Mario, el gladiador de la sonrisa imborrable

Una memoria para siempre al cajero eterno

Por: Alfonso Hamburger

Mario, el gladiador de la sonrisa imborrable
Mario, el gladiador de la sonrisa imborrable

I

Ayer apenas estuvimos sembrando en Corozal a un hombre grande. Es uno de esos bocados de carne, hueso y cartílagos, de nutrientes, que pocas veces la tierra traga por estos lares, cundidos de parapolíticos, dirigentes corruptos y gente de mala leche. De gente común que se muere todos los días sin dejar huellas. Mario de Jesús Paternina Payares, en cambio, era un ídolo, un rey sabanero. Y como todo genio, nos jugó la trastada de morirse en pleno festejos de velitas, cuando todos los caminos se cerraron en la búsqueda de una UCI en la que se le hiciera un lavado renal. Murió envenenado con su propia sangre, aun siendo portador de una disciplina extraña de médico de su propio cuerpo.   Mario era desproporcionado en todo, más allá de su amplia sonrisa, incluso hasta en contar con cuatro riñones, que a la postre cayeron destrozados por el maldito Chinkunguya y una bacteria que debió matarlo desde el domingo. Eran riñones grandes, pero no por grandes y de cuatro chorros, invulnerables a las enfermedades renales. Mario se nos fue de repente y digno. Nadie jamás lo pudo meter en cintura e hizo lo que quiso y murió como había pregonado, joven y con las botas puestas.

Numas Armando Gil, quien me dio la macabra noticia, sentenció sin tapujos que Mario sigue vivo, pero que nos ha matado con su partida, a todos sus amigos. Y el carnaval, se ha quedado sin uno de sus grandes protagonistas.

II

Los signos de la naturaleza fueron inequívocos. El cielo se eclipsó en toda la sabana, pasó de claro veraniego a un pardo oscuro repentino  e invernizo y las lágrimas de sangre golpearon sobre el parabrisas de los automóviles. Siempre llueve cuando muere uno de los grandes. Así pasó en el sepelio de Armando Contreras, en Chochó.  Mario  Paternina era un líder descomunal de la música y nosotros sus amigos y seguidores,  quedamos huérfanos.  Las diez o vente cuadras que coparon su sepelio, no sé exactamente cuántas, fueron la respuesta de ese querer estar en un Adiós eterno. Era como si todos quisiéramos detener el tiempo y engullirlo en nuestras manos, tener el poder de Jesús, para levantarlo de ataúd. La Iglesia San José de Corozal, con su arte gótico y sus vitrales de colores, se quedó pequeña para quienes llegamos tras su cadáver, que desde esa caja negra, que fungía pequeña para su grandeza, parecía continuar su don de mando. Su sonrisa imborrable, trascendió el dolor y se esparció con las ventoleras de diciembre. La caminata por su Corozal del  Alma, en una tarde fresca, sirvió para revisar nuestra cultura musical quejosa, herida.

Adolfo Pacheco, hizo un gran esfuerzo para seguir el paso y pronto regresó a San Jacinto, cojeando, sin escuchar su hamaca grande, una de las canciones preferidas de Mario, cantada en la puerta del cementerio. Felipe, su hermano inseparable, quien entró en shock desde que se supo la noticia, se había negado a verlo en esa caja negra. Recién operado de la cadera, al final aceptó acercarse hasta el velorio en el interior de un auto, hasta donde desfilaron centenares de personas a darle el abrazo solidario. Mario nunca le falló, solo ahora con esta jugada de la muerte. Lisandro Meza, tampoco pudo bajarse del auto en el que iba con la Niña Luz, cuando lo llamaron para el homenaje. También está dolido de sus piernas.

En las escalinatas del cementerio, ocho acordeonistas, con las voces de Carlos Pérez y Kay Piedrahita, interpretaban Resignación, de Máximo Móvil,  “Si la vida se comprara para tener de repuesto yo compraría una bien fuerte”, “La hamaca grande” y los versos  “del amor amor”, con el que fue internado en el panteón (donde la vida se vuelve nada), en medio de llantos quedos, música y aplausos. Igual le pasó a Nilson, el hermano menor de los Paternina, quien recibía abrazos en medio del llanto. En la mitad de la calle. Estaba lesionado de un pie, mientras José Alcides, el otro hermano, trataba de abrazar el cadáver con caja y todo. Estuvo a punto de desmayarse.  En la puerta del cementerio, un carro dejaba tronar su pasa cinta con canciones del Binomio de Oro, conjunto que Mario ayudó a forjar, cuyas notas nítidas, hacían más pesado el ambiente, en un estado agridulce, al que ya no podemos acostumbrarnos, porque pasamos muy rápido del fandango al velorio.

III

Mario Paternina le temía al agua fría y no le gustaba hacer cola, por eso había delegado a Beatriz Pérez Luna, con quien convivía desde hacía 24 años para que se fuera preparando a reclamar esa especie de limosna que el Colpensiones les da a aquellos colombianos que no alcanzaron a cotizar para una pensión completa. Había cumplido 59 años el 19 de noviembre y ahora, aquejado por una patología extraña, que había estudiado minuciosamente (tenía cuatro riñones), festejaba con comida. No tomaba ron ni comía carnes rojas ni bebía leche. Paternina, con su temperamento y aquella convicción de no agacharle la cabeza a nadie, no estaba hecho para rogar al Gobierno que le diera para pasar su vejez. Además, siempre decía que se iba a morir joven, que no iba a llegar a viejo.

  • Cotiza aunque sea para el mínimo, que eso te sirve para tus gastos personales.

Le aconsejaba Beatriz, pero Mario era tan autónomo en sus decisiones y tan radical, que siempre le llevaba la contraía, aunque con su actitud atentara contra su propia vida. Así fue cuando se fue de Telecom, lo mismo hizo cuando dejó de ser profesor en La Normal Superior de Sincelejo o se fue de La Universidad de Sucre, pero la salida más extraña, fue cuando dejó al Binomio de Oro, en el mejor momento del conjunto y cuando Rafael Orozco lo tenía como al hombre de confianza, en quien dejaba el volante de su automóvil particular y a quien encomendaba  a Clara Cabello,  su esposa, cuando iba de compra a los supermercados en Barranquilla. Mario manejaba el coche de Orozco y era el encargado de apaciguar los pleitos que Rafa e Isra armaban en los partidos de fútbol, por las discusiones ante una jugada dudosa. Rafa lideraba un onceno e Isra otro, en las prácticas.  Les hacían ronda para que se desquitaran a muñeca limpia, pero no se daban en la cara, debido a que por la noche debían estar impecables en las casetas. Duraban hasta quince días bravos, sin dirigirse palabra. En las presentaciones, Rafa le mandaba  a decir con Mario a Isra:

  • Dile a ese HP, que vamos a tocar las siguientes canciones.

E Isla le respondía.

  • Que me diga el tono el desgraciado.

Pero después venia lo bueno. Cuando se reconciliaban, se abrazaban, lloraban y festejaban. Iban al mejor restaurante con el resto de muchachos a   festejar una nueva etapa de reconciliación y paz.

IV

Aquella mañana del sábado siete de diciembre, en víspera de velitas, Mario Paternina, empezó a morirse. Beatriz lo supo cuando tuvo que  bañarlo en sus brazos, como si fuese su bebé. No había dormido la noche del viernes. Se revolvía en la cama, se paraba, trataba de ir al baño, pero ya no orinaba, solo algunas gotas que tenían la contextura de la sangre. La cama no le alcanzaba para su desvelo.  Él le rehuía al agua fría y pese a que ella se la puso tibia en el fogón por la mañana del sábado solo aceptó que le echara algunas totumadas en la espalda. Tiritaba del frío a cada totuma. Allí fue donde ella observó que tenía manchas extrañas en el cuerpo.  Un mes antes lo había atacado el maldito Chinkungunya, una enfermedad viral que el Gobierno anunció en pancartas públicas como si se tratase de una campaña de expectativa de un producto novedoso o quizás como el anticipo de una modelo de África en las fiestas de Cartagena.

Yo me había dado de frente con la palabreja cuando íbamos a la playa de manzanillo, en el Foro de Electricaribe, en octubre. Cuando el bus pasó el sector de Arroz Barato, vi la pancarta, pero jamás pensé que esa palabra iba a tener que ver en la muerte del mejor cajero del mundo y uno de los más grandes animadores del carnaval. Incluso, se especula que este es un virus enviado por los grandes laboratorios para distraer la atención sobre las niñas que se desmayan en El Carmen de Bolívar. El día de su natalicio lo llamé desde mi noticiero, como siempre. Le dije al aire que tenía tres amigos en el mundo y que uno de ellos era a  quien tenía en la línea, desde Corozal. Dialogamos unos quince minutos, le cantamos el Happy B-day y al final nos confesó que acababa de pasar la enfermedad, que lo había sometido ocho días a la cama. Que era una vaina maluca, quiebra vidas, que no se le había partido el pene porque este músculo no tiene hueso. Nos fuimos en risas y festejos. Esa enfermedad, dijo, no se la recomiendo ni a mi peor enemigo.

  • Cuídate, Mario, que esa vaina regresa y cuando regresa es para cantar victoria. No te vayas a morir, amigazo, le dije, te necesitamos.

En las quince horas de programación que le dediqué en la emisora cultural de la Universidad de Sucre, desde las tres de la tarde del ocho de diciembre solo una hora después de su muerte hasta las seis de la mañana del martes 9, fue donde vine a percatarme de la extraña coincidencia. Todo lo habíamos dicho en nuestra habitual mamadera de gallo, pero habíamos referenciado la muerte. Y la muerte, vino fue por él.

El martes por la tarde, cuando moría el sol triste por el Oeste de Corozal, sobre la torre altiva de la iglesia y en la ciudad caían lágrimas de sangre, en medio de la música del Binomio de Oro que se despendía de un auto con las puertas abiertas- cuando la gente se dispersaba del cementerio-, Jaime Úrsula Torres, me advirtió el detalle. Había escuchado la noche anterior la repetición de su última entrevista:

  • ¡Mario, no te vayas a morir todavía!

¡La mamadera de gallo pareció premonitoria!

V

Con su risa intacta, Mario Paternina, se tiraba de la cama bien temprano, con las gallinas, porque era un tipo hiperactivo, que no se quedaba quieto. Le gustaba entrar en la casa de los vecinos a darles los buenos días y a tomarse el tinto cerrero. Su vecino, José Paternina, de 86 años, a quien la noticia había cogido en San Pedro, está por estos días cagado del susto. En los últimos meses, apenas cantaba el ave agorero por los andurriales del vecindario, decía:

  • ¿Óyela, a quien se llevará esta vez la ganchuda?

Era entonces cuando venía la broma.

  • Si yo me muero primero que tú te llevo, decía Mario.
  • Y si yo muero primero te llevo a ti, respondía el viejo.

Sin duda, el más comprometido con este juego, era el viejo, que ya andaba achacoso. El chinkungunya ya llevaba una larga lista de ancianos que no le aguantaron el tren y el viejo vecino estaba achacoso. Sucre lleva más  de 15 mil contaminados. En el sepelio había tres ataúdes, en dos estaban hombres anónimos, uno de ellos era un joven de 23 años, atacado también por el virus. Por todos en Corozal ya iban 6 víctimas de esta enfermedad, que parece el mejor disfraz del carnaval.  Nadie pensaba que Mario se iba a morir tan joven y tan sano y por eso, quienes alcanzaron  dialogar con él horas antes de morir, jamás le creyeron que estaba mal. Luis Pérez, de sus mejores amigos, quien lo llamó desde Barranquilla, fue uno de los que no creyó en sus palabras.

La que si creía que podría morir, era Beatriz, su mujer, quien desesperada, llamó varias veces a Felipe, el hermano inseparable,  quien tampoco pudo hacer nada, porque se encontraba en recuperación de una cirugía en la cadera y no podía caminar.

Esa mañana, Beatriz le preparó unas sopitas de pollo, pero Mario solo se tomó tres cucharaditas.  Después le hizo un jugo de naranja, pero la vomitó. En el baño tuvo que cargarlo, porque ya no podía con sus pies, fue donde el mismo confesó que estaba mal, entonces se fueron a la Clínica Santa María de Sincelejo. Lo llevó vivo y lo trajo muerto al día siguiente.

VI

Ahora Mario, mi mejor amigo, mi hermanazo del alma, está muerto. Lo veo y aun no lo creo. Nadie lo cree ni lo entiende. Iban  a ser la doce de la noche del lunes ocho de diciembre. Me sorprendió que no hubiese una multitud acompañando a Beatriz como me había imaginado. Paternina era toda una celebridad. Ya era muy tarde, el martes era laboral, y lo habían regresado a Corozal a las seis. Ya casi todos se habían ido. Soy pendejo para los pésames. No sé expresarme. Las piernas me temblaron cuando entré en la casa que está en la línea de los aviones, frente al aeropuerto Las Brujas, detrás de los pasteles de Olga Piña. Vacilé y me sentí naufragar en la sala.

El ataúd me pareció demasiado pequeño para un hombre tan inmenso. La viuda estaba serena, custodiando a su amado, en medio de una ronda de familiares y vecinos. La abracé y alcancé a balbucir unas palabras torpes, pensando en que ella no iba a creerme el sentido pésame, que  en muchas partes es un lugar común, como los felices  años nuevos entre los pitos despidiendo el año viejo. Iba helado de pies a cabeza, casi al borde del desmayo,  cuando la abracé y ella, con mucha seguridad, me dijo:

  • ¡Ya te extrañaba, Mario decía que tú eras su mejor amigo!

Aquellas palabras tan sinceras me devolvieron el cuerpo al alma, entonces dije, un poco con más seguridad, casi en el llanto:

-¡No era mi amigo, era mi hemanazo querido!

La abracé un rato eterno, sin decir nada, entonces la dejé para verlo por última vez, porque no volví a hacerlo antes que lo sembraran. Ahora lo veo todos los días, como si viviera entre nosotros. Estaba intacto y fresco. No tenía las gafas elegantes que se gastaba y su rostro era sereno. Estaba recién afeitado y lucía una bata blanca hasta el cuello, simulando sus mejores tiempos de monaguillo, sí porque nuestro gran filósofo fue un proyecto de cura. Estaba más blanco que nunca, casi color tiza. Y no era, precisamente, un disfraz del carnaval. Mario estaba muerto, pero nadie lo creía.

Esa fue su primera intención, convertirse en cura, pero Mario no sabía estar quieto en una sola actividad y la música pronto lo llevó a los brazos de la primera mujer, con la que tuvo sus primeros hijos. Adrián Villamizar, el ángel Bohemio, quien tiene el ego tan grande por ser vallenato y argentino a la vez, me dijo al enterarse, casi un mes después, que Mario Paternina era un espíritu renacentista: todo lo hacía bien. Y yo que lo sabía, pocas veces se lo decía, para no desbordar su ego. Y como se había refugiado en sus propios proyectos, ya no tocaba la caja profesionalmente ni hacia hijos, le decía:

  • Hacías dos cosas bien hechas, tocar la caja y los hijos, pero hoy eres un hombre desmovilizado en esos asuntos.

Sin dejar de reírse, sin botar la piedra, solo se reía. Era un flojo inteligente para quien era muy difícil hacerles el redoblillo de las orejas a los hijos. ¡Que vaina tan jodida!

VII

En este primer carnaval sin él, vuela mi mente, revisando el pasado. Mario era mandón sin altanería. Ahora que estoy aquí, frente a la ronda que le hace guardia a su risa  imborrable, siento su presencia de líder. Está en el ataúd físicamente, pero su presencia espiritual empezó a esparcirse por toda la casa, tal como yo lo había sentido diez horas antes, cuando moría sin una  sola queja en Sincelejo. Yo estaba preparando el radio para supervisar el programa “Valores de La Provincia”, acostado en la cama. Había mandado a comprar baterías para el transistor y estaba recostado en la almohada, cuando sentí aquel olor extraño, pero agradable.

Era una tierna fragancia de florecitas de monte, como polen recién esparcido en el campo, que me agradó, dejándome un pálpito rarísimo, pero que se fue como entró, con la brisa de diciembre. Era Mario, cuyo espíritu fiestero a esa hora abandonaba su cuerpo y llegaba a avisarme. Ya a esa hora viajaba como una brisa carnavalera, de monte adentro, por el mundo.

Faltando veinte minutos para las tres de la tarde entró una llamada de Numas Armando Gil desde Barranquilla. Pensé que me llamaba para acordar la programación de la Fiesta del Pensamiento de enero en San Jacinto, donde los hermanos Paternina siempre son invitados de primer orden. La noche anterior no había podido atenderlo porque venía conduciendo desde Montería.

  • ¿Ya te enteraste de la noticia?

La pregunta me puso a pensar mil cosas malas, no sé,  hasta que me la soltó.

  • ¿Te enteraste que Murió Mario Paternina?

Lo primero que albergué fue la posibilidad de que fuese una broma. En las últimas semanas le habían difundido la muerte a la gorda Fabiola y al periodista Lelis Movilla Bello. También había pasado con el presentador Fernando González, Pacheco, hasta tal punto de que nadie creyó cuando fue la definitiva. Mario estaba, joven sano, risueño.

¿A quién llamaba? No me atreví a llamar a Felipe porque me daría pena si era una broma. Marqué a Carlos Pérez, uno de los mejores amigos de la familia  y su celular estaba ocupado. Eso me dio una mala intuición. La actividad del teléfono se incrementa en estos casos. En el segundo intento escuché su voz nasal, temblorosa.

  • ¿Qué paso?, le dije.
  • ¡Nada, que murió Mario!

No lo podía creer. No sabía cómo actuar. Me puse en el papel de Diomedes, cuando murió Juancho Ríos, que ni fuerza tuvo para irlo a enterrar. Me pasó a Felipe, entonces fue peor. El dolor fue más intenso cuando al otro lado de la línea escuché la voz casi inaudible, desgarrada, de un hombre destrozado. Hice preguntas tontas y prometí ir a verlo. Beatriz batallaba sola pero no aturdida en las diligencias propias de un sepelio. ¿Qué podía hacer yo?  Fue donde pensé que los periodistas podemos subirnos en el carro de los bomberos, pero nuestra misión no es apagar el fuego, sino narrar los hechos. Entonces corrí al teléfono, llamé a la emisora y ordené suspender toda la programación para poner música suave, instrumental, hice un reporte de la muerte del mejor cajero del mundo y anuncié un especial, que realicé por quince horas, donde fui redescubriendo la grandeza de un hombre sabio que nos había jugado la trastada de irse en pleno diciembre y en el mejor momento de su risa imborrable. Se había ido, uno de los mejores animadores del carnaval y de seguro, su vacío iba a seguir creciendo a partir del 20 de enero, porque no fallaba un cumpleaños de Ariel Castillo, en Barranquilla. En esa fecha, comenzaba su carnaval. Su carnaval de la amistad.

VIII

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Cristal del Mar también sintió la presencia de su padre. Ella, de quince años recién cumplidos, se había despertado abruptamente, faltando poco para los doce de la noche. En el ataúd Mario seguía mandando en todos los recovecos de la casa, cuyas puertas estaban de par en par pese a que ya eran las doce de la noche. Afuera, en el sardinel, algunos vecinos acompañaban.  Beatriz se  levantó de su taburete y fue donde su hija, que disimuladamente le llamó. Dura un poco con ella y regresa con la noticia.  Mario había entrado en el cuarto de la menor y como lo hacía con frecuencia en las noches antes de acostarse, abrió y cerró la puerta. La niña jura que fue su padre  quien la sacó del sueño.  El, desconfiado y celoso, decía que las mamás  alcahuetean a sus hijos. Por eso, antes de acostarse, pasaba revista por las habitaciones de sus tres hijos, para ver si estaban allí. Jorge Mario tiene 20 años, estudia octavo semestre de Ingeniería Ambiental en Santa Marta y es guitarrista de una banda.  Cristal tiene quince y es estudiante de bachillerato.

Y Leonardo David, de solo trece años, es el único por el que Mario se desvelaba en asuntos de herencia. Era al único al que se aventuraba a entregar el mazo de llaves, que no dejaba ni para ir al baño. Ahora, sus secretos están por descubrirse, cuando se abran los cofres en los que guardaba tantas cosas, entre ellas la música de su hermano Felipe, las poesías del viejo Alcides, los programas de Tv, los cursos de caja por internet y los manuales para tocar acordeón y ser un buen animador del carnaval, pero sin tomarse una gota de licor.

A esa hora, no por mí sino por mi acompañante, que debía madrugar al trabajo, resolví regresar a Sincelejo, con la seguridad de que el hombre que yacía en el cajón estaba más vivo que nunca. Había que prepararse para sembrarlo, en un acontecimiento sublime y monumental. Mañana tendríamos esa tarea tan grande, de despedir a un hombre bueno. En el camino de regreso pensé en que íbamos a pasar el primer carnaval sin su risa ancha. En el peaje de las Flores, antes de Sincelejo, su imagen se me reveló aún más, porque había sido el artífice de la frase aquella que dice: “A veces siento que la única mujer que me espera, es la que cobra en el peaje”.

X

Así como en crónica de una muerte anunciada nadie pudo avisarle a Santiago Nassar que lo iban a matar,  a Mario Paternina nadie le creyó su enfermedad ni que estaba mal, salvo Beatriz, que lo conocía de pies a cabeza, después de 24 años aguantándole sus salidas radicales. No era posible que un hombre tan sano, tan noble y tan bueno, que no tomaba, ni fumaba, que llevaba una vida sana y sin trasnochos, iba a morir tan joven. Mario era la esperanza de un pueblo. El hombre recto, honesto, vertical. El que siempre buscaba las maneras de hacer sentir bien al amigo. El que regalaba cajas  desarmables hechas por él mismo y no le negaba un favor a nadie. El que estaba orgulloso de Felipe, al que promocionaba en las redes sociales y le llevaba un registro de su palmarés musical. Se había convertido en el jefe de prensa de sus cumpleaños y novedades.

  • ¡Alfonso, tu compadre cumple mañana, no se te olvide de llamarlo!

En la reciente operación de Felipe, llamó a todos sus amigos comunes, para avisarles, que estuvieran pendientes de su salud. Y Mario era tan vital, irradiaba tanta energía, que nadie creyó en su malestar. Esa negra mañana todo se confabuló para que pasara lo que pasó. Por eso nadie creyó ni en su enfermedad ni en su muerte. Paternina era el líder de toda una región, de la extensa sabana, con veredas y corregimientos.

Esa mañana neblinosa, Henry Paternina Baleta, su sobrino, considerado el mejor internista de Sucre, quien no da abastos para atender a sus pacientes, había amanecido enguayabado, festejando la noche de velitas.  María Bernarda Díaz Hernández, ex esposa de Paternina, gerente de la ESE Hospital de Corozal, estaba de viaje. La noche de velitas, mientras el mundo festejaba la luz de La Concepción, el mejor cajero del mundo agonizaba. No durmió, no orinó y el suero intravenoso no había logrado matar su debilidad. Estaba muy débil y desnutrido. El gran filósofo se envenenaba  porque sus riñones habían dejado de funcionar, quizás partidos por el chinkungunña reciente. Estaba muerto y punto, ya no era posible hacer nada. ¿Entonces para qué examinar su cuerpo con una autopsia?

El doctor Santiago Fuentes, médico de confianza, había revisado su caso. Mario exhibía en las redes sociales la placas donde aparecían sus cuatro riñones, una vaina extraña. ( ver reportaje, un rey vallenato con cuatro riñones), los cargaba como un amuleto. Debía hidratarse continuamente, porque orinaba por cuatro. Solo uno de ellos funcionaba bien. Los otros, que eran más pequeños,  estaban enfermos y llenos de cálculos. Perfectamente, de haberse operado, con uno solo le bastaba. Ya el viernes, ese sistema de ríos y vertientes renales, estaba destrozado.

El sábado, por la mañana, Felipe no podía gestionar por su estado de salud, su sobrino estuvo dormido hasta tarde  y su ex mujer, gerente de la ESE Hospital de Corozal estaba de viaje.  Mario necesitaba una diálisis para desintoxicar su cuerpo. Desde el jueves tenía fiebre alta. Los exámenes de sangre habían salido bien, pero el de orina dejó entrever una infección renal. Los dos médicos que lo vieron en la mañana del lunes en la clínica, recomendaron urgentemente una diálisis, pero no hallaron una UCI para internarlo.

Felipe, le había recomendado a Beatriz que lo llevara a la ESE Hospital de Corozal, donde se desvivían por atenderlo. Allí diez funcionarios, desde la gerente, pasando por el tesorero, varios médicos, enfermeros y enfermeras y hasta camilleros, son familiares. Pero Mario era fregado, su empresa de salud no tenía contrato con el mencionado hospital. Felipe lo rastreó creyendo que había ido allá. Llamó a su hijo Henry para que se encargara de supervisar el caso, pero no apareció en los registros- Lo habían llevado a un consultorio menor, en Los Palmitos, donde le pusieron la inyección para combatirle la infección.  Aquella inyección  lo mantuvo vivo hasta el lunes. Revisando la agresividad de la bacteria que tenía en el cuerpo, que no se sabe dónde la cogió, pues esta solo se halla en sitios de poca higiene, Mario había de morir el domingo.  Había resistido demasiado.

Mario murió hablando, murió consciente de que el servicio de salud que tanto había criticado le estaba jugando una mala jugada.  Henry alcanzó a llegar a la Clínica Santa María de Sincelejo donde estaba desde el sábado por la tarde, pero ya había infartado, entonces la noticia de su muerte, se extendió como verdolaga llovida.

Y lo más paradójico, Mario que era un rey sabanero, el símbolo de la resistencia de todo un movimiento cultural, fue registrado en la prensa ligera, como si hubiese muerto “un rey vallenato”.

XI

Para hacerle entender a Rafael Orozco que no iba a regresar a la organización Romero – Orozco, El Binomio de Oro, Mario Paternina resolvió regresar a Barranquilla los quince uniformes que había acumulado mientras estuvo como percusionista estelar de la agrupación. Era toda una fortuna aquel escaparate, donde estaban los uniformes dorados, plateados, floridos y llamativos, que el Binomio de Oro había paseado por el mundo. No pensó que en estos tiempos esos trapos hubiesen costado una fortuna, quizás más sentimental que material, pero lo hizo. Era la única forma de demostrarle a Rafa que no iba más.

Allí estaba pintado Mario. Cuando tomaba una decisión nadie lo hacía retroceder.

Rafael Orozco fue el más contrariado con la repentina decisión, que era todo un desperdicio. Mario Paternina había descollado en la música desde niño, acompañando a sus hermanos en Los Caciques de La Sierra, después con Alfredo Gutiérrez, Lisandro Meza, Chane Meza y  Eliecer Ochoa y habiendo ganado cuatro veces como rey de la caja en festivales vallenatos.

Cuando nació la idea del Binomio de Oro se pensó en algo diferente, de tipo universal, sin el fundamentalismo vallenato. Fue un movimiento abierto a las fusiones, por ello había que echar mano a lo mejor del momento, sin pensar en límites geográficos.  De la sabana el Binomio se llevó tres puntales, Virgilio Barrera, Ignacio García y Mario Paternina. Con los dos primeros fue fácil la negociación, pero con Paternina, apegado a su tierra, fue diferente, poniendo trabas para no embarcarse. Fue necesario un vuelo chárter a Corozal y ante semejante gesto, no se negó. El filósofo y ex seminarista, con sus gafas elegantes sabía de su valor. No se llevaban a un simple cajero, sino a un intelectual, un hombre pensante, capaz de ponerse a la altura del mejor cantante y acordeonero.

Rafa, que lo fue a buscar en persona, se dio cuenta que Paternina tenía algunas falencias en su hogar. Un día lo sorprendió con un albañil y los materiales para acondicionar un baño o terminar una habitación para los niños. Pero Mario, ya estaba acostumbrado al rugido de los aviones sobre el techo de su casa, porque siempre vivió en la ruta del aeropuerto Las Brujas. Allí vivió gran parte de su vida, allí fue velado.

Para que regresara al Binomio de Oro, Rafael Orozco no descuidó detalles.  Le siguió pagando los bailes como si aún estuviese con ellos hasta seis meses después de su retiro. Un día, ya desesperado, llamó a Felipe, para ponerle las quejas. Felipe fue sincero:

  • Mira, Rafa, si Mario te dijo que no regresa, no regresa.

Era muy simple. De siete años, el viejo Alcides los llevó a una parranda en Sincelejo y en un instante, Mario dijo que no iba a seguir tocando. Enfurecido por la negatividad del menor, se quitó la correa y le dio varios correazos.

  • Ahora menos toco, le dijo. Y no tocò.

Felipe le recordó a Rafael Orozco que su hermano era muy radical. Alguna vez  que tocaban una parranda en El Carmen de Bolívar, algo no le gustó y se les vino. Empezaron a buscar su reemplazo y no hallaron a nadie. En plena madrugada, tuvieron que ir a El Salado, donde hallaron quien los acompañara, para seguir la parranda.

Escuchados los relatos, Rafael Orozco, tiró la toalla.

XII

Recto en extremo, pero bromista cuando era el momento  adecuado, Mario Paternina descendía del avión en ciudad de Panamá, cuando sintió que alguien le tomaba el trasero. Era Alfredo Gutiérrez, quien después de la broma, se escabulló entre la gente.

La venganza sería hacerle lo mismo al rebelde, en el primer descuido. Era una costumbre, como la cultura Caribe de tomarles los genitales a los niños, para saber si ya son hombrecitos. Aquella vez iban a tocarle una parranda al presidente de Panamá, general Omar Torrijos, en la orilla del Caribe.

Por la tarde, previo a la recepción con varios presidentes a bordo, Paternina encontró la ocasión de vengarse. Su víctima estaba de espaldas, contemplando el mar, con los codos apoyados en una  baranda, absorto en sus pensamientos, cuando recibió la introducción de todos los dedos de una mano en su trasero.

Hasta ese momento, fue que el atacante descubrió que el General Torrijos era idéntico a Alfredo Gutiérrez. Tenían la misma talla, el mismo corte de pelo y estaban vestidos de la misma forma. El general se dio la vuelta enfurecido, sustrajo su revólver para matar al impertinente. Ni su mujer le había cogido el trasero. Mario se arrodilló, dispuesto a morir, cuando apareció Alfredo Gutiérrez, salvándolo de la tragedia. El Rebelde le explicó al general que había sido una confusión, porque lo vio aparente, y le dijo que era una costumbre de ellos en el conjunto, tomarse el trasero.

  • El único desquite válido, es que usted le haga lo mismo en el primer descuido, le aconsejó.

Ya habían tocado una tanda y Mario estaba distraído, a eso de las once de la noche, cuando sintió una mano que se le introducía en las nalgas con todos sus dedos. Al voltear observó con fascinación, que era el general Torrijos, quien le había perdonado la vida.

Fue un hombre a salvo.

XII

Antes de retirarse del Binomio de Oro, Mario Paternina vivió ratos de gozo, pero igual de zozobra. Le temía a los aviones. En un vuelo chárter, cruzando la selva del Brasil, entraron a una zona de turbulencias, con truenos y centellas. La única maniobra del piloto, en medio de la noche, para salir del trance, fue apagar los motores, los que volvieron a andar cuando ya tocaban tierra.

Una mañana, después de haber amenizado una fiesta en Medellín la noche anterior, al abrir sus ojos en un lujoso hotel, Mario observó que una pistola le apuntaba a su hermosa cabeza. Alguien la había dejado cargada en su mesa de noche. Se acordó de su padre, el poeta Alcides José Paternina, quien advertía que las armas no se podían dejar cargadas, porque se disparaban solas. O las disparaba el Diablo.  Siempre compartía los hoteles con José Vásquez.

Mario no soportó la impertinencia de aquella arma amenazante que le apuntaba y tras levantarse encolerizado, lo que halló fue un hombre de mediana estatura, de ojos rasgados, de bigotes vigorosos, que no se inmutó ante su reclamo.

  • ¡Quien fue el desgraciado que puso esta pistola aquí!
  • Tranquilo, que es mía, respondió el tipo.
  • No sea usted tan hijueputa, gritó Mario.

Ante la  quietud del tipo, Paternina estaba que lo lanzaba de su habitación, cuando entró José Vásquez y le advirtió:

  • Tranquilo, Mario, te presento a Pablo Escobar.

Conociendo de su fama de capo, Mario se sintió muerto, entonces le dijo:

  • Bueno, coja su pistola y pégueme un tiro.

Fue donde Escobar, con tremenda tranquilidad, le expresó:

-Vea, señor, perdóneme. Tiene usted toda la razón.

Y para sellar la amistad, mandó a buscar una botella del mejor Wiski 20 años, pero Mario no estaba tranquilo con el capo y le dijo que no bebía. El capo, amigo de los vallenatos, le prometió ayuda, pero Paternina no estaba para este tipo de negocios.

XIII

El poeta Alcides Paternina Gamarra, fundador de la dinastía, tocaba su acordeón para beber. Llegó de 17 años a Corozal, después de sortear algunas vicisitudes familiares, en 1936. En esta ciudad contrajo matrimonio con Elodia Payares, con quien tuvo a sus hijos, siendo Felipe y Mario, sus discípulos mas aventajados. Sin embargo, Nilson y José, también hicieron parte del famoso conjunto de los Caciques de la Sierra, donde se iniciaron tocando  dulzaina y todo los que les cayera en las manos, como ollas, cuchillos, tenedores y taburetes.

Alcides estaba tan emperrado con el ron, que tocaba una parranda a los ricos y después se bebía el producto de su trabajo. Llegaba a la casa con los bolsillos volteados.

Un día se quedó dormido en las escalinatas de la Iglesia San José de Corozal,  donde las beatas tuvieron que tranquearlo para pasar a la misa  de seis de la mañana, lo que le dio mucha vergüenza.  Ese mismo día tomó el acordeón y con un machete lo despedazó. No tocó ni bebió más. Ese fue el temperamento heredado por Mario. Lo mismo, el mismo se cortaba el agua, cuando se retrasaba en el pago.

Alcides, creía haberse exorcizado de la música, cuando despedazó su acordeón en el patio, pero no. Mario tenía solo seis años cuando halló  un pito del acordeón de Alcides y alegremente empezó a tocarlo. La alegría le duró solo un instante, porque Alcides se lo arrebató, lanzándolo al arroyo grande, con la sentencia:

  • ¡Ah, con que aun estás vivo!

Fue imposible evitar aquella peste, porque sus hijos, con el tiempo, todo lo convirtieron en música.

Y ahora yo estoy aquí, dispuesto a atravesar este carnaval, sin la animación de su risa eterna.

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

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