Crónica del recuerdo:
EL VIEJO QUE SE ESTRELLÔ ESTABA CUMPLIENDO AÑOS.
Por Alfonso Hamburger
Cuando llegué donde mi suegra la calle Nariño parecía un Mercado Persa, pero me estaba reventando de las ganas de orinar, de modo que no presté atención a la situación, que me pareció lo más normal, y me fui a la cola del patio a descargar mis alivios. Mi suegra tiene ochenta años y desde hace por lo menos diez, sus pulmones solo trabajan con el quince por ciento de sus capacidades, de modo que siempre se está ahogando. Una de sus hijas me dijo que su madre estaba muy pechichona, que no la podían dejar sola y que con cualquier malestar pedía ser llevada a la urgencia de un hospital. Para entonces vivía agobiada por un calor sofocante y una bala de oxígeno en su habitación. Al llegar a su casa, en esa tarde del jueves, estaba sentada en la puerta y parecía morirse. Recordando lo de su pechiche y fingimientos permanentes de su malestar eterno pasé raudo a descargar el acoso de mi diabetes. Estaba apenas sustrayendo mi aparatico cuando la escuché llamarme con todo su vigor de madre en riesgo.
–¡Alfonso ven, que se llevan al docto!
Al docto, así le dicen al hijo que llega todas las tardes a visitarla. Un hombre magro, cuya vida no parece darle abasto para cubrir los acosos de los servicios. Aceleré la micción y salí a ver qué era lo que pasaba. Fue cuando empecé a ver el drama y esa sicosis colectiva de inseguridad que asola a Sincelejo. El docto, atribulado por los reclamos, estaba al volante de su camioneta blanca, que había parqueado dos horas antes en la puerta de la casa de su madre, como es tradición en esa cuadra, donde todos tienen autos. Al frente había cuatro mototaxistas con sus cascos puestos, acosándolo con todo tipo de preguntas, como si fuesen autoridad de tránsito.
–¡Cóbrensela caro, que esa familia tiene plata!
Dijo alguien en el tumulto. La acera derecha estaba atestada de gente de todos los pelambres, atraída por la novedad de un nuevo accidente. En el sardinel un pobre hombre, moreno, pelo cano y de baja estatura, yacía sentado, mientras se protegía la herida en la frente, de donde emanaba abundante sangre. Alguien le había encimado un pañuelo, mientras una niña le sugería teatralmente que se hiciera un tac porque debía tener el cerebro reventado.
–¡El señor de la camioneta debe pagar, porque no tiene luces de parqueo!
Mi suegra se moría, sentida en la puerta, a cada pregón de castigo.
-¡Llamen a la Policía!, gritó una voz anónima.
Un metro después del anciano que emanaba sangre estaba la bicicleta en que se desplazaba. El pequeño vehículo tenía la llanta delantera retorcida del golpe
–¡ Que llamen una ambulancia!, gritó la misma voz, en el tumulto.
Una mujer alta, que dijo ser médico, echaba carbón para que cayera la ley al pobre hombre de la camioneta. Solo una vecina, defendía al docto cuyo único pecado había sido parquear su camioneta en la puerta de su casa, en sus vespertinas visita a su madre que moría. Había que observar toda la cuadra entera. Los ricos de Sincelejo compran el pan en la panadería de la esquina de Majagual, en la calle 29 con 17 y parquean sus finas camionetas al lado izquierdo, quedando solo un carril para un tráfico frenético, especialmente después de las seis de la tarde. Y la camioneta acusada estaba más abajo, en el lado derecho. El señor, que para casualidad estaba cumpliendo esa tarde 68 años, venia en su bicicleta por el único carril libre, siendo cerrado por una moto, y no pudo esquivar la camioneta. Y lo peor, la camioneta tenía el seguro vencido, cosa que no se sabía en el ambiente grotesco. Nadie supo.
Al señor, me dicen que es fotógrafo, sus hijos le tienen prohibido salir en su bicicleta, por el enrarecido y caótico tráfico de Sincelejo y de pronto no alcanzó a ver la camioneta, parqueada sin luces, cuando ya eran las siete de la noche y estaba oscuro. En Sincelejo nadie se pone el cinturón para manejar ni pone las luces de parqueo. Y ahora, todos recriminaban al de la camioneta, porque no había puesto las suyas, en una zona donde todos parquean, porque lo que no se prohíbe parece legal.
Al fin llegó una ambulancia en forma espectacular, con su sirena de muerte, en contravía. De ella se apeó un conductor robusto y uniformado, hablando por un radioteléfono. El tráfico se paralizó. El viejo, que se había comunicado con uno de sus hijos, se levantó, se sacudió el fondillo y subió en la ambulancia, que se llevó su negocio con la misma estridencia que llegó.
La fortuna fue que no llegó la Policía, porque de pronto se hubiese formado un zafarrancho mayor. Y de pronto hasta hubiese habido tiros y gases lacrimógenos para espantar la turba, mientras una anciana desfallecía en la puerta de su casa.
Y es que en Sincelejo, se perdió la placidez de sentarse en la puerta de las casas.
El viejo había escogido, o el destino le había escogido, una extraña forma de celebrar sus 68 años.
…Y mi suegra, afortunadamente, sigue viva.