Rafa murió de tristeza

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Por: Alfonso Hamburger

Piero ha cometido una nueva pierada. Y esta vez se ha exigido al máximo para convencer a la vieja Rita de que, efectivamente, le robaron millón quinientos mil pesos de los tres que le dieron sus hijos en Bogotá para que volviera a levantar el negocio de las artesanías. Hizo todo un show. Se arrodilló, le besó la mano y lloró.  ¿Cómo justificar esta nueva pérdida? el resto de la plata se salvó porque aquella vez que le dieron burundanga en un bus, llevaba la mitad enrollada en los calcetines, entre los zapatos.

Mi tío Ramón, quien me acompaña frente a Rita, escuchaba impávido el relato de ella, quien asegura que a ese cuento le falta un pedazo. Piero había venido de Bogotá apenas ayer, por carretera, pues se había ido achacoso del Chikunguña, de  modo que el malestar del cuerpo no lo dejó quedarse tanto tiempo en la capital. ¿Acaso se había gastado la mitad en mujeres? El mismo Ramón sacó mentalmente la cuenta y después de rápidas deliberaciones con sus experiencia, se preguntó:

¿Caramba y cuántas mujeres se comió Piero para gastarse semejante cantidad de plata?, los polvos mas caros en San Jacinto cuestan 30 mil pesos. Recordemos que Toño Fernández pidió prestado, en unos versos, cincuenta centavos, hace 40 años “para matar a María Chiquita” en casa de Ramón Vargas.

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Ramón me dice que también lo cogió la bendita enfermedad, que tiene asolado San Jacinto y después de mirar con ojos de lagrimeo, duros y sensibles a la vez,  me confiesa: “después de la Chikunguña, no soy el mismo”.

De todos modos, nos fuimos a la casa de mi viejo y con Henry, rompimos dos meses de abstinencia etílica. Sólo fueron suficientes diez volantinas light para enderezar el cuerpo.

Al paso por la Boca del Puente, me acordé de Rafael Meza, aquel tendero eterno, de figura pequeña, de abarca y sombrero, de pelo duro y displicente, que hablaba poco. Aún queda el kiosco romboidal de la esquina, antes del puente, atestado de víveres, donde Rafa tuvo su negocio por los siglos de los siglos. Levantó su casa al lado, de material y de zinc, pegada al cañito de aguas fermentadas, de modo que desde las cinco de la mañana empezaba a vender por la ventana. Era un oficio duro, que lo llevaba hasta altas horas de la noche de pie.

Nunca lo vi en otra parte que en su tienda, siempre atareado por la nutrida clientela.

–         ¿Y Rafa?, le pregunté a Ramón.

–         Murió, uf, hace añales- , respondió, mientras echaba una mirada nostálgica al quiosco, todavía lleno de clientes, sobre los colgarejos del abigarrado articulaje popular. Esterillas, tarros de dulces, papel higiénico, rollos de cabuya, atados de café y panela.

Fue donde me contó advirtiéndome que nadie sabe para quién realmente trabaja. El buen Rafa, que jamás se le vio en parrandas ostentosas, ni fue mujeriego, siempre estuvo dedicado a su tienda, sin hacerle mal a nadie, pero tampoco que fuese tan bondadoso ni un Caribe expresivo. Más bien era un señor taciturno que hablaba sólo si le hablaban.

Rafa, me dice el contertulio, era tan ahorrativo y tan tradicional, que jamás consignó su dinero en los bancos. Lo iba guardando en su casa, bajo el colchón, hasta que el pueblo se descompuso y un día le allanaron; encontrando en su poder muchos millones de pesos. La autoridad, que buscaba chivos expiatorios y elaboraba falsos positivos para dar la sensación de que eran eficientes y le estaban ganando la partida a la subversión, consideraron que ese dinero era para patrocinar a la guerrilla. Lo metieron preso.

¿Y de que murió?, le pregunté a Ramón.

Y Ramón, quien viajaba a mi lado, después de escuchar la nueva Pierada donde Rita, esgrimió toda la tragedia del caso, miró por última vez el quiosco,  escupió espeso por la ventanilla de mi Cherry QQ y sentenció:

– El pobre Rafa murió de tristeza!

Cuando llegamos a la casa de mi padre, en la calle de Las Flores, en plena Bajera, le dije a Henry, mi hermano, que el periodista de la familia no debí ser yo, sino mi tío Ramón.

En menos de dos cuadras me había relatado la triste historia de Rafa, el de la Boca del Puente, pero lo que más me había gustado era el final, tan exacto como puntal en arena seca:

– ¡El pobre Rafa murió de tristeza!

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