RODRIGO RODRIGUEZ, EL NUEVO JUGLAR (Segunda parte)
Presento hoy la segunda parte del reportaje a Rodrigo Rodriguez, quien estará este dos de febrero en la fiesta de la cumbia, en San Jacinto.
Los alumnos y profesores del EVA, Escuela Vocacional Agropecuaria del Piñón Magdalena que irrumpieron en San Jacinto a un intercambio con la Eva nuestra ( hoy ITA), sin pensarlo fueron atrapados para siempre por la historia. Quedaron grabados en la cinta fonográfica que el profesor José Domingo Rodríguez había traído de un viaje a Estados Unidos y en la que grabó gran parte de aquel laboratorio de éxitos que produjo San Jacinto para la humanidad. Entre aquel material que recoge la memoria sonora de nuestro pueblo, suenan en vivo los balbuceos de algunas canciones que hoy son clásicos universales. Las parrandas inmortales eran cada ocho días, las que muchas veces terminaban en verdaderas batallas campales, porque se echaban versos muy satíricos, que muchas veces tocaban la intimidad. Aquella vez, en que Toño Fernández le lanzó versos a la madrugada, cuando viene amaneciendo, festejando la presencia de la delegación Piñolera, había un colado de solo catorce años: Rodrigo Rodríguez. La histórica contienda, de donde algunos salían bravos de muerte, pero que se desvanecían en la siguiente parranda, estaban Ramón Vargas, el profesor Adolfo Pacheco y el maestro Fernández, quien tuvo la honestidad intelectual de aclarar, que los versos sobre la alborada que iba a recitar, con un dejo poético profundo y triste, a manera de preámbulo a la explosión de luz de las claras del día, no eran suyos.
Y Toño, que era un relámpago en la absurdidad, veloz como el toro Balay, se batió contra todos. Por un lado lo atacaba Pacheco, por el otro lo sacudía Ramón. Y como no podían con el viejo, lo atacaron por el lado más débil: su aparente impotencia sexual. Entonces Toño les respondió que le preguntaran a su mujer “que la castigaba todas las noches” y como lo quisieron acorralar, al final terminó pidiendo que le prestaran cincuenta pesos, para “castigar a María Chiquita”, que con “La Molinete”, eran las putas más salvajes de San Jacinto.
Hasta allí llegó la parranda, porque llegaban las claras del día y todos se fueron cagados de la risa.
Hoy, una de las satisfacciones más grandes de Rodrigo Rodríguez, no es haber ganado un Premio Grammy y casi todos los festivales sabaneros o ser exaltado por la Fiesta del Pensamiento, sino el haber animado una de aquellas parrandas inmortales, en la que le tocó el acordeón al mismo Toño, que sigue siendo el más grande de todos, el molde por donde nos encajamos- formamos- los orgullosos san Jacinteros, con ese engreimiento de creernos más que todo el mundo.
Rodrigo Rodríguez, quien fue llevado de la mano de Landero a grabar a Barranquilla en abril de 1975, que reemplazó a Ramón Vargas en el conjunto de Adolfo Pacheco en Codiscos de Medellín y que pegó desde sus inicios, tenía reciedumbre musical, porque hizo tambores de banco, guacharacas de lata de corozo y flautas de papaya, antes que una violina pequeña se dejara besar por sus labios.
V
El hombre típico que iba por la calle en el centro de San Jacinto, ancho, de piernas en señal de interrogante, con mochila terciada , sombrero y abarcas, quedó grabado para siempre en mi retina, porque pese a que lo grabé en mi cámara de televisión, en mi memoria tiene más vigencia que en la tecnología. Fue la última vez que lo vi, después nunca más, porque murió a los pocos días. Todos le decían Rafita Lora. Era el hombre más típico y alegre de San Jacinto, mujeriego, afable, dicharachero y feliz, quien combinaba el comercio de artesanías con la tertulia y al apoyo al folclor. Las primeras noticias de Rafa Lora las tuve por los saludos que Rafel Xiquez Montes le enviaba por la Rapsodia Vallenata de Radio Libertad. “Y abrimos nuestro programa en el día de hoy con el merengue a Mi Madre, de Prexísteles Rodríguez, en el acordeón y el canto de Rodrigo Rodríguez, óyelo Rafa Lora, en La Variante de San Jacinto”.
Cuando Rafa, que era un gran impulsor del folclor, iba a Barranquilla llevaba bultos de yuca, ñame, plátano, suero, queso y demás vituallas para llenarle la nevera de Rafa Xiques, quien era un hombre sencillo y con una voz recogida, bajita, pero muy radiofónica y educada. Fue una de las personas que más me atrajo para conocerlo, cuando llegué a Barranquilla en 1981 a estudiar periodismo. Rafa era más pequeño que su fama y tenía una calvicie incipiente como de cura de pueblo.
Rafael Lora, quien murió después que lo grabé con mi cámara, no sólo era avispado, sino un buen padrino. El papá de Rodrigo Rodríguez, que se llamaba José Cervelion Lora Siguanes, murió cuando el niño Rodrigo tenía cinco años, de modo que la madre Luisa Lora Ortega tuvo que esforzarse tejiendo bellas hamacas, fajas y mochilas, para levantar a los cuatro hijos que le habían quedado. De modo, que fue su padrino, Rafael Lora, viendo los deseos y las aptitudes del muchacho, quien le regaló aquella violina que iba reemplazando al tambor de banco, la guacharaca de lata y el fututo de papaya, con los que se había entrenado de niño. Después su madre, Luisa Lora Ortega, le compró un acordeón de dos hileras, muy reventada, en la que se inició con dos tema de moda: “Así soy yo” de Emiro Zuleta y “Lucero espiritual” de Juancho Polo Valencia. Esa fue una escena muy importante en su vida, tanto como haber nacido en San Jacinto.
***
Para matar el nervio que le producía el avión, susto que jamás superó, el maestro Andrés Landero siempre viajaba en tres quince, prendido, sin separarse de su botellita de Ron Blanco. De Colombia se llevaba un Tres Esquinas en la mochila y mientras estuvo en México nunca se separó de una botella de Ron Margarita, porque era un blanco puro como el nuestro, exportado a Rusia por Rodrigo Barraza. Rodrigo Rodríguez tuvo siempre el privilegio de andar con los grandes. Dos cualidades lo marcaron: ser muy educado y porque tiene calidad humana. De modo que fue el acompañante de confianza de Andrés Landero en aquel viaje que los llevó a México por tres meses. El maestro, más apegado a los juegos de cartas con sus amigos en La Trampa de Francisco Vásquez y a sus amigos de parranda en San Jacinto, era prístino, inocente. Al bajarse del avión, en el aeropuerto José Benito Juárez de ciudad de México, Rodrigo caminaba a su lado, pero le veía una risita extraña, como niño que hace una pilatuna, hasta que le mostró lo que llevaba escondido bajo la camisa. Era una especie de hule amarillo, como un pato inflable. Y Rodrigo, al ver que el maestro se había llevado del avión que acababan de abandonar el salvavidas que ponen debajo de la silla, lo regañó. Y Landero, asustado por aquella revelación, acongojado por el mea culpa, no tuvo más remedio que meter aquel aparato inservible en una mata que hallaron a su paso, rumbo al hotel.
En más de 30 años viajando por el mundo ya como interprete, ya como técnico de acordeón de casi todas las agrupaciones musicales de Colombia, Rodrigo presenció muchas cosas, como la vez que a Alfredo Gutiérrez le pusieron las nalgas moradas por tocar el Himno de Venezuela en acordeón. Aquel himno, que según Alfredo Gutiérrez, más bien parecía un porro.
Rodríguez fue testigo de primera fila de variados hechos. Gabriel García Márquez, disfrutaba con todos los éxitos de Landero, incluyendo tres de Adolfo Pacheco, que son Mercedes, El Viejo Miguel y La Hamaca Grande. Cierta vez el nobel estaba hospedado en el Hotel Caribe, de Cartagena y mandó a buscar al grupo de San Jacinteros. Allí iba Rodrigo Rodríguez como guacharaquero. Era la primera vez que pisaba un hotel tan prestigioso, en la orilla de la playa. Mientras Adolfo, líder de la delegación, se identificaba en la recepción, Rodríguez se reventaba de las ganas de orinar y en vez de preguntar por el baño, vio que había un receptáculo donde entraba y salía la gente. Pensó que eso debía ser el baño. Inmediatamente se dirigió al lugar, entonces se dio cuenta que era el ascensor. Se tiró del aparato antes de que se cerraran las puertas y corrió a la playa.
No solo a él le pasaban chascos. Cuando Landero lo llevó a grabar a Tropical en Barranquilla, en abril de 1875, en agradecimiento a los muchachos que lo habían acompañado desde el principio, se los llevó a todos, entre ellos a Manuel Lora, más conocido como Mane Colón, quien le hacía los coros con el popular Cerdo Fallo, Carlos Ortega. Fue la primera vez que Manuel tomó un bus climatizado, en la estación de Brasilia, en la Variante. El tipo miraba y miraba y ya tenía ganas de regresarse, porque por más que se limpiaba los ojos con el puño de sus manos, no veía más que oscuridad. Entonces lanzó aquella expresión imperecedera:
– ¡Nojoda, muchachos, ese si es un temporal el que viene de los lados de San Juan Nepomuceno!
Llegaron a Barranquilla todos oscos y asustadizos, porque el bus climatizado a algunos los había puesto ariscos. Entraron a los estudios de grabación, sin acomodarse del todo, porque también estaba muy frio. El primero en preguntar por el baño fue Manuel Lora, a quien todavía están esperando, porque en vez del baño tomó rumbo de regreso a San Jacinto.
Otro caso sucedió en México, donde en la zona de inmigración del aeropuerto no dejaban ingresar a la sala de espera al maestro Andrés Landero, porque lo creían armado. Por más que lo revisaban algo le pitaba en su cuerpo. Al fin se dieron cuenta que era la hebilla de su cinturón, donde llevaba un ancla que siempre cargaba a todos lados.
(Continuará)
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