DEL CATARRO DE VIVANA AL CORONAVIRUS CHINO
Por AlFONSO HAMBURGER
Tengo en la punta de mi nariz el catarro que me pegó la partera. Ella se llamaba Viviana y aun la recuerdo ya vieja, caminando extraviada por las calles arenosas de Bajo grande, con su demencia senil. Y con su gripa eterna. Ese catarro que a uno le pega la partera, como los anticuerpos, le quedan adheridos en los repliegues del alma para siempre. Aquel era un catarro estilo fuelle de acordeón, que estiraba, o estira (porque todavía vive) y encoje según los serenos de los tiempos.
El catarro, gripe o corona, como se les llame, va y viene. Se renueva con los aguaceros, se asoma con los serenos de la noche o se aguza con el asomo a la puerta del tiempo. Cuando niño, recuerdo que nos ponían en cuarentena, porque se nos renovaba el catarro que nos había pegado Viviana, y ni siquiera nos dejaban asomar a la puerta de la calle, porque mamá o papá, ponían el grito en el cielo, mientras el resto de hermanos y primos – y el resto del pueblo- pateaban balón en la calle de arenas recién revolcadas por los burros. Barrían literalmente, primero que las brisas, las pezuñas que dejaban las vacas de Argelia Anillo, Fernando Díaz- dueño de Jesús del Rio, Cartagenero- o de Wilfrido Hamburger Anillo, cuando iban o venían para Frio de Perros y dejaban la marca en la arena forma de corazón, mientras el catarro nos dejaba en banca. No nos dejaban pisar el suelo con el pie descalzo. Tampoco nos asoleábamos. Eran los momentos más tistes de la niñez. Las brisas de lluvia eran una amenaza. Tampoco nos dejaban acercarnos a las piernas del abuelo Albertico o de su hermano Manuel Fernández- que nunca se casó- y quienes habían recibido aquel catarro de sus tatarabuelos y salta corrales. O sea, que estos catarros, que ahora los llaman con nombres rimbombantes y los registran con números exactos, con logo símbolos y llegan impulsados por campañas publicitarias que llevan ideologías perversas en sus etiquetas de miedo, vienen desde que el mundo es mundo. Son una forma de guerra y de dominio. A Nosotros nos asustaban con el Cuco y nos decían que los niños no eran recibidos por las parteras sino por la Cigüeña y nos confinaban por cualquier catarro.
En Bajo Grande, en cuyos solares donde pululan las culebras aun perviven los recuerdos de Viviana, llegaron las noticias de La Langosta, una nube de pájaros depredadores que arrasaba los cultivos. Lo único que quedó vivo en las rosas fue la papaya. Comían papaya biche asada, porque la hambruna era tan grande, que no las dejaban madurar. La gente vivía con lo justo. Cambiaban yucas por arencas y viejitos y se prestaban la candela a través de las astillas que recortaban la brisa. El pulmón eran los patios herrumbrosos. Y así, fuimos pasando por diversidad de pestes y de guerras. Bajo Grande quedó solo desde 1999 con la arremetida de los paramilitares y la fauna y la flora se volvió a poblar, pero antes habíamos sufrido de la tosferina, un catarro que nos apretaba el pecho. Eran toses y pedos. Nadie podía aguantar las flatulencias a la hora de toser. Pero así como la naturaleza nos enviaba aquellas epidemias, también nos ponía las soluciones a la mano. En la orilla del camino que conduce a Culo Alzado, por donde escaparon los guerrilleros que se tomaron el pueblo y mataron a nuestro Inspector de Policía en el veranillo de julio de 1987, había una planta de espinas, una especie de cactus de hojas anchas que acumulaba mucha agua, que tenía magia. La sábila, nombre de aquella planta de Dios, abundaba en los arroyos y en los humedales secos. Incluso, la usaban con la herradura de un caballo, para resguardar la casa de maleficios, amarrada detrás de las puertas y en los rincones de las casas, atadas con una cinta roja. Era deliciosa aquella jalea viscosa y cristalina que nos daban a cucharadas grandes para curar la tosferina.
Pero también sobrevivimos a las lombrices y al sarampión, una enfermedad cutánea que nos vestía el pellejo con un salpullido de miedo y nos ponía colorados. El mejor remedio para el sarampión no era otro que bañarnos bajo la luz del sol con totumadas de orín recién servido al natural, tibio y agradable. Para las lombrices nos daban jarabe de totumo. De niño comíamos tierra y eso quizás nos hacía más fuertes. Nos terminaron de criar con leche de la vaca que bramaba en los patios y con ñame, del que dice Numas Gil, nos dio la inteligencia a Los San Jainteros.
Eran los tiempos en que mi madre oficiaba como cura y como médico. Preparaba a los alumnos para rendirle culto a los himnos patrios en los desfiles del 20 de Julio y Siete de Agosto y obvio, para la misa y la procesión del 25 de Noviembre, día de nuestra patrona Santa Catalina, único día que teníamos Cura y se aprovechaba para los bautismos, confirmaciones, matrimonios, la misa y la procesión. Mi madre prohibía combinar la gaseosa con el mejoral, porque era mortal.
Sobrevivimos a todos esos catarros, menos a la plaga de la guerra, porque donde antes había un pueblo de tres calles con una iglesia de piedra, dos lagunas, un calabozo, dos escuelas y un campo de fútbol con las medidas del Maracanà, ya no quedan las tumbas ni las cruces. Al matar el pueblo nos mataron a todos. Ahora solo somos el espíritu que divaga por otros peladeros, pero todas las noches nuestros sueños nos llevan a Bajo Grande.
Por eso no me aflige que venga el coronavirus, porque con remedios tan sencillos, ya hemos enfrentado otras epidemias. Nuestros cuerpos palpitan por el mineral de la tierra que nos alimentò.
Alfonso Hamburger, autor de esta crónica, dialoga con el arquitecto Arturo Hernandez. ( Foto Canal Doce vox populi)
PD .Hablando con Don Arturo Hernández, el mejor arquitecto del Caribe, me dice que por estos días de confinamiento le han llegado los recuerdos de la Misión Holandesa que construyó la Escuela de Betel en Sincelejo. Con esa misión llegaron dos holandesas, una rubia y una morena, que cumplían las labores de parteras. Ellas se desplazaban en bicicleta y cuando iban a hacer diligencias en el centro, dejaban las bicicletas en su casa, allí cerca del monumento a las vacas, que ya cumplió 81 años, como él. Esas holandesas, que fueron las parteras de Arturo y de su hermano Álvaro, le pegaron el catarro que se le renueva cierto tiempo.
Excelente, esas son verdaderas vivencias, esas son añoranzas, eso es costumbrismo, eso es recordar, eso es amor por nuestro terruño, es el verdadero amor de la vida, verdadera remembranza.
Carlos Federico Anillo Barraza.
Gracias, Carlos. De donde eres?