Por Alfonso Hamburger
La ante penúltima jornada del fútbol profesional colombiano, que deja a Millos y al DIM como finalistas, reafirma que sufrimos las consecuencias de en un fútbol mediocre, aburrido e inconsistente, que no amerita rasgarse las vestiduras, enrarecer los pueblos con las celebraciones ruidosas en motos alocadas- como es el caso de Sincelejo- ni entrar en sufrimientos visibles, como el del Tano Pasman, en Argentina, ante la derrota y descendo del River Plate.
Había jurado no enamorarme más como en el disco del Binomio de Oro, menos ilusionarme, después de tantos espejismos, derrotas y sufrimientos. Ha sido tan firme esta convicción, que ni siquiera me hice la idea de que a Falcao García lo iban a poner entre los tres mejores del mundo. Metieron a Iniesta, que no estaba en mi lista secreta. No podían dejarlo como español ante un Sudaca, pese al brillante momento del samario.
De todos modos, el pasado domingo me puse al frente del televisor, con una leve esperanza de que el Junior le dañara la fiesta Millonarios. Algo me decía que El Tolima nos iba a dar una manito y que los tiburones podían dar su zarpazo en Bogotá por el exceso de ansiedad que debían estar manejando los azules, debido a una sobredosis de soberbia y de favoritismo. Ya no tenía por qué ser hincha de Millonarios, siendo un hombre Caribe como lo soy y lo pregono. De niño, nos trajeron ese cuento del Ballet Azul. Fue Piero Fernández, nuestro tío más embustero, que después de vivir 20 años en Bogotá, trajo dos vicios que fue regando en la familia: las lecturas de El Tiempo y la afición por Millonarios. Era el equipo de la gloria, de El Dorado, el trece veces campeón, en de Di Stefano, Rossi y Pedernera, el de Alejandro Brand, Jaime Morón, Caimán Sánchez, Williston Ortiz y Miguel Angel “El Ringo” Convertí. Tener un equipo del alma era como aferrarse a algo bueno en la vida. Eso se siente bueno. En San Jacinto, donde las discusiones de los domingos, después de las jornadas futboleras se daban hasta tarde de la noche bajo los postes de las esquinas aprovechando la luz pública, entre la plaga aérea que reverberaba en los bombillos se conformó un equipo émulo de Millos, llamado Los Católicos, cuyo uniforme azul se paseó invicto por toda la Costa, hasta caer en Bajo Grande por un marcado apretado y abultado de 4-3 en un memorable duelo con hinchas apostados en la raya de cal azuzando a los parciales con una cerveza en la mano. Pero con el tiempo fuimos creciendo y nos dimos cuenta de que teníamos cosas más cercanas a qué aferrarnos y aquel Junior de José Baraka de 1977 nos enseñó a ser más costeños que un caimán en un lago. Millos fue pasando a un segundo plano, aun cuando todavía queda en la familia un gran número de azulejos, quizás porque la mayoría somos conservadores.
Y un día, ante tanto sufrimiento y decepciones, nos fuimos volviendo hinchas moderados, que vamos a los citas, nos ponemos frente al televisor, pero sin ilusionarnos. Como cuando un cuarentón se cita con una quinceañera.
Con esa actitud me senté este domingo nueve de diciembre frente al televisor, en casa de Edgardo Ochoa, quien estuvo a punto de sufrir un infarto cuando un imberbe sincelejano de 19 años, que había entrado 20 minutos antes y faltando 30 segundos para culminar el partido, ya en el tiempo agregado, anidó el balón de golpe de cabeza en la piolas. ¡ DIM 1 Itagui 0 ¡. Son esos momentos en que los ofendidos parecen piedras inmóviles, mientras la gracia del oponente, esos momentos de altanería que hacen del cazador un conquistador, se vuelven inmortales. Felicidad y tragedia. Ochoa miraba por Internet el partido Nacional- Equidad con el ojo izquierdo y con el derecho el televisor donde DIM e Itagüí jugaban un pésimo partido. No se hacían daño, en medio de un jaloneo insulso. Pensé en que no era justo tanta mediocridad de dos equipos que disputaban un cupo a la final. En el partido de Internet, las opciones eran reiteradas en ambas porterías. Si Equidad empataba era el clasificado. Quien hiciera gol en Itagüí pasaba. Esa instancia le daba ribetes de dramatismo al primer cuadrangular, hasta que faltando nueve interminables minutos, Juan Fernando Uribe marcó el segundo gol de Nacional y segundo de su sello personal. El ex Caldas, recuperaba su cuota goleadora en el último partido, porque de nada valió el grito de Ochoa, que estremeció todo el barrio España de felicidad. El dos a cero aseguraba la victoria, pero se seguía dependiendo de que en Itagüí no hubiese gol. Ya el reloj marcaba los 90 minutos y la tablilla arriba decía que irían dos de reposición, que para Ochoa eran eternos. Los ojos de Ochoa, cuando Itagüí concedió un infantil tiro de esquina pareciera que anticiparon la debacle. Fue en una exhalación, el tiro del diez fue al primer palo, la bola que es peinada y se patentiza aquello de que cabezazo doble en el área es gol. Fue el momento donde hubo parálisis total de las defensas y viveza del Sincelejano Vanegas para adelantarse y cabecear ya casi en las redes. No había posibilidad de una falta ni de un fuera de lugar. Un defensa de Itagüí, pegado en el paral derecho, habilitaba a los dos rojos que embistieron el balón en el segundo palo. Los ojos de Ochoa eran de incredulidad. No lo podía creer. El dolor fue visible. Estaba roto. Ya no había tiempo de reaccionar. Balón al centro del campo. Pelota hacia atrás, falta. No alcanzaron a superar la raya del medio, porque el árbitro tomó el balón en sus manos e hizo ese pitazo lacónico de final, final, no va más.
Vi en esos momentos el dolor y la decepción de Ochoa, quien tenía una camiseta del Nacional, la que no se iba a quitar jamás, pese al dolor. El sufrimiento iba a seguir como una obsesión, como una pesadilla, que ni siquiera iban a aliviar los partidos que venían a continuación en la otra final.
Después vino lo más estúpido que puede hacer un jugador como el señor López, con su pinta de gladiador mediocre, hacerse expulsar tan ingenuamente, para dejar a su equipo en desventaja numérica, lo que realmente no ameritaba ese esquema ultradefensivo del Junior, que a sabiendas de que el empate no lo llevaba a nada, jamás intentó por mejorar su esquema y traerse una victoria que nunca le pasó por la imaginación.
Ya se había anticipado que una nómina tan costosa como la del Junior tenía que ganar el título por obligación, porque las aproximaciones solo las pagan algunas loterías. Es este Junior, ese tipo de equipos aburguesados que creen que con salir en las tapas de los diarios, van a ganar la gloria. Pésimo el tal Teófilo Gutiérrez, que cierra así uno de los peores capítulos de su vida futbolística, tan accidentada y matizada por cosas extra futbolísticas.
Me queda la alegría de que Sincelejo no salió a celebrar por nada, porque si Nacional hubiese clasificado o de pronto el Junior, ¿Quién se aguantaba esa jauría de motos alocadas por nuestras estrechas calles?
A veces perdiendo también se gana.
Sincelejo, 9 de diciembre de 2012.