Al cumplirse un nuevo aniversario del fallecimiento de GGM, compartimos este texto del profesor Ariel Castillo Mier, leído para Caracol, Santa Marta.
LOS FUNERALES DE LA MAMÁ GRANDE
Hay entre los textos de García Márquez, uno que, de seguro, no es el mejor, pero sí de los más importantes, tanto para el autor como para el lector. Para el autor, porque fue como una bisagra, un gran puente que le permitió acceder a la otra orilla del río al convertirse en un escritor con voz propia e inconfundible. Y para el lector, porque le permite iniciarse en el universo garciamarquiano y adquirir la perspectiva necesaria para apreciar con mayor profundidad su obra. Me refiero al cuento “Los funerales de la Mamá Grande” escrito hacia 1960 y publicado en 1962, después de García Márquez haber vivido como periodista en La Habana, los gloriosos días iniciales de la Revolución cubana, cuando aún soplaban los vientos fértiles de la utopía.
Hasta ese momento la narrativa de García Márquez giraba en torno al dilema de escribir una obra de gran calidad literaria, que superara las limitaciones de la literatura nacional, su facilismo, su excesivo apego a la oratoria vacía, su perspectiva local, casera, y el fraude de estar de espaldas a la nación. Con La hojarasca, en 1955, comenzó García Márquez la construcción de una obra que apropiándose de las técnicas y las libertades de la narrativa moderna de James Joyce, Virginia Woolf, Graham Greene y William Faulkner, entre otros, abandonara la persistente tendencia nacional a la imitación reverente de modelos extranjeros, y dialogara de tú a tú con esos grandes maestros, abordando una realidad prácticamente inédita en las letras colombianas: la de la vida en la región caribe, tan menospreciada desde la capital.
Pero se recrudeció entonces ese drama crónico de la vida nacional, la incesante violencia, y sus colegas periodistas y escritores apremiaron al joven García Márquez para que se dejara de esa literatura experimental, centrada en el mundo interior de personajes obsesionados con un pasado remoto, escrita en un lenguaje pleno de lirismo, elementos oníricos y resonancias míticas y que, más bien, aprovechara su talento para denunciar la infamia del presente y crear en los lectores una conciencia crítica capaz de contribuir al cambio político y social. García Márquez escribió entonces El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y una serie de cuentos enfocados en la realidad reciente de la tiranía de Gustavo Rojas Pinilla con sus penurias diarias, en un lenguaje conciso, casi invisible, accesible a un amplio número de lectores. Aunque logró su objetivo con gran altura estética, sin rebajarse jamás a las maneras pedestres del panfleto, en esa senda literaria pronto se vio en un callejón sin salida, condenado a repetirse a perpetuidad.
La solución a ese dilema entre la evasión y el compromiso, la literatura pura y el periodismo, la encontró GM en el cuento “Los funerales” en el que sin dejar de cuestionar las inepcias de la realidad, se despojó del corsé de la objetividad y le soltó las riendas a la imaginación, a la invención verbal y a las astucias y la eficacia política del humor y se largó a contar sin cortapisas lo que desde un principio quería narrar: la vida cotidiana del Caribe colombiano con su anacronismo, sus excentricidades y sus contrastes violentos, desde una perspectiva universal. Así, a partir de un motivo que lo obsesionaba, el de la muerte de un personaje poderoso, construyó una radiografía de la vida colombiana desde la colonia hasta las componendas descaradas del Frente Nacional que al mismo tiempo le permitía indagar en un tema recurrente desde su primera gran crónica, la de “La marquesita de la Sierpe”: el enigma del poder.
“Los funerales” es como el borrador, el laboratorio de donde saldrán Cien años de soledad y El otoño del patriarca. En ese cuento quedan definidos para siempre los contextos geográficos, históricos, políticos, económicos y culturales que enmarcarán su obra posterior, los recursos estilísticos que identificarán en adelante su narrativa -la exageración, las enumeraciones, la parodia, la oralidad, el ritmo fascinante de una prosa que atrapa al lector, las metáforas que condensan el conocimiento minucioso de la realidad, la adjetivación imprevista y la visión del mundo apoyada en el imaginario de la cultura popular del taburete recostado a la puerta (lo que en Colombia no se había vuelto a hacer desde Tomás Carrasquilla), esta vez impregnada de las virtudes balsámicas de la risa carnavalesca y la mamadera de gallo del Caribe.
Para el habitante del Caribe este cuento tiene una significación especial. Allí se condensa la singularidad de una región que con la globalización tiende a desaparecer: el Caribe profundo con su fauna y su flora, sus oficios y sus creencias, sus vestidos y su música, sus comidas y su medicina popular, sus objetos y sus muebles, sus lugares emblemáticos y sus personajes, sus riquezas y carencias, sus mitos y su historia, su espíritu y sus cuerpos.
A diferencia de su obra anterior y posterior, en “Los funerales” se pone de manifiesto la esperanza. Mal leído a menudo por los estudiosos, difícil de clasificar porque es a la vez elegía y sátira, alegoría y cuento oral, crónica e historia, tragedia y comedia, este texto nos revela la cara oculta tras la maquillada máscara de un sistema político indolente y mentiroso, sustentado en la corrupción, la violencia y la alianza cómplice de la iglesia con el Estado, un mal que, por fortuna, no alcanzó a durar los cien años, pues a los 92, tras un prolongado eructo falleció y comenzó a podrirse esa matrona que se creía inmortal y cuyas ínfulas y apellidos y tartufería quedaron sepultados bajo una capa de plomo, con lo cual, según el narrador, el orden social había sido rozado por la muerte y “algunos de los allí presentes dispusieron de la suficiente clarividencia para comprender que estaban asistiendo al nacimiento de una nueva época”. De ahí que el sepelio se hubiese convertido en una fiesta de carnaval a la que asisten multitudes procedentes de los diversos lugares representativos de la región y hasta el pusilánime presidente andino con su cortejo fúnebre de leguleyos malévolos y el inocuo papa de Roma.