EL YO CON YO GENIAL DEL CORRECAMINOS.
–Homenaje póstumo a un carga ladrillos que nunca tuvo complejos.
Por Alfonso Hamburger
En mi opinión un periodista de verdad debe ser como era Carlos Carrillo López, El Correcaminos. Poseedor de una humildad a toda prueba, casi rayando en el voto a la pobreza, tener la piel curtida al sol y la predisposición para vencer obstáculos. Ser resiliente. Saber que en este oficio vale quien tiene la noticia como un tesoro ,enmuñecada. Estar consciente de que no se trata de tener una cara bonita, sino de sentir la pasión por la verdad y el sentido de oportunidad, que la noticia es como la comida: no se puede guardar para mañana. Y sentir que por nuestras venas lo que corre es tinta y palabra.
Lamentablemente en vida no nos reconocemos. A veces entramos en divisiones innecesarias, pendejiamos, como dice el señor alcalde Dau. Siempre esperamos que la persona esté rajando tierra para reconocer sus virtudes.
Conocí a Carlos plenamente. Y cuando no lo conocí lo intuí. Sentí en carne propia aquella costra, ese no sequé que aprieta al provinciano por dentro, que lo estruja y lo avasalla. Es algo que nos zumba en los oídos. Es la granadilla. Es el cadillo que se adhiere a nuestras ropas cuando atravesamos montes embarbascados. Otros dicen que es la balsamina, una planta de enredadera que alimenta el veneno de las serpientes, y que el provinciano lleva enrollada en las orejas. A veces preferimos el bar alejado, la cantina del barrio a los centros de convenciones. Allí nos sentimos a gusto. Como beberse unas frías en la Cantina donde Jacio ,en San Jacinto. O jugar dominó en el callejón de Mercedes.
Es aquello que se rumorea en las ruedas de prensa, especialmente si incluyen comida. El periodista tiene la virtud, no sé si será privilegio o realidad extrema, de pasar del estrato seis al cero en pocos minutos. Nos conocemos perfectamente. Sabemos de nuestras debilidades y fortalezas, de la precariedad de los ingresos. También de quienes llegaban alguna vez a Sincelejo a organizarle una rueda de prensa a La Gata. Y en aquel ambiente , en Cartagena, Carlos sabía que algunos se creían «élites», otros los casi casi, y los denominados “chicos malos”. Se sabía a vox populi. Algunos se graduaban en el San Andresito. Su pasaporte era la grabadora. Y había damas emperifolladas, hediondas, que se creían que por el hecho de salir en televisión u ofrecer sus servicios en las cadenas nacionales ya eran inalcanzables e intocables. Siempre les funcionaba el papel higiénico. Nunca se empapaban las manos de caca.
Carlos y otros muchachos que andaban en chagua, a pie, sudados, trasegando calles, era de los chicos malos. Su cara no le ayudaba mucho. Se me parecía demasiado a Mario Moreno. Quizás a Pedro Abdimala, el trabajador de nuestra finca Frío de Perros, sin miedo y buena pigua. El correcaminos tenía cara de hambre. Ojos de curiosidad. Trataban de sacarlo del circulo de privilegiados, pero él iba hacia adentro, con el escudo de la noticia. Nadie podría oponerse al verdadero origen del oficio. Cargaba la noticia en una mochila, la llevaba en el bolsillo. Aparecía en todas partes, sudando a chorros, invitado o no. Balanta, Baena, Cataño, lo secundaban. Yo los miraba con aprecio. Por ser de la provincia, corroncho confeso, me sentí cercano a ellos, pese a tener el privilegio de trabajar en buenos medios. Ellos peleaban el espacio. Sentía, sentían, que los sacaban a codazos, pero allí estaban, como el cadillo, pegados. ¿Quién había delimitado las categorías? ¿Acaso la noticia no es la noticia?
El correcaminos se salió con la suya. Había que competir como diera lugar. La ciudad es una selva de cemento que tiene cierto misterio para el provinciano.
Después llegó Internet y nos abrió la cabeza. Se fragmentaron las audiencias. Y allí sí que había que reinventarse. Algunos naufragaron en la inmensidad de la gran red. No tuvieron gracia. Otros se fueron ubicando de alguna manera. Nos casamos con las fuentes. Hasta los grandes ligas y los casi casi, tuvieron que volverse creativos. O cambiaban o los cambiaban. Más o menos el oficio se volvió más democrático.
Carlos sabía que estaba lejos de ser la noticia más allá del nueve de febrero, en que podemos emborracharnos, abrazarnos, enmaicenarnos, y recibir la consabida e hipócrita felicitación de las oficinas de protocolo, con sus mensajes calcados y repetidos. Carlos era consciente de que la página social del pobre es la sección de sucesos, pero era feliz. Era bueno e ingenuo quizás. No sufrió de complejos para meter la grabadora. Se les metió en el rancho a los consagrados. Nadie le quitó su predisposición natural para reportear, para tejer calles, para estar a la par de los acontecimientos.
Quizás consciente de que nadie lo iba a entrevistar como la vedette del periodismo o que era la figura de Hay Festival, Carlos se puso yo con yo, como algunos políticos, tal vez presintiendo que lo único seguro que tenemos es la muerte, entonces se hizo su propia y simpática entrevista, sin dejar por fuera al negro Balanta, quién le había facilitado la grabadora en acto de gratitud para capturar la chiva nacional que siempre buscó, pero que no le funcionó El propio Balanta,- otro que se fue tempranamente de aquella generación- estaba que lo mataba. No había grabado ni el viento. Pero reconstruyó la escena por la caída del avión y no todos los días caía un avión en Marialabaja.
Me duele su muerte, porque aùn podía seguir recorriendo caminos, para tener siempre una noticia enmuñecada. Era sin dudas, un reportero sin complejos.
Ahora somos más conscientes de que ese animalillo sì mata.