Las aventuras del Cacique de Naranjal.
– Historia de una saga familiar, escrita como un original testamento entre Ovejas y Bogotá.
José Ramón Mercado y el autor de esta crónica, durante el ultimo festival de gaitas en Ovejas.
I
–¡Ramón!, ¡Ramón!
Al escuchar su segundo nombre, más sonoro que el primero (José) el muchacho no estuvo seguro de que se tratara de él. Acababa de apearse del camión lechero que lo había llevado desde Sincelejo y apenas se sacudía el polvo del camino destapado que le invadía hasta el alma. Por su maleta, una caja de cartón, se delataba su origen humilde, en la que llevaba el cartón de bachiller del Seminario de Corozal, el conjunto de graduación conformado por una camisa blanca, entero azul y corbata roja, amén de otras mudas no aptas para el frío de Medellín, ciudad misteriosa para el provinciano costeño.
En verdad no creyó mucho en que fuese a él a quien llamaban, porque estaba preso del pánico y de la angustia. Su mente lo llevó inmediatamente a Barranquilla, donde un asaltante que lo llamó por su propia gracia, lo dejó sin un peso en el bolsillo, tras ofrecerle un pajarillo con su jaula, a los ocho años. Le hicieron el juego del bobo, lo que sumado a la dureza de un padre severo, amargo, lo habían convertido en un muchacho pajarero, que veía el fantasma de su pasado en cada esquina.
De todos modos, José Ramón Mercado Romero, como es su gracia completa, terminó de sacudirse el polvo del camino herrumbroso metido en sus ojos y en su boca, en las orejas, se sacudió el fondillo, ladeó su cabeza y alcanzó a ver que el taxi desde donde habían pronunciado su nombre reculaba hasta donde estaba con su cajeta de ropa, impertérrito. Un ángel, como tantos que se le aparecerían desde allí en adelante, rumbo a Tunja o Bogotá, se acercaba. No estaba seguro si era Tunja o Bogotá, hasta allí no sabía exactamente hacia donde se dirigía. El tipo Era el manager del equipo de béisbol de la Costa, donde se desempeñaba de “utility” , el que recogía los bates, las bolas y las manillas. Aquella aparición, en una ciudad fría donde lo acababa de dejar un carro lechero hacia segundos, fue providencial.
Había salido el 16 de febrero de 1959 de Ovejas, Sucre, con 170 pesos en el bolsillo, rebuscados gota a gota, centavo a centavo. El primer tramo a Sincelejo fue duro, pero más duro su periplo a la ciudad de la Montaña, entonces gélida y distante. Había pagado veintidós pesos en aquel vehículo lechero que pernoctó en Caucasia alta la primera noche, después del madrugonazo del diablo en Sincelejo. Se estaba congelando, de modo que metió sus manos debajo del cuerpo para calentarse, pero así no podía conciliar el sueño, despertándose 17 veces, hasta que en la madrugada oyó el tintineo del vendedor de café, que iba por la calle brumosa como un fantasma. Se tomó cinco tintos seguidos de a chivo, antes de que el conductor se despertara.
Una de sus tácticas para ahorrar dinero en el incierto viaje, era aborrecer la comida, haciéndose la idea que no sentía hambre, pasando al bateador feroz de sus vísceras en bases por bola intencionales, hasta que se llenaron las almohadillas, con cuenta máxima para pitcher y bateador. Fue la primera vez que comió perico, creyendo que se trataba de loritos pequeños, ofrecido por el chofer, condolido con el muchacho hambriento y taciturno, de aspecto psico rígido, producto de un padre amargo y severo que jamás se fraguó chanzas, abrazos ni mimos. La madre, que había anunciado su muerte con precoz incertidumbre, lo dejó a los cuatro años.
Aquel ángel de la bomba de gasolina en Medellín se lo llevó a su pequeña pieza para darle calor, porque estaba entumecido del frio y harto del polvo y la arena. La pieza era tan pequeña que a duras penas cabía la camita, debajo de la cual metían los zapatos, maletas y enceres, para provechar el mínimo espacio. Su amigo beisbolista vivía allí con su mujer. Le cedió un pequeño patio para que se sacudiera el polvo y se cambiara de ropas. Después lo llevó donde un amigo soltero para que pasara la noche en un cuarto parecido al anterior, pero antes fueron por una maleta. Aquella cajetilla de pobres no era una carta de presentación para llegar a Tunja o Bogotá, donde José Ramón Iba con la intención de matricularse en ciencias sociales. Por la maleta se conoce al pasajero, le advirtió el amigo, nada de eso que lo hacía parecer un mendigo. Llegaron a una compra venta, donde vieron muchas maletas, de distintos colores y precios, todas salidas del presupuesto del imberbe muchacho, hasta que regatearon la de menor valor, tasada en 80 pesos.
Era una maleta de fabricación paisa, en cuero amarillo, con correas y correderas, que más bien parecía un acordeón. Al fin la llevaron por 70 mil pesos, donde acomodaron el cartón de bachiller, el conjunto azul de grado y otras paladas de tierra.
A la una de la madrugada del 18 de febrero de 1959, dos días después de haber salido de Sincelejo y tres de Ovejas, el amigo manager, quien se había ido a probar suerte a Medellín, se presentó en su taxi a despertarlo, para llevarlo a la flota Bolivariana, que zarpaba a Bogotá de madrugada. Pagó 28 pesos, más los 22 en Sincelejo, ya sumaban 50, más la maleta 70, le quedaban en el bolsillo menos de cuarenta pesos, porque a la salida de la ciudad de Sincelejo, había adquirido algunas cosas de aseo personal y cuatro pantaloncillos Yogui, una marca desparecida en el Mercado, que eran largos y cómodos. El frio lo azotaba como un latigo, de modo que en un pueblo alto en el camino arriba, adquirió una manta por 15 mil pesos. El presupuesto se le agotaba.
Llegó de noche a la fría capital, con 10 peos y 40 centavos. Estaba tan aturdido que en el primer taxi no supo la dirección. Se apeó y empezó a preguntar que si se podía ir a pie hasta el centro, para ahorrar la plata. Imposible, le dijeron. Le quedaban tres pesos y 40 centavos. El taxi le costaría seis pesos, pero calculó que si le entregaba los pantaloncillos al chofer, que le habían costado 4 pesos, podía salvar la tarifa. Y así lo hizo.
Se subió con la esperanza de llegar a tiempo, su primo o su hermano, en realidad no sabía muy bien qué relación tenía con su sangre el hombre que debía recibirlo y cuya dirección no hallaba en la maleta, de lo aturdido que estaba. Mientras viajaba en pensamientos que los llevaban a su infancia en Naranjal, la muerte prematura de su madre, la amargura de su padre severo, sus 47 hermanos analfabetas, se le ocurrió preguntar al chofer por dónde iban.
– ¡Séptima con sexta!, dijo el chofer.
Fue allí donde se le iluminó la memoria. Haciéndole el aseo, acotejando las cosas de una prima a la que le iba a pintar la casa en el último diciembre, de la aristocracia ovejera, abrió una especie de agenda mecánica y en la esquela vio aquella dirección que nunca olvida, Ignacio García Manjarrez, carrera 7 No 6- 148 Teléfono 66120, Bogotá.
– ¿Usted sabe dónde queda la Droguería San Jorge?
Eran varias coincidencias a tutiplén, juntas.
– Claro… ¿por qué no me dijo?, la acabamos de pasar, dijo el chofer, pero ya no podían retroceder, de modo que el tipo giró por la sexta, pasó un parque, después la casa de los presidentes y volvió a la Droguería. En todo el trayecto José Ramón iba rezando. Era sábado y de no hallar la droguería abierta, quedaría desamparado y sin un solo peso en aquella cenicienta, grisácea y gélida ciudad desconocida, donde Gbao se sintió siempre extranjero.
Aquella figura afortunada, elegante, aristocrática, no se le borró nunca jamás. El hombre, alto, con movimientos artísticos, estaba bajando la persiana, tipo estera, que sellaba la venta. Faltaban quince minutos para las once de la noche de aquel sábado de febrero de 1959. Cuando vio la figura de Ignacio el alma le vino al cuerpo, sus rezos- para los que tenía poca memoria-, habían dado resultado. Su primo o su hermano- aun no sabía quién era el hombre que lo iba a recibir- tenía prisa, porque le quedaban pocos minutos para llevar los talonarios que había sellado en el juego del Cinco Y seis, que recibía el inventario hasta las 11:30 PM.
– ¡Ramón, gritó el hombre elegante, dejando la persiana a medio metro del piso, enganchada.
Fue a recibirlo al taxi con un billete de diez pesos en la mano. Le dio un abrazo y lo invitó a entrar. Le cedió un cuarto y un baño para que se cambiara y ordenó a su secretario para que llevara la venta del Cinco y Seis.
José Ramón se bañó con agua tibia, pasó un paño húmedo a sus zapatos y se puso el traje con el que se había graduado, el único que servía para entrar a Bogotá.
Cuando García Manjarrez lo vio parado frente al espejo amarrándose la corbata roja con el lazo de corazón, le lanzó un piropo. El tipo era otro! Ya era todo un cachaco!
La noche era de ambos con todos sus arrestos. Fueron a un sitio a comer la comida francesa que le gustaba al anfitrión. Ramón, como buen provinciano, pidió la comida más barata, pero el hombre, de quien aún no sabía muy bien el parentesco, insistió en la más costosa, igual cuando Ramón pidió aguardiente y no otra cosa para beber. Comieron, bebieron y lloraron hasta el amanecer del 19 de febrero, porque en el relato descubrieron que habían amamantado de la misma teta. En realidad eran primos cercanos, pero el chupar la leche de la misma mujer, Aura Romero, los hermanó para siempre.
La mamá del anfitrión no dio leche al parirlo, en cambio, Aura, quien había parido a Hugo, su primogénito, tenía leche para alimentar a un ejército. Ella se los ponía a los dos a la vez y García Manjarrez era tan glotón que con una mano trataba de apartar a su adversario legítimo.
Paradójicamente, Hugo, el primogénito de la familia Mercado Romero, fue el primer muerto de la estirpe, por eso, cincuenta años después de aquel aluvión que se lo llevó al lecho del rio, convirtiendo la cabina del camión en su propia tumba, entonces todo se le convirtió en una fecundidad poética, entonces se convirtió en el narrador de su propia zaga. ( continuará)