Piero, el hombre más feliz de San Jacinto.
Por Alfonso Hamburger
Por fin le presté atención a Piero, después de tenerlo tantas veces frente a mí, jugando dominó, apostando a las buchácaras, en los billares poniendo a conferenciar las bolas de marfil, ajustándolas como a hermanitas; bebiendo cerveza fría en las cantinas, en las tardes de fútbol, en los sardineles, en los velorios, donde el Curita, en La Variante, o en esta finca esplendida que mi hermano Henry nos ha prestado tantas veces para el ocio y la parranda. Es el 30 de junio de 2019, celebramos el bautismo de Martín David y de Victoria. Estamos en la terraza de la nueva casa que nos aprestamos a estrenar. Al frente Piero escurre la botella de Wiski y Rita lo sigue con la mirada. Rita dice que ha recibido cuchillo por todas partes, en las tetas, en las piernas, le sacaron la matriz y los ovarios, ya van como siete operaciones, pero a los 77 años usa pata pata y su jopo sigue siendo reluciente. Ella sabe que jopo no es malo, que es apenas un moño de pelo en la frente. En cambio, Piero, con sus infatigables gafas medicinales, con sus ojos pequeños e inteligentes, nunca ojos muertos, trata de ponerle credibilidad a sus palabras. Apenas ahora, cuando está a punto de cumplir sus primeros ochenta años es que trato de tomarlo en serio. Y en verdad que no tengo la culpa. Piero se acostumbró a la hipérbole, a la exageración a propósito, casi que, a mansalva, en todos sus actos cotidianos, como si fuese un Alejo Durán o un García Márquez adelantado, de chispa genuina. Por eso, por abusar de sus recursos narrativos ya no le creíamos, pero esta vez era yo el que estaba dispuesto a sacarle las tripas. Cuando se vino de Bogotá con familia y todo, a poner una panadería en San Jacinto, se trajo dos vicios, o más bien hábitos. No sé si vicios buenos o malos, simplemente hábitos. Uno ser aficionado de Millonarios, donde fue alero izquierdo de raya, de los genuinos, tipo Ringo Convertí o Willington Ortiz. Y el otro ser lector infatigable de El Tiempo. Nos contagió a todos de Millonarios, pero con el tiempo, cuando fuimos creciendo nos dimos cuenta de que teníamos otras opciones. La mayoría terminamos siendo hinchas del Junior de Barranquilla y él, Piero, terminó rendido en El Heraldo. Desde las seis de la mañana está sentado en una mecedora forrada con un pellón de colores, con un termo de Café, en la puerta del Almacén Bogotá- así se llama su venta de artesanías en San Jacinto- y con El Heraldo explayado ante sus ojos. A las diez de la mañana ya se ha leído todos los periódicos, entonces se va para la calle a jugar cartas, dominó o a beber cerveza. Cuando no está leyendo la prensa- nadie se lo gana en una discusión- mi tío Piero está encabezando una hamaca. O está manejando un carro viejo. Jamás le conocí un auto que no fuera viejo.
Esta vez, en este treinta de junio, no solo yo, sino José Wilfrido le hemos prestado interés a Piero. ¿Cómo fue eso de que fue alero izquierdo en las divisiones inferiores de Millonarios?
Rita Tapia de Fernández, el amor de Piero.
La historia remota comenzó en El Chorro, un monte ajeno, donde mi abuelo Albertico Fernández Diaz, el papá de Piero, cultivaba pan coger en tierra prestada. Lo que fue Tío Ramón y Piero fueron niños de monte adentro, de cazar pájaros, de poner jaulas, de andar en el anca de los burros, sembradores de tabaco y todas esas vituallas. En cambio, a Nando nunca le gustó el monte y en la primera oportunidad se fue en un camión de ganado a Baranquilla, después a Bogotá y de allí a Nueva York, donde escapó a dos atentados a las Torres Gemelas. Andrés, que murió en un accidente en una línea férrea y Enrique, también fueron hombres de montes, de andar con cosas solas.
Mi abuelo se iba de viaje, a recorrer la costa en burro, comprando y vendiendo cosas, espantando al gritón del otro mundo en los caminos reales, curándose el mismo de las picaduras venenosas de serpientes amargas. Cuando se iba dejaba a abuela Tera preñada y cuando regresaba ya el niño caminaba. Eso sí, cuando regresaba, después de darle varias vueltas al mundo, espantando brujas que se le atravesaban en el camino y verseando con Juancho Polo Valencia, la casa se llenaba de alegría, porque llegaba cargado de frutas y gallinas. Traía los burros cargados de todo. Y como abuelo era muy irresponsable, desde niños la prole tuvo que ganarse la vida trabajando en el monte, sin la alimentación adecuada, aunque no pasaron hambre.
Piero, a los trece años, tomó la decisión de abandonar El Chorro, la hacienda donde les permitían cazar pájaros y sembrar yuca y tabaco, pero eso no era suficiente. A esa edad puso tierra de por medio y se fue a Codazzi, donde la gente se iba a coger algodón. Era tan delgado que el jefe de cuadrilla no creyó que aquel niño tan raquítico, pero despierto y de ojos vivaces y pequeños, no creyó siquiera que Piero iba a poder soportar el arrastre del saco. El primer día estuvo a punto de desfallecer ante la rasquiña de la mota, el sangrado de sus manos y la piquiña de aquel sol extraño y caliginoso. La mayoría de recolectores, hombres ya con responsabilidad, armaban su algarabía cuando hacían el pesaje, ya por la tarde. Se ponían en competencia y cada pesaje era una celebración o abucheo. Había premio para los mejores. Piero fue el último, pero al menos sus compañeros fueron condolidos, y las rechiflas se convirtieron en palmaditas de aliento en la espalda . Poco a poco fue avanzando en la destreza con la mota, hasta que se ubicó entre los primeros. Eran tiempos en que no había más contacto con el mundo que el sonar de la chicharra, el canto de los pájaros, el roce de la lona con las matas secas de algodón y uno que otro avión de propulsión a chorro que hiriera el horizonte a pleno medio día, o en la tarde, especialmente el que pasaba a las cuatro en punto, infaltable, que les anunciaba el fin de la dura jornada.
– ¡Oye el pendejero! Gritaba alguien del pelotón.
Todos, como en un pase de ballet, levantaban la mirada al cielo y dejaban la recolección, entonces emprendían el retorno a los campamentos en fila india, a pesar la mota y a dormir. Nada más. No sabían si era lunes o martes. La rutina era trabajar. Piero supo que era noviembre porque un cartagenero se puso nostálgico de su tierra, entonces cayó en cuenta que en aquella ciudad celebraban su cumpleaños, con un reinado de belleza. Había nacido el 11 de noviembre de 1939, era el año 54, y estaba cumpliendo sus primeros quince años, de modo que invitó a sus amigos más allegados al pueblo más cercano a comer. Nunca había comido a manteles. Lo primero que le pusieron fue una suculenta totuma de sopa salada de tres carnes, al fin de la cual quedó lleno. No se había recuperado de la hartura cuando la mesera le encimó un plato de los hondos con arroz con frijoles cabecita negra, con tajadas de plátano maduro, carne en bistec, ensalada de repollo y remolacha, y un vaso gigante de guarapo. Pensó, al ver el enorme plato frente a sí, que la mesera se había equivocado.
– Es el seco, es para usted, le dijo
Y Piero, sin creerlo, se empaquetó aquella comida, como nunca la había visto en su vida. Mamá Tera siempre tenía que ser ingeniosa en la distribución de media libra de carne que compraba a diario en la tienda de Rafa el de la Boca del Puente para nueve o diez bocas, que a veces eran más, porque siempre, además de los siete hijos, se arrimaban Manuel, un hermano del abuelo, quedado y asmático que había regresado a morir en San Jacinto después de darle varias vueltas al mundo en su burro y Saúl, un medio hermano de ella que se había vuelto loco y después se ahorcó. La primera vez que Saúl se volvió loco lo vieron tratando de enlazar la luna de la laguna de La Bajera a prima noche, metido al agua hasta la cintura.
De modo que Piero, después de aquella hartura del 11 de noviembre de 1954 , a sus quince años, pegó un salto de felicidad y sentenció que no volvería jamás al Chorro ni a recoger sus pasos. No volvería a aguantar hambre.
Después se fueron a la zona bananera, donde el jornal sabanero, especialmente al montañero, era muy apetecido. Se decía que el nativo del Magdalena era flojo, por eso la gente sabanera fue penetrando hacia esos lados y fundaron el Difícil, en el valle de Ariguaní. Los tres hermanos, Enrique, Piero y Andrés, se emplearon en Ferrocarriles de Colombia. Andrés murió una tarde en que iba inspeccionando las líneas férreas y una babilla se atravesó en los rieles del carro que comandaba. Un golpe en la cabeza lo mató. Mientras el cadáver era velado en Curumaní, mi madre festejaba, sin saber, a 300 kilómetros, en Bajo Grande, con una extraña alegría. Ya en esos tiempos, Piero, que era despierto e imaginativo, no quiso subirse en la avioneta que llevó el cadáver hasta el aeropuerto del Carmen de Bolívar, para sepultarlo en San Jacinto. Mientras Enrique acompañaba el féretro, Piero decidió viajar por tierra, tras advertir:
– ¿Qué tal si se cae la avioneta y no queda no uno vivo?
Aquella filosofía la había tomado del viejo Albertico, quien prefería viajar de tarde, porque llegaba primero que los que madrugaran al día siguiente.
Piero ( sin gafas, cosa rara) y este periodista, el pasado 30 de Junio en la Viña de Hamburgo.
Fue allí, en la zona Bananera, donde Piero tuvo su primer contacto con el fútbol, porque armaban equipos de descamisados por las tardes, a la orilla del río, en canchas donde la arena daba hasta los tobillos, pero la muerte de tío Andrés lo desmotivó y se alejó de aquellas tierras. Henry se quedó en Sevilla, donde tuvo sus hijos, se jubiló y hoy vive en Santa Marta, muy feliz.
Después de ese corto recorrido, viene la pregunta de José Wilfrido, que como era eso de que había jugado en las divisiones inferiores de Millonarios, pues con lo embustero que es, nadie le creía.
Piero escurre la botella de wiski, sirve el trago a todos- porque es buen pitcher- se acomoda las gafas y sigue.
— Me casé con Rita la jopo lucio y nos fuimos a vivir a Bogotá.
Y así fue, que, a la edad de 25 años, ya muy viejo, comenzó su accionar en el fútbol bogotano.
En este momento de la historia los ojos de Piero brillan de la emoción, casi al borde del llanto y se confiesa:
– No milité al fútbol profesional porque llegué cuando ya todos los de mi época se habían retirado, llegué viejo.
Pero eso sí, está seguro de que nació siendo futbolista. Nadie le enseñó a patear. La primera vez que lo hizo lo hizo bien. Fue un alero izquierdo de raya, de fuerte chut y pegajoso en la marca, como los futbolistas de hoy, que cumplen doble función.
Ya casi al borde del llanto, confiesa que su niñez se la gastó en el monte, cazando pájaros, limpiando cercas, matando patocos y cascabeles. vadeando arroyos, subiendo montes embarbascados, sin patear jamás un balón.
Pero en Bogotá, ya con hijos, conoció a Jaime Arroyabe, el zar del fútbol y microfútbol en Cundinamarca y le cayó bien. Jugaba en Grasco, la empresa de aceites donde trabajaba Nando, en Colombiana de Fútbol, en la Selección Cundinamarca y cinco equipos más. Tenía una colección de camisetas. Cargaba varias en la mochila y llegaba a los partidos con los uniformes en la mano, la pantaloneta universal y lo metían, aunque el partido estuviera terminando. Arroyabe lo tenía previsto para Millonarios, pero debía primero defender los colores de Cundinamarca. Así se hizo, pero en el primer partido le tocó como marcador un negro brioso y fuerte, altísimo, de ascendencia Guajira, quien lo cargó varias veces, dejándolo tirado en el piso. Confiesa que después de la salvaje cargaba, con desmedida fuerza, veía las puertas como a un kilómetro, el mundo le daba vueltas. Lo llevaron al médico y le descubrieron una miopía congénita, le pusieron gafas, entonces le colocaron el remoquete de Piero, por el tremendo parecido con el cantante argentino.
No tuvo para una operación que le permitiera seguir jugando sin gafas, puso una panadería, se en mancornó con Julio Fontalvo, con quien fundó Los Cañaguateros, hasta que Pedro García lo inmortalizó en un saludo de la versión Vendaval, al lado de Rita Tapia, la jopo lucio.
Después de doce años en Bogotá, se vino a San Jacinto en 1972, donde montó una panadería y después una venta de artesanías en La Variante, la que bautizó como Almacén Bogotá. A todos sus hijos les dicen Los Piero. Perdio su apellido original, siendo abuelo consagrado de Piero, uno de los artistas urbanos mas queridos de Cartagena.
Nunca se separó de Rita, pese a los variados inconvenientes, porque es un hombre muy mujeriego.
Y lo más importante, antes de irse detrás de Rita y tras dejándonos viendo un chispero, confesó:
– ¡Soy un hombre muy feliz, el más feliz del mundo!