Por ALFONSO HAMBURGER
En aquel caluroso 1981, cuando llegué a estudiar comunicación social a la Universidad Autónoma del Caribe, en Barranquilla, yo tenía la balsamina enrollada en las orejas.
Era febrero y me perdía en la ciudad, porque vivía en el barrio Rebolo, en la parte posterior del estadio Moderno, zona caliente y futbolera. Me tocaba tomar dos buses, que para mí estado provincial era muy complicado, como me resultaba incierto hacer grupo en mi salón, por mi extrema timidez. No sabía metodología para hacer trabajos. Eso no lo dimos en el bachillerato. Y como no era yo solo el que me quedaba sin grupo, el profesor ordenaba que nos juntáramos quienes habíamos quedado como piezas sueltas.
Había grupos brillante y dinámicos que se conocían desde los pomposos colegios privados donde habían gozado de sus privilegios en el bachillerato.
Recuerdo a Beatriz Naar, Matty Gómez y a una muchacha que fue reina popular, que además de bellas, no bajaban las calificaciones de 4.8.
Yo, que venía de un colegio público de San Jacinto, dónde tirábamos piedras y perdíamos mucho tiempo en las huelgas, jugando fútbol y billar, me sentía realmente extraño y extraviado de profesión. Frente
tanta luminarias, yo no tenía nada qué hacer. Era tímido hasta para enamorar.
Cuando fuimos de excursión a Pueblecito, sierra Nevada de Santa Marta, en una clase de antropología con Toño Logreira, me le lancé sin remedio al amor inalcanzable de Jeanine Delgado, Nené, que nos tenía desquiciados a todos y quién iba a enloquecer a Edgar Perea, cuando la tuvo de subalterna en Radio Mar Caribe.
Mi desesperada y torpe declaración a Nené en plena selva fue el hazme reír de la excursión. Le dije que si me aceptaba la iba a poner a dormir en hamaca. Y ella, que era bella y de la flor y nata de la decencia, consideró que mi propuesta aparte de ordinaria era un atentado contra sus costumbres de mujer recatada y de clase alta.
– ¿Dormir en hamaca, Yo?
En cuarto semestre me arrolló un bus de Murillo y perdí a mis condiscípulas de ese primer grupo, hasta que Facebook nos volvió a juntar.
Así andaba yo, solitario y sin rumbo, por los pasillos de la universidad, con las manos en los bolsillos, hasta que una mañana ví a una hermosa mujer de pelo ensortijado y ojos gatunos, alta y caderona. Ella estaba con los codos apoyados sobre la verja que protegía el pasillo, mirando distraída hacía el vacío, en el cuarto piso. Me le acerqué, rompiendo mi timidez de aquella época y empecé a dialogar con ella.
Cuando me dijo que era de San Jacinto quedé helado. Rosario Meléndez Tapia, se me perdió algunos años. No sé sobre más detalles de aquel acercamiento, porque hay escenas que me son borrosas. Ella iba casi al final de la carrera y estaba muy bien relacionada.
Después coincidimos por algún tiempo en la cálida y estrecha sala de redacción del periódico El Universal, en la calle San Juan de Dios, en Cartagena, que reunió a algunos de los mejores periodistas del Caribe, cómo Luis Roncallo, Alberto Salcedo Ramos, Jorge García Usta, Gustavo Tatis Guerra, Jorge Escalante El Panty, Milton Pérez de La Rosa, Manuel Pedraza y a Germán Mendoza Diago.
Yo hacía la página judicial, aún era escurridizo y andaba detrás de la sangre.
Las tertulias que se formaban en el pasillo del balcón que conducía a la sala de redacción, con mirada a un jardincito, por dónde veíamos bajar las cuartillas para el levante de textos e impresora eran de miedo.
Rosario Meléndez, hoy mi comadre, pues fue madrina de mi matrimonio, dió el salto al periódico El Tiempo y desde entonces se convirtió en una de las mejores periodistas y relacionista del Caribe, ahora en la academia como jefe de prensa de la UTB, dónde cumple una maravillosa labor, siempre pendiente de sus colegas.
Es ella el alma y nervio de ese contacto tan necesario de la academia con el periodismo, organizando anualmente unos seminarios formidables con sus colegas e invitados especiales.
Después de la corta coincidencia en El Universal, Rosario se me perdió hasta que en uno de mis habituales extravíos, alguna vez que andaba de reportero por el hospital Universitario, me di de cara con la tienda San Jacinto. Resultó ser la tienda de su familia. El pueblo nos volvió a unir porque los Mochos no queremos fiesta con nuestro pueblo.
Y yo no quiero fiesta con Rosario, un nombre al que le seguimos cantando.