La crónica de Barranquilla (II)
Por Alfonso Hamburger
Las ratas y los ratones del Barrio Boston se han vuelto tan maliciosos como los habitantes de la ciudad. Ellos, los ratones, aprenden con mucha rapidez a sospechar del veneno que el amo les pone. El Campeón, que antes era un antídoto eficiente contra las ratas, lo prueban una sola vez y como al perro macho que no vuelve a repetir capada, se vuelven ariscos al veneno, de modo que para diezmarlos todos los días hay que cambiarles la trampa. La variedad del veneno, encarece la cura. Y ellos, campantes, pelándole los dientes al afligido propietario.
Carlos Llanos Espejos, habitante eterno de la calle 57, entre carrera 41 y 43, cerca de La Bombita, me cuenta la historia feliz, porque he regresado después de muchos años sin vernos. Para llegar al palo de mango que sembró a la muerte de Don Ricardo ( hace nueve años), me he extraviado. Uno por la emoción del retorno a esta cuadra tan cálida y tan querida y otra porque casi todo ha cambiado. Primero, estaba tan emocionado del regreso, que buscaba la casa de dos pisos del Almacén ¡”El Embobinador” y no la hallaba. Después me percaté de que estaba buscando en una cuadra más arriba, en la 58. De todos modos, ya no es lo mismo, muchas cosas han cambiado. Algunos personajes de la cuadra donde fuimos tan felices, han muerto, como “Doña Rosita”, la de la única tienda, en cuyo patio sonaban las pesas que no me dejaban dormir, en el famoso Gimnasio Chapman (nada que ver con el de los espectáculos), de donde salían hombres y mujeres de figuras torneadas en madera que caminaban como seres de otros mundos, pisando en la punta de los pies, exhibiendo el ego de sus bíceps y pectorales. Iban como si caminaran en el aire, con cierto aire de actores de cine. Donde estaba la tienda de Doña Rosita ahora hay un edificio blanco de cinco pisos, con sótano y todo. La hermana de Rosita, al vender el solar de aquella casa entrañable, vive unas casas más hacia la carrera cuarenta y tres. Dicen que fue muy bella cuando joven, ahora vive sola y pasa de los 85 años. Los Mieles, que vivían una casa antes de los Llanos Espejos (Almacén el Embobinador) vendieron su propiedad y se fueron a Los Estados Unidos. Ellos eran de Mompox y Don Ricardo Llanos, con su sentido del humor, parafraseaba las palabras masticadas del doctor Mieles, excelentísimo médico, cuando le dio un infarto y tuvo que hacer terapias para recuperar la dicción. Allí también construyeron un gran edificio. Las bellas turcas del frente igual se fueron del país. Una era rubia y otra morena. Y así, todo en esta cuadra ha cambiado, menos la risa del viejo Charles Llanos, quien aún conserva el arito en una de sus orejas y una afabilidad para atraer tertuliantes. El lugar (allí está el Almacén ( ya no al mayor sino al detal) tiene pega- pega. En más de 44 años, El Embobinador fue la parte más interesante de la cuadra, con el Gimnasio Chapman, que ahora está con otro nombre y más abajo, la tienda de Rosita y un desvaradero de autos entre la carrera 43 y una cuchilla que termina en La Bombita y donde el pavimento grasoso era un peligro. En La Bombita, nos solíamos perder, en los viernes de frías volantonas.
El espíritu de Ricardo Llanos Monroy, un gran empresario, pero sobre todo magnifica persona, está impregnado en el lugar. Allí está la pancarta, un poco oxidada, bajo la fronda del palo de mango, y la vitrina con los artículos de embobinar. El almacén ha sido continuado por Carlos, pero sobre todo aquella costumbre de la tertulia. Siempre hay gente en el lugar, hablando del junior, hablando de Barranquilla, tomando tinto, componiendo y descomponiendo el mundo, hablando paja de la buena. Y por supuesto, de gatos, venenos y ratones.
El jardín siempre fue bien asistido y antes de morir, Don Ricardo le hizo un segundo piso a la casa, con bonitos acabados, dejando a su familia bien organizada, a su partida repentina. Y el jardín estaba fresco por dos cosas. En la madrugada, el gran hombre se levantaba a regar el jardín, dejaba la manguera echando el agua a todo full, para que se sintiera que aún estaba allí, y se iba tras las huellas de una dama. Iba, hacia lo que iba a hacer, mientras el fluido del agua en las mangueras, daba la sensación de que no estaba en otra parte haciendo sus pilatunas. Esa gracia, fue uno de los encantos que se llevó.
Carlos está jadeante de la felicidad. No tiene la plata de antes, en que se gastaba y se disfrutaba con los amigos a manos llenas, con una generosidad aplastante y sincera, pero está bien de salud y de ánimos.
Subí al segundo piso a abrazar a Doña Elvira Espejos de Llanos, ya de 81 años, pero dura. Supe después que ha perdido un poco el oído, porque me respondía cosas distintas a las que le preguntaba, pero tan hilvanadas e interesantes, que parecían las respuestas adecuadas. La abracé un rato. Y luego, en los momentos claves de los recuerdos, nos lagrimeamos un poco. Erika está en Estados Unidos con uno de sus hijos. Y el nieto que queda en casa, es el alma entera, muchacho sano y disciplinado. Ella narró con mucha claridad asuntos de la familia. En los mejores tiempos del Almacén, que estaba en la primera planta, siempre lleno de gente, de machos; tenían una servidora y ésta una hija llamada Manuelita, una niña morena, diminuta, pero con una sonrisa a flor de piel. Juan Carlos Herrera, sobrino de Elvira, se fue a vivir con ellos desde los cinco años. Estudiaba y les ayudaba en el Almacén, a tanto, que el día que se graduó, fueron a la ceremonia como si fuese un hijo más. Pero la mamá, ante la presencia de tantos hombres en el Almacén, jamás permitió que Manuelita se quedara en casa “porque había mucho macho”, entonces hacia sus oficios y se iba a casa de Rosita, donde dormía. De la noche a la mañana, Juan Carlos Terminó casándose con Manuelita. Y después de tantos años, conservan el matrimonio, con tres hijos ya profesionales. Ambos salieron buenos.
No me podía ir sin terminar el relato de los ratones sabios de Boston. Carlos ya no podía envenenarlos, porque se pusieron tan expertos que sabían cuando el anzuelo era veneno. Un día se presentó un señor ofreciéndole una gata, pero antes de dársela, inspeccionó el patio y que hubiesen las condiciones dignas para tenerla, que hubiese pavimento, agua limpia y comida.
El animalista se presentó a los dos días con su gatita en una cajeta, la puso en el patio y se fue. Al día siguiente la gata no estaba por ningún lado. Se había perdido. El señor regresó a los tres días y con oír su voz la gata salió a recibirlo. Le hizo otra recomendación, que no la dejara coger de gatos. A los quince días operarios de la Triple A se presentaron a una emergencia. Los habían llamado del edificio vecino (donde estaba la tienda de Doña Rosita), porque una manada de ratones los había invadido. La gata los ahuyentó.
Una noche Carlos escuchó aullidos muy fuertes y fue al patio a ver. Un gato noctambulo y callejero tenía prendida a su gata. Ahora ya son siete gatitos, todos castrados, para que no se sigan reproduciendo como verdolaga en playa.
Ahora no hay ningún ratón y se vive en el reino de los gatos.