¡El último trago de ron!
– En esta crónica existencial, reflexiva, Alfonso Hamburger plantea el desaperndizaje para ser sabios y esperar con tenacidad partirle el pescuezo al nuevo coronavirus.
El club de los catorce graduados en el Pio XX de San Jacinto en 1979.
Crónica de la peste(II)
Por Alfonso Hamburger.
A veces pienso, amigos míos, que esta pudiera ser la última vez que nos vemos o que nos contactamos, aunque sea a través de estos códigos del lenguaje articulado- propio de los humanos-, representativo, expresivo y señalativo.
No es la primera vez que me ocurre. A veces nos despedimos del amigo, sin saber que aquella fue la última vez que nos vimos en vida. Esa fue quizás, la sensación que sintió mi madre la tarde del dieciséis de agosto de 1987, cuando parada en la puerta de nuestra casa de la calles de Las Flores, en San Jacinto, me vio desparecer, dos cuadras más abajo, al doblar en la esquina del Batazo, en La Bajera. Yo desaparecí en la esquina aquella con un morral en la espalda, rumbo a mi primer trabajo como periodista en la ciudad de Montería. Y ella pensó, desde su corazón de madre, dado que me internaba en un territorio plagado de conflicto, que aquella era la última vez que me veía. Y yo la recuerdo a ella allí, parada en el vano de la puerta, con el corazón en la mano, y no se metió hasta que no desaparecí en la esquina del Batazo, a esperar un bus en La Variante, esquina de Doña Hilda Lora. Mi padre, siendo romántico como lo es, era más duro para expresar sus sentimientos y ni siquiera se movió de la hamaca. “Déjalo que se vaya, para que se atece como un alambre de púas”, dijo Papá, con ese desparpajo que siempre buscaba esconder sus sentimientos, mientas revolvía las abarcas en los pies.
Tenía yo veintipico de años y me costaba dejar la comodidad de aque hotel en medio de un pueblo emparrandado en el día de su onomástico. Córdoba era un territorio deprimido y capturado por la guerra, con más de mil muertos al año. Y desde entonces mi vida ha ido re hendiendo monte, porque me aturden las grandes ciudades. Siempre regreso a ese punto de partida, porque aquella es la imagen más fresca que conservo de mi madre, quien murió seis meses después de un paro fulminante. Cuando me dieron la noticia en Montería- que recibía a su reina desde España-, pensé que el muerto era papá. Días antes habían metido por debajo de la puerta, pasquines subversivos pidiéndole plata.
Reconocimiento a San Jacinteros destacados por Min Cultura y Alcaldía de San Jacinto.
Desde entonces pienso, cuando hago el “check-in” en los hoteles del mundo, que pudo ser la última vez que estuve allí. Nunca se sabe. Aquella fue la misma sensación que tuve en el último viaje a Valledupar con el amigo nunca bien querido, Mario Paternina Payares, cuando regresábamos del homenaje que La UPC le hiciera al maestro Adolfo Pacheco. Paternina venía manejando su auto Renault 12 azul turquesa, con su hermano Felipe adelante. Y detrás, Hernán Villa y yo. Sólo nos bajamos antes de la población de Plato a orinar en chagua, mirando los chorros sobre la tierra apesadumbrada, en pleno verano de Junio, entre las cercas de púas. Al fondo las vacas ni se mosqueaban y en la lejanía la sierra Nevada con sus picos blanco entre azules y grises. Nos habíamos volado de Valledupar madrugados, apenas con los tintos, porque nuestra Sabana nos jalaba. Extrañamente no escuchamos cantar los gallos en Valledupar, aturdidos ellos por la civilización urbana. Pudo ser la última para nosotros, sin pensar en Mario, quien murió en diciembre de aquel año y aún no lo olvidamos. Vive en nuestro día a día.
Esta sensación de la última vez se ha ido acrecentando con esta peste que nos tiene confinados, que nos obliga a desaprender lo malo aprendido, que es la única manera de convertirse en sabios y decir las cosas que nosotros mismos investigamos y no repetir como loros lo que dicen otros loros.
Al principio del encerramiento- soy diabético y entro en la lista de los más vulnerables- todo me pareció un juego, un tiempo para descansar después de diez años intensos administrando una empresa ajena y de todos, para reencontrase en familia, para pensar lo frágiles que somos, para recuperar las lecturas atrasadas, para repensar la nueva novela, para trazar algunos párrafos poéticos- dicen que no soy poeta-, para mejorar la dieta y practicar el 20-20-20 de las cinco de la mañana, al que se había adelantado Alfredo Gutiérrez Vital para conservarse joven, en el afán de tantas cosas sin resolver, como aquella de “pechicharse” uno mismo. Para ver la vida de otra manera, para proyectar nuevas tareas y para prepararse con el fin de torcerle el pescuezo al olvido y coger ese bicho y partirle su fugaz invisibilidad, sus anillos de manteca de cerdo, si es que tiene pescuezo. Pero la rutina nos agobia y nos hace pensar existencialmente, como S. Freud.
Tenemos bastante tiempo para pensar. Y en esos tiempos pienso en todo. Pienso en que la angustia existencial que a veces me asola en esta espera, puede ser la misma que sufrió mi paisano Carlos Barraza Alandete-( San Jacinto, 1933- Sincelejo 2008), confinado en USA, donde se había pensionado, y para matar su nostalgia por nuestro San Jacinto del Alma, cantaba coplas, repasaba los apodos del pueblo, imitaba a Landero, cerraba los ojos y su mente lo llevaba por aquellos parajes nunca olvidados. Se veía cazando la babilla de Altamira burlando la vigilancia de Don Pedrito Barraza y a German Bustillo al volante del viejo Land Rover para ver si no había moros en la Costa , o tocando de madrugada la ventana donde le fiaban el ron viejo de Caldas sin importar que le escaldara el trasero. O cuando menos, se veía tomando una sopa donde “Los Mondongueros” , hermanos Reyes, en el mercado viejo. Diagonal a La Trampa. Era tanta su concentración, su fruición y deleite con la imagen amada, que si Cristina, su esposa le hablaba en ese momento, era capaz de reclamarle con dureza. No era posible que lo interrumpiera mientras devoraba una pezuña de vaca.
Confieso que me ha pasado lo mismo. Y a veces pienso que el sancocho que nos comimos en el patio de Licho Traste, el primero de Enero pasado, fue el último. ¿Qué será de la Fiesta del Pensamiento que ayudamos a fundar con Numas Gil, Adolfo Pacheco, el profesor Bustillo, Álvaro Castillo Acosta, Miguel Manrique, el profesor German Dajud, Aura Aguilar Caro, José Manuel Barrios en 2006 en el Valle de Ariguani ( El Difícil, Magdalena) y que después nos llevamos a San Jacinto con el soporte de Los Maestros?
Recuerdo las parrandas paseadas con Álvaro Arrieta Caro y la última vez que coincidimos en el camino de Gavilán, finca la Estrella, con Guillermo Quiroz Tiedjen, en enero de 1983. Después de la muerte de ambos, ya San Jacinto no fue el mismo.
Nota relacionada:
https://www.eltiempo.com/cultura/musica-y-libros/referentes-de-literatura-del-caribe-colombiano-244738
El nuevo coronavirus y su amenaza terminaron por enterrar las intenciones que tenían algunos amigos de hacerme un inmerecido homenaje en “El Segundo Encuentro Internacional de poesía de Los Monte de María”, lo que dividió a mis amigos. Todo se acabó, hasta el Gurrufero. De repente todos se volvieron locos cuando el diario “El Tiempo” reseñó mi vida a página entera, mostrándome como un referente de la crónica en el Caribe. Hubo amigos que me bloquearon en la página del Facebook (que es tan doloroso como si lo echaran de una parranda con trifásico y tres esquinas), dejaron de hablarme. Y después censuraron una publicación en Las 2 Orillas y más tarde un loco me trata de mentiroso, cuando jamás he tenido que rectificar una noticia en 35 años de intenso recorrido por el periodismo de guerra.
Para eso ha servido esta plaga. Aquellos pedos de grandeza no eran nada. Estaban atacando un visaje. En el fondo solo somos momentos, encuentros y desencuentros. Creo que mi única victoria ha sido la capacidad de vivir cada encuentro con mis amigos sin pisadas apresuradas sobre el asfalto. De vivir la vida sin amaneramientos, sin fingimientos cacorros, de empinarse la botella a pico pelado, pasarla de mano en mano, de escupir en el mismo charco, de caminar abrazados por la calle ( borrachos), dándole vivas a la parte más noble de nuestras mujeres, de cruzar los charcos de la calle ( después de un aguacero) en el centro, entre dos amigos, alzando los pies para no empapar las abarcas y hacer una entrevista como si estuviésemos en medio de la fogata que hacíamos con el abuelo en Frío de Perros.
NOTA RELACIONADA: https://www.las2orillas.co/alfonso-hamburger-un-grande-del-periodismo-y-las-letras/
Los trofeos (No sé cuántos son) son circunstancias que cagan las moscas en los rincones del olvido. Sólo la música nos asiste en estos andurriales del recuerdo. A veces parece que yo fuese un extraterrestre que ha ido viendo caer a quienes han osado atacarme. Los desconocimientos de quienes se han unido para excluirme de las listas oficiales (nunca he tenido esta publicidad, gracias a Dios), me han hecho un beneficio. Ladran, solamente.
No he alzado un solo pensamiento ni un pelo para atacar a nadie, simplemente han partido primero. La lista es muy larga. Demasiado larga y nos pesa.
Lo único que queda en medio de la espera, han sido los momentos que nos hemos integrado en nuestras fincas y en los viajes físicos, o en sueños, por los caminos culebreros de Bajo Grande, como el del tres de enero de 2019, cuando me extravié a plena luz en el que fuese el cementerio. Aquella luz enceguecedora bajo el cantar de las chicharras bajaba de Culo Alzado a las doce en punto como si fuese Semana Santa. Bajo mis pies la tierra estaba ajada. Tenía sed. Me fui por el monte y ya había pasado sobre el cementerio, sin cercas, sin tumbas ni cruces. El tiempo había aplanado todo, solo quedaban los espíritus de nuestros antepasados, vivos, tristes y alegres, como nuestro porro. La tierra estaba abonada y agrietada, cuarteada bajo mis pies.
Tan solo quedan atrás las parrandas de Agosto, como la que hicimos en 2018 en casa de Los Batty, en la casa solariega de los viejos. Hasta hace poco me entero que Los Batty llegaron con los Hamburger en una compañía Naviera Alemana ( Hamburger- Batty) por Jesús del Río.
Pero ninguna parranda como la que hicimos un lunes caliente de agosto pasado, con tarde de diluvios, en casa de Miguel Manrique con un hijo de “Cable de Buque”, para terminar cantando desgarrado y desafinado, en la tienda de café Cerro de Maco, en presencia de Neil Reyes y una hija de “Carro Bravo”, que me miraba desde un rincón y no lo creía. Pocho Hamburger, pese a que le iban a hacer un homenaje, cantaba como un niño, llorando en los hombros de Rafael Pérez García, sin importarle que lo vieran así. “Tan serio el padre”, decían. Y un hombre que andaba borracho por las calles de Dios, no merecía un homenaje. Tenían razón, ya el homenaje nos los habían hecho los amigos y la vida misma. No conocemos tanto el folclor como otros, pero confieso que lo hemos disfrutado.
Y lo más elocuente: llegué a pensar, en medio de la cuarentena, que el encuentro con 18 compañeros del bachillerato, generación 1979 del Pio XII, en la finca de mi hermano Henry, en Villa de Hamburgo, el 18 de diciembre pasado, había sido la última vez. Ahora, solo esperamos reventar la cabuya para llegar al pueblo y repetir las mismas parrandas y los mismos errores del pasado, pasar la botella de mano en mano, a trago sin medir y escupir otra vez en el mismo charco.
Estamos a punto otra vez, porque esos 60 kilómetros permitidos para el reencuentro, los tenemos a tiro de cañón.