus padres, planteó.
– No. No les digamos nada todavía, espera, suplicó él, tratando de quitarse la destroza de una manotada. Estaba fastidiado por la posición en que estaba y le rascaba la muñeca donde tenía afincada la aguja.
A esas alturas a él no le importaba nada. No le habían hecho un solo examen para diagnosticar la enfermedad, pero todos los síntomas apuntaban hacia ella. Todo lo que consumía desde que regresó de Sincelejo, meses antes, lo trasbocaba o lo defecaba. En tres meses, después del viaje a la costa, se había secado como un bejuco en verano. Si desayunaba vomitaba. Si almorzaba, vomitaba. Y ya no cenaba para no vomitar. Ella lo recordó por instantes gordo y fornido hasta el día del accidente, cuando venían de regreso de Sincelejo. Era de noche, casi de noche, ella iba despierta y casi todos dormían. Al bus se le partieron los ejes delanteros y empezó a cascabelear sobre la vía, tirando de un lado al otro, dando tumbos inciertos. No hubo más peligro porque era tierra pareja y el chofer pudo controlar la situación. No se registró un solo herido. Pero las mujeres que iban en el bus armaron tremendo griterío. Pudo haber sido por la impresión repentina que él- que dormitaba- sufrió un infarto mal diagnosticado. El cuerpo le ardía como si estuvieran calentando una estufa de fritos en su interior. Ella le dio agua de beber y mejoró un poco, pero seguía el fogaje en su interior. Se quitó la camisa. Estaba brotado con manchas rojas. Debía ser que había comido algo y era alérgico a ese algo, pensó ella. Al llegar a Bogotá ya era otro. Su cara estaba hinchada como si fuera un cerdo, como si hubiese terminado una pelea fragorosa de boxeo. Fueron a una farmacia aun con los corotos- vituallas, carnes y suero costeño- y pidieron algo para la alergia. La cosa empeoró. Todo su cuerpo se hinchó, hasta que tuvo que ser llevado de urgencia a un hospital. El médico les advirtió que una hora más y no habría resistido al infarto, de no haberlo llevado. Aquello fue el preámbulo de esta nueva recaída, ahora con el Sida.
Los médicos que lo trataban estaban tan seguros que era Sida, que le preguntaron si estaba incluido en los programas especiales. Y eso de programas especiales sonaba a terror. Las enfermeras ya no lo querían ver y si llegaban a verlo se ponían varios guantes y aquel tapaboca que las aislaba de todo contacto humano.
Naudith, como esposa guardiana, decidió aguantar la noticia a los padres de Efraín en la costa, pero una noche la llamaron de la clínica de muerte donde estaba en desahucio para decirle que habían decido llevarlo al hospital San Pedro Torrijos, en la misma capital. Ella se voló inmediatamente. El lugar se veía mucho más organizado y aparente. Subió al cuarto piso por las escaleras para evitarse el protocolo de los ascensores y cuando llegó quiso morirse. Efraín estaba recluido, más bien aislado, en una sala de enfermos terminales. Lo peor era que él estaba seguro de que era Sida lo que tenía aunque no le hubiesen hecho un solo examen. La hemoglobina estaba en cero. No le paraba nada en el estómago. Y había perdido 30 kilos en tres o cuatro meses. Su cuerpo no resistía los ataques de una gripa mal tratada. Esa era una de sus males, las gripas eternas y los catarros fuertes, antes de que se presentara la situación.
Estaba seguro que era Sida, porque al revisar su vida de juventud se adentró en todo tipo de aventuras en las que no distinguía los peligros. Tampoco guardaba precauciones. A la mayoría de sus amigos le gustaban las putas, no despreciaban maricas y no usaban condones porque eso era como comerse una paleta con la envoltura y todo. Les gustaba el amor carne con carne. Y claro, allí estaban los resultados. En una de las aventuras, en Montería, había bajado una muchacha de un bus urbano y sin ningún tipo de precaución, minutos después la llevó a la cama de un hotel. Se burlaba del amigo que lo acompañaba aquella noche, porque había usado la cama de éste. Por esa ciudad había entrado el Sida a la zona y la historia de aquella desconocida, como de muchas otras, era incierta.
La noche anterior en la habitación colectiva donde lo tenían se habían muerto dos vecinos, pero pese a todo, tuvo momentos de humor al recordar al maestro Enrique Díaz, su paisano, quien alguna vez estaba en una hospital y se quedó viendo a uno de sus vecinos, un hombre pálido y agobiado por una extraña pesadumbre: Vea, amigo, lo que es usted mañana no amanece vivo, ¿Oyó?, le dijo el negro sin ningún tipo de asco ni remordimientos.
Mientras se reían de las ocurrencias del Kike, o hacían un gran esfuerzo para mover las mandíbulas, ella le preguntó qué si iba a comer. Él le respondió que no, que no le gustaban las comidas de los hospitales. Pero tampoco admitían que llevaran comidas caseras. Sin embargo, ella, que era la madre de la pequeña Vanesa, un día preparó jugo de guayaba de patio, sancocho de carne salada, suero costeño, queso y plátano maduro. De alguna manera se las ingenió para penetrar con ese arsenal, logrando irrumpir en la habitación. El hombre se estaba muriendo era del hambre. La operación se repitió varios días hasta que Efraín fue recuperando sus carnes. Llegó su papá a verlo desde Sincelejo, lo que fue otra motivación para levantar el ánimo. A la semana le dieron de alta.
¿Cómo en una clínica bogotana estaban seguro de que Efraín tenia Sida sin siquiera haberle hecho una prueba? ¿Qué había pasado?
Lo primero fue ordenar dos pruebas, la de Elisa y una del páncreas.
Pasaron varios días, después de la salida del hospital, cuando Nao y Efraín, fueron con gran expectativa a buscar los exámenes. La de Sida resultó negativa. La segunda era positiva. Allí empezó una nueva batalla. Llegaron demandas contra la clínica y varios médicos fueron despedidos.
Para casualidad, Nao y Efraín, oriundos de Sincelejo, donde el dengue y otras enfermedades hacen su Agosto, se habían ido a la capital en busca de un mejor vivir, hallando que la salud en Colombia, en todas partes era lo mismo.
Y como es natural, la justicia tampoco opera, la demanda aquella clínica por un mal procedimiento, jamás prosperó.
Ahora viven en Sincelejo donde el edificio de la Beneficencia está en ruinas y a los trabajadores del Hospital estatal le deben más de diez meses de salarios.