MALUQUITO, PERO SABROSO
Decía mi abuela que la mujer no se come al sapo porque no sabe cuál es el macho. Y yo, como soy macho, sabía mi madre que iba a perderme. Soy maluquito, pero sabroso, chévere, un moreno con mucho swing. Alfonso se caga de la risa con mis cuentos de conquista, como el que le conté en Audiomaster la otra noche. No lo podía creer. A mis 59 años tengo una mujer de 17 años, con la que convivo desde hace dos años. La china se ha hecho famosa en el gremio de los músicos y yo la cargo como un trofeo en la pantalla de mi Nokia. La muestro con facilidad tal como Dios la trajo al mundo, con esos senos erectos, virgencitos, los mismos que mordisqueó Rubén Santiago., la vez que nos fuimos de trio, por eso ella dejó de hablarle, porque el torpe la mordió muy duro.
Yo me describo en mis discos, en mis porros, soy negro y patón de buena esperanza. Mis ojos son saltones y grandes, tengo el pelo ralo, la cabeza pequeña y la boca de frasco, pero Dios me dio el don de la música. Soy muy afinado y hago voces, un talento que nadie me enseñó. Por estos días no hago nada. La carpintería es una actividad muerta en Sincelejo, de modo que me rebusco en la música. Hace quince días gané el segundo puesto en el festival del ají. Me dieron 300 mil pesos. Me servía era el primero, que entregó 500 mil pesos, pero se lo dieron a Prado, sin tener en cuenta que necesita menos que yo, pues trabaja con la Alcaldía de Sahagún. Y eso que entre el jurado estaban dos buenos amigos. La excusa fue que me equivoqué en una palabra del texto. Solo ellos, que leían la letra, se lo pillaron, porque el pueblo ni se dio cuenta y me aplaudió.
El cuento es que pese a ello, a mi fealdad física y a mi falta de empleo, conquisto mujeres. La última fue una china del sur de Bolívar, un pueblo tan lejano, pero tan lejano, que allá hablan cachaco. Fue un bendito día de canoa. Nos fuimos de Sincelejo con el maestro Gilberto, desde las seis de la mañana. Después de pasar pueblos perdidos en el horizonte de la sabana, nos internamos en aquel pueblo, a la orilla de un río, donde nos esperaban con euforia. Fueron 13 horas de viaje, de modo que llegamos con las nalgas tullidos. Queríamos descansar, bañarnos. La gente, la muchachada, se nos vino encima apenas nos bajamos de la chalupa. Un grupo de muchachas entre los 14 y los 23 años, nos escoltó hasta la casa donde nos íbamos a cambiar, para irnos a la caseta. Nos recibieron, a eso de las siete de la noche, con arroz bolado, blanco, con una presa guisada. Nos bañamos en pelotas, en el patio oscuro, a totumadas, en una gran alberca. Las muchachas no dejaban de vernos y de reírse. Mientras nos cambiamos, a la luz de las velas, ellas no dejaron de curiosear nuestros cuerpos usados y pudieron vernos tal como vinimos al mundo, con nuestros atributos sexuales. Se asomaban, nos veían y se reían.
Cuando salimos a la calle, rumbo a la caseta, Los equipos ponían música de Gilberto Torres, quien es un ídolo supremo por esos andurriales.
Mientras esperábamos la primera tanda, el equipo puso una canción de Diomedes Díaz, que dice dame a mí lo mío que aquí está lo tuyo. La gente empezó a romper pista. Fue cuando la vi, parada en la multitud, con sus ojos caídos, rasgados. Me lucí en tarima, siempre echándole el ojo, sin perderla de vista.le estiré la mano y allí estaba esperándome.
( Continuará)