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Últimos detalles sobre la muerte de Adolfo Pacheco

 

Daniel Pérez Anillo es inteligente y tan buen conversador como lo era el maestro Adolfo Pacheco Anillo.

Los unía no solo los viajes en una camioneta fina, que Daniel le manejaba desde hacía dos años, sino también la sangre y el respeto. Daniel, que cumplirá 43 años el próximo 26 de agosto, además de ser ágil para dialogar, conserva la frescura de su juventud intacta y muchos recuerdos del hombre al que acompañó en múltiples corredurías. Adolfo era su tío político, su padrino, y llevaban una relación familiar excelente. Vivían juntos, prácticamente, y las relaciones se incrementaban especialmente los fines de semana por las actividades culturales y artísticas del maestro en diferentes escenarios del país.

Daniel, licenciado en informática y dueño del grupo de internet más visto en San Jacinto, no era un simple chófer. Era su cuidador, su familiar más cercano. Habían acordado una relación laboral de palabra; Adolfo le pagaba por día laborado, desde que su condición de octogenario, afectado por varios infartos, le impedía manejar su camioneta fina, que había adquirido de segunda mano, pero como nueva, con solo 40 mil kilómetros de andanzas. Era una Mazda BT50 gris, que parecía vetusta por sus viajes a las fincas, pero con excelente mantenimiento. De lo único que sufría el vehículo, el mismo donde se accidentó el maestro la tarde del 19 de enero de 2023, era del sistema de amortiguación delantera. No tenía muelles, sino una especie de resortes. Cada cambio de esos aparatos costaba dos millones de pesos. Los repuestos de una camioneta fina le mermaban los ingresos al juglar.

«La camioneta yo la anduve dos años y nunca me falló; parecía vieja por fuera, pero tenía buen mantenimiento. Lo que pasa es que mi tío se acababa los carros porque los metía para las trochas y a doble tracción», dice Daniel, quien por primera vez revela detalles de esos dos años acompañando al juglar de Los Montes de María.

Dos meses antes del fatal accidente, la camioneta, que Adolfo había comprado a un médico y por la que le ofrecían setenta millones de pesos, aún tenía las llantas originales de fábrica, pero fueron cambiadas antes del accidente, de modo que no pudieron estallar. Igual, el diez de enero, la camioneta tuvo fallas eléctricas; entonces, el maestro se presentó al taller de Eduardo Caro, en La Variante, para comprar una batería nueva.

Como siempre, llegó eufórico, mamando gallo, con su boina bolcheviqueana, una toalla enrollada en el cuello y en alpargatas, apoyado en su bastón.

Se arreglaron por quinientos mil pesos. Caro puso la batería, la probaron y, antes de irse, Adolfo Pacheco se quedó viendo unos periquitos australianos que Eduardo tenía en una jaula colgada en la rama de un árbol; entonces, los comparó con la belleza mítica de los hermanos Lora, sus grandes discípulos.

Fue la última vez que Eduardo lo vio con vida.


II

Daniel Pérez Anillo dice que, cuando las cosas van a suceder, no hay talanquera que las aguante. Él y Adolfo conversaban de lo lindo. A Adolfo, según me confesó en una de las tantas entrevistas que me concedió, dos de las cosas que más le gustaban eran comer y conversar. Ni la dieta que le impusieron por la diabetes detenía su gula. Le gustaba el chicharrón con yuca y el café dulce, que le acortaba la vida, pero le daba ánimo. Y cuando tomaba la palabra, era imparable en gracia y sabiduría, siempre revelando nuevos detalles, siempre con noticias del folclor, con el que se había encontrado desde los ocho años. No solo hablaba, sino que le gustaba que le hablaran.

Ya Daniel lo conocía. No le gustaba el aire acondicionado de la camioneta ni llevar puesto el cinturón de seguridad, porque allí tenía un marcapasos. Le gustaba el calor. Nunca, como Gabo, escribiría con frío.

—Tú no quieres que yo vuelva a cantar en mi vida —le decía Adolfo a Daniel cuando ponía el aire de la camioneta a todo full.

Adolfo se quedaba dormido después de una larga conversación. Abría la boca y se le metía el aire. Se ponía ronco y le costaba cantar.

Ya se conocían. Cuando Daniel no quería hablar por algún motivo, ponía música a buen volumen. Adolfo sabía la señal y lo respetaba.


III

Daniel Pérez Anillo estaba disfrutando una tarde de toros en San Juan Nepomuceno cuando le entró una llamada a su número celular, en diciembre del año pasado. Para recibir una comunicación eficiente, se bajó de los palcos porque hacía mucha bulla. El capataz de la finca que el compositor tenía en Galapa andaba loco buscando a Adolfo, a quien le habían prohibido usar celular desde que estuvo casi muerto en una clínica de Barranquilla y le cambiaron el marcapasos para corregirle una arritmia cardíaca. El capataz le pidió a Daniel que le dijera a Adolfo que en la zona había un buldócer desocupado para arreglar la entrada de la finca. Había que aprovechar la oportunidad.

Como Adolfo estaba incomunicado, Daniel llamó, antes de volver a la corraleja, a un familiar cercano para que este le pasara la información al maestro. Al familiar posiblemente se le olvidó.

De modo que, al romperse la comunicación, se perdió la oportunidad de contratar la máquina para arreglar el camino. Al confrontar la información, Adolfo sacó por conclusión que Daniel había fallado.

Adolfo se encolerizó; entonces, chocaron los egos. El maestro se enfureció contra Daniel y le alzó la voz. Daniel, a su turno, le dijo que su contrato era para conducir la camioneta, no para llevar razones, y que, además, estaba en su día de descanso, viendo toros en San Juan Nepomuceno.

Sintiéndose ofendido, Daniel le tiró las llaves de la camioneta y le dijo que buscara otro chófer, sin saber que el desenlace iba a ser fatal.


IV

Vi con vida por última vez al maestro Adolfo Pacheco el cuatro de enero. Ese día, yo estaba visitando a Miguel Manrique y le pedí que me acompañara a Servientrega a poner una encomienda para Barranquilla: una bella mochila tejida a mano por Bleiden Rodríguez, su esposa, de aguinaldo a una amiga. Ya iban a cerrar y fuimos los últimos clientes de la mensajería. Salimos y subimos a mi auto. Yo manejaba y Manrique tiraba saludos y sonrisas. Doblamos por la esquina hacia la derecha y, ¡qué sorpresa!, hallar a Adolfo sentado con su bastón en la terraza de la casa que era de su suegro, Rubén Anillo. Lo acompañaba su hijo, José Antonio Pacheco Anillo, y otra persona que no supimos identificar.

Yo me emocioné mucho al verlo, pero, para picarlo, no detuve el auto, sino que le bajé la velocidad y le dije, tras señalar a Miguel:

—¡Mira, Adolfo, al que llevo aquí!

Y Adolfo, en plenas facultades del disfrute, se persignó, como quien dice: «Allí llevas al propio maligno», como él le decía a Miguel.


V

Daniel Pérez Anillo dice que fue un momento de ira y que seguramente iba a volver a trabajar con Adolfo, como ahora está con Ladys, porque Ado no necesitaba a un chófer, sino a un cuidador. ¿Y quién más que un sobrino de confianza, su ahijado, que lo ayudara a bajarse, a subir al auto, a suministrarle sus pastillas, a contarle la plata, a llevarlo a orinar y, si era posible, cambiarle el pañal? A llevarlo y esperarlo. Para conversar. Solo a veces, cuando el viaje era muy largo, Daniel no le seguía al pie sus largas conversaciones. Hablaban de todo: de su lucha contra el vallenato —se sentía sabanero como el que más—, de sus anhelos y frustraciones, de sus negocios, de sus gallos, de la camioneta, de los arreglos y la carestía de los repuestos, de sus cultivos de maíz para surtir las gallerías del Atlántico. Daniel sabía dónde llevar el maíz. Le metía hasta 24 bultos de maíz a la misma camioneta y no pasaba nada. El día del accidente, solo llevaban 18 bultos. De modo que lo que pudo pasar fue un microsueño del conductor.

¿Pero quién era el conductor? Todo un misterio. El 19 de enero era su segundo día de trabajo. Lo había recomendado el capataz de la finca de Galapa. Aún es un misterio.

Adolfo debía estar el 20 de enero en una riña de gallos en Sincelejo y se estaba preparando con mucho entusiasmo. El 18 de enero, Adolfo durmió por última vez en su residencia de Barranquilla y el nuevo chófer fue a recogerlo de madrugada, el 19.

Esa mañana del 19 de enero, cuando Ladys y Gloria Patricia se levantaron, ya Adolfo iría llegando a San Jacinto. El celador del edificio les dijo que Adolfo había salido con su chófer como a las cinco de la madrugada.

A las diez de la mañana, se comunicaron con el maestro. Ya estaba en San Jacinto.

Adolfo iba en una de esas bermudas con correderas que le gustaban tanto: un pantalón recortado y con correderas, con las que había pasado un sofoco alguna vez que se pinchó la punta del pene.

También llevaba las mismas alpargatas con las que fue donde Eduardo Caro a cambiar la batería de la camioneta el diez de enero. También llevaba la manta en el hombro y la boina bolcheviqueana. Era la misma pinta que tenía en la terraza de la casa, conversando y recibiendo la brisa del cerro de Mago, el cuatro de enero.

La última comida, antes de emprender el viaje fatal, según Daniel, fue en una llanera de San Jacinto.

Lo más seguro fue un microsueño del conductor. El juglar no acostumbró.

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