Juan Lara, segundo de izquierda a derecha, se comió su casa antes de morir.

Historia del gaitero que se comió su casa y nunca supo de la hipoteca invesa.

LA HIPOTECA INVERSA DEL GAITERO JUAN LARA.

Por Alfonso Hamburger Fernandez.

Juan Lara Acosta, el más grande “hembrero” de Los Gaiteros de San Jacinto de aquella generación que le dio varias vueltas al mundo, murió muy seguramente sin saber qué es una hipoteca inversa. Simplemente Juan se comió parte de su casa, antes de morir en el más espantoso de los abandonos.
Su deceso tan sentido lo sorprendió una gélida mañana de 1984 en su casita de palma del barrio El Lloradero, en la más terrible soledad. Tal pareciera que el nombre del barrio, en las orillas del pueblo, por allá en un ramal que llevaba a un recodo montañoso del barrio Miraflores, había sido bien escogido. Aquello daba ganas de llorar. Allá fue a visitarlo varías veces Don Raúl Gómez Alandete quien ya veía más allá de cualquier persona supuestamente normal. Allí, en aquella casucha de palma y paredes embutida de barro, recostada al margen derecha de una especie de camino tramposo que se estrellaba con el monte y el pie de la Loma de Santander, de dos piezas, una cocina en ruinas y un patio pequeño y húmedo, Raúl percibió los olores, el frío y las lágrimas, de un viejo solo. Apenas la camita de tijera, una hamaca enroscada en el rincón colgando de una de sus cabezas, un baúl donde reposaba la medalla del Gobierno Azteca en las Olimpiadas de México 68 ( no sólo se las dieron a los vallenatos) que ya había sido vaciado, y las cenizas de un fogón apagado.

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Juan de la Cruz, que al parecer fue desordenado con su prole–su mujer no lo quería ver ni en pintura- apenas recibía las visitas de los condolidos, como Adolfo Pacheco, Raúl Gómez y este imberbe entonces periodista, atenido a la caridad popular y a la de su hermano José, quien era el que lo bañaba. Y eso cuando los aguaceros habían llenado el tanque de la canal, en el patio, que se llenaba más de larvas que de agua. Aquella escena hedía a viejo solo. La noche anterior a nuestra visita, Juan se había caído de la cama y nos puso que le revisáramos el hematoma que tenía en su cabeza. Ya casi tenia gusano. Las moscas se daban un banquete. No tenía un solo pesos en los bolsillos, no tenía agua ni alimentos. Aquella dolorosa escena nos quedó grabada para siempre. José, que ya pasaba los setenta años y se estaba quedando sordo, también tenía sus propios compromisos y ya era mucho lo que hacía. No podía enterrarse con su hermano. Sabia entonces, que lo único que le quedaba era descolgar la gaita hembra, metida entre los entre palmas del rancho y soplarla con su espíritu de indio irredento, mientras pedía a cambio un buche de ron. Como por arte de magia, José, que era el mejor tamborero de piel blanca del mundo, empezó a recibí el espíritu de Juan y terminó sus días cantándolo a la paloma, 16 años después.
Cuando los hermanos Olivella llegaron a San Jacinto en 1953 a buscar a los gaiteros, Toño Fernández estaba borracho, con las manos embetunadas de barro, porque había llovido y acababan de enterrar a un compadre. Pese a la borrachera, Toño no dudó un instante en que si no se llevaban a Juan en aquel mítico viaje a “las Europas”, se perdía el medio campo de aquella selección Colombia el folclor, entonces fueron a buscarlo a Magangué, donde, apartado de su gaita, se dedicaba a embarrar casas con batíos de boñiga de vaca y arena. Tenía una pierna embromada, porque se le había infestado de tanto pisar la mezcla a pie pelado. Tuvieron que recuperarlo con la mística de quien cuida la pierna del mejor futbolista del mundo.
Por su espíritu taciturno de indio ancestral, apegado a la máxima expresión que le había dejado aquel holocausto – se estima que fueron 11 millones de indígenas los que murieron a manos de los españoles-, Juan solo parecía expresarse a través de la gaita corrida, por eso fue uno de los más nostálgicos durante aquella primera gira mundial. Atravesaban el desierto transiberiano, por horas interminables, en las que apenas pasaban por las ventanillas una que otra arboleda y dale y dale y nada que terminaban de pasar cielo y arena. Se mamò. El resto de gaiteros tocaban sus palitos, tocaban las palmas, tomaban guaro y cantaban. El único que viajaba triste, en un rincón del vagón del tren, era Juan. Manuel le solicito sobre tan terrible ensimismamiento y juan le respondió:
– Estoy pensando, don Manuel, en la perdida que me voy a dar por aquí, cuando venga a recoger mis pasos.
Juan era místico. Un hombre triste, de mirada cuajada, profunda. Su cara redonda ya estaba cetrina cuando Raúl lo abordó. Se estaba comiendo la casa sin aún hipotecarla. Para no dejarse morir de hambre, enviaba a un muchacho a la tienda de la esquina, de donde le mandaban que el café, que el azúcar, que la sal, que la panela, que el arroz y los aliños para comer. Pero con el tiempo los mismos muchachos que le llevaban los alimentos, se metían a la casucha y se apoderaban de las cosas del viejo. Ya no le quedaba nada. Esperaba la muerte en forma estoica.
La casa de Juan Lara costó, en aquel 1984, la módica suma de diez mil pesos. Fue el doctor Rodrigo Barraza Salcedo- un hombre de gran corazón, a quien muy seguramente los san ja cintero no supieron aprovechar-, quien se metió la mano en el bolsillo, para subsanar las pérdidas que había dejado un homenaje- recolecta en el entonces pomposo Club de Leones, con el maestro Lucho Bermúdez y la orquesta de Pacho Galán. El homenaje fue tan selecto, que sólo asistieron los socios del exclusivo club, en cuyos salones después se llegó hasta poner una mesa de billar, en extrema popularidad, antes que llegara la guerra.
Mientras la casa de Juan costó diez mil pesos, nunca nadie entendió qué pasó allí, porque la nómina lujosa del homenaje, superaba los 150 mil pesos, con los que bien se pudo haber comprado la mejor casa del pueblo para el famoso gaitero. Bueno, pero así fueron las cosas. Era posible que ese hubiese sido el inicio del primer festival de gaitas, pero no.
Lo cierto fue que sin saber que en Colombia existía la figura de la hipoteca inversa, Juan hizo uso de aquella, y para no dejarse morir de hambre, se fue comiendo la casa.
Después de su muerte, el tendero se quedó con la casa.
Cualquier parecido con la realidad de hoy, no es mera coincidencia.

Alfonso Hamburger

Celebro la Gaita por que es el principio de la música.

6 Comments

  1. Alfonzo es algo muy interesante lo que hiciste
    Además de felicitarte me uno a lo que expreso nuestro director de MSF
    Conozco personalmente al gran juAn chuchitA parrandeamos juntos en Sanjacinto hace dos o tres años y verseamos El canto una canción que si mal no recuerdo se titula
    La pensión de Ocaña. Algo así no recuerdo el nombre bien si es de un pueblo o de una señora
    De todas MAneras. Cuenten con migo
    Cuando uno vez estos reportajes es muy complicado uno no sabe si felicitar. O dar pésame

  2. Excelente crónica… Y nos refresca la actualidad todavía hay grandes folcloristas en olvido.. Si escudriñamos los encontramos.
    Felicidades Alfonso.

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